Epílogo de El Pesebre

Por Andrés Ripol

Conocí al Dr. Fernando González Ochoa a poco de llegar a Medellín, en Colombia, con el fin de fundar un monasterio benedictino por aquellas tierras en marzo de 1953. Fue en la carretera entre Medellín y Envigado. Nos llevaba en su coche a nuestra incipiente fundación Álvaro Villa, uno de los primeros y mejores amigos de nuestra idea y misión. Frenando su coche nos dijo al P. David Pujol, mi compañero, y a mí: «Voy a presentarles un señor muy interesante». En plena carretera estaba él, filosofando frente a una bella flor tropical. Apenas presentados comenzó él a comentarnos bellezas de Monserrat, Barcelona, España, la chufa y Las Ramblas… y quedé embelesado. Pensando siempre relacionarme con aquel viejito que me encontré, los trajines de aquellos inicios no me permitían encontrar la ocasión. Más de una vez repetí mi parada en la carretera, camino de la Abadía, estando él con su bastón bajo el brazo y tocado con su boina vasca. Una vez lo vi tan absorto, sonriente, manipulando una flor, que me quedé tras él contemplando en silencio. Al ratico le dije: «Eso, doctor, es lo que yo quisiera poder hacer; como usted ahora: contemplar en sus criaturas Al que las hizo», y me contestó místicamente alborotado: «Vea, vea, P. Ripol, esos pistilos…». Y me alejé nostálgico.

En la Casa de España de Medellín organicé junto con un pintor catalán una exposición de fotografías y, mi amigo, de sus pinturas. Pregunté quién podría hacer la presentación y me nombraron al Dr. Fernando González. Sí, sí, dije yo, impulsado por aquel primer y sucesivos encuentros en la carretera. En la apertura de la exposición comenzó él presentándonos. Su cabeza agachada, mirando al suelo, los brazos caídos y abiertos, extendidas las manos como en posición de preguntar, indagante, y en voz tenue pronunció: «Presentar…». Un silencio. «Me han pedido que presentara…». Filosofó sobre lo que era presentar: poner de presente. Habló sobre la presencia, sobre la Presencia, así escribía y hablaba él refiriéndose al Ser Supremo, que calificaba también como la Inteligencia, el Amor, el Inefable, el Escondido y otros mil nombres que le damos al que no tiene nombre. Nos presentó a Pepín Vidal Cuadras y a mí. Unos segundos de silencio y levantando lentamente aquella amplia y noble testa se dirigió al embajador español entre todas las autoridades locales, uniformado como iban entonces nuestros diplomáticos, gobernadores civiles y otros, parecidos en el atuendo a la Falange Española, y señalándole con su diestra le espetó: «Uds.…, Uds.… que se meten con Cataluña, lo más grande y mágico que tiene España, etc., etc.». Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Estaba muy próxima mi salida de España, de aquella España de Franco, tan censurada en su libertad de expresión… Pero fui aprendiendo desde aquel instante lo que tantas veces constataría en el doctor Fernando González: su amor a la verdad, que lo llevó sin tapujos ni temores a pregonarla y defenderla hasta la heroicidad. Fue un enamorado de la verdad, cuya búsqueda marcó toda su vida.

Oí alguna vez en Colombia y lo leí, no recuerdo dónde, que Fernando González no era filósofo. Si por filósofo quiere entenderse al atrevido que escribe un libro de texto para los colegios o para nuestras universidades, que pretenda tratar de la esencia, propiedades, causa y efectos de las cosas en el orden lógico, físico o metafísico y lo reduzca a un sistema filosófico para encontrarle a todo una solución, el Dr. Fernando González no fue ese filósofo. Si por filosofía entendemos el amor a la Sabiduría, su significado etimológico, la búsqueda profunda en la vida de ciencias, artes o letras, del «entendiendo», como diría él, Fernando González fue el más grande y, mejor, el filósofo más original que conocí en mi largo peregrinar por el mundo de los hombres y de los libros.

Pocas veces más, durante diez años, tuve ocasión de tratar en figuración a mi viejito, pero había leído algunos de sus libros y seguía admirándole como en mi encuentro en la carretera a Envigado. Hasta que un día, en el recreo de la Comunidad, un monje con un libro en las manos nos decía como aterrado a todos los allí presentes: «Miren, miren lo que leen nuestros muchachos del colegio», y nos mostró Los negroides de Dr. Fernando González. Un profesor seglar de nuestro colegio se lo había entregado a un discípulo para que lo leyera e hiciera un trabajo sobre él. «Así es como pierden la fe estos muchachos», siguió aquel buen monje. Estuve a punto de brincar para replicar a mi hermano de hábito, pero vi que no era el momento oportuno. Al día siguiente le pedí me prestara el libro y le conté quién era el Dr. Fernando González.

Lo de este relato coincidía con mi regreso de la selva ecuatoriana en donde había filmado la vida y costumbre de los indios jíbaros, los famosos reducidores de cabezas. Unos días antes había escrito a mi hermano Alejo una larga carta contándole las peripecias de aquel maravilloso y azaroso viaje, cuando cayó en mis manos Los negroides, que trata de vanidad y liberación. Terminé la lectura y escribí a mi viejito. Ahí empezó nuestra honda amistad.

En «la tempestad», que él tan bellamente describe, mi santo filósofo fue el «enviado» para que me sostuviera y guiara con su presencia en aquellas largas y venturosas entrevistas o por escrito. Descubrir aquella alma gigante en el «entendiendo» y en el amor fue para mí una Epifanía del Escondido en superiores tan inferiores, en manipuladores de tanta vanidad y en acomplejadas dictaduras que tanto destruyen en vida para construirse a la postre el mausoleo de su vanidad.

Días antes de escribirme su última carta, triste por mi ya próxima partida, me espetó: «Ud. que se va y yo que me muero», e inició el gesto de levantar sonriente su angelical mirada y su diestra a lo alto, y añadió: «Pero qué le hace…». Como polluelo asustado que busca la madre, yo le repuse: «Pero, doctor, no diga eso; nuestra amistad ha llegado en la Presencia a un punto que si uno se va —yo me iba entonces para Centro América— es como si no se fuera y si uno de los dos muere es como si no muriera». Y me retiré también triste, muy triste, temiendo que aquella afirmación se hiciera realidad, como tantas veces que en su intuición devenían realidades sus profecías.

La mañana del 15 de febrero de 1964 emprendía yo mi viaje para Centro América, yendo antes a Cali para despedirme de un matrimonio joven cuya boda había bendecido como sacerdote. Aquella misma noche llamaron por teléfono desde Medellín. Cuando la señora colgó me dijo que al doctor Fernando González le había dado un infarto y que estaba muy grave. En la forma que me lo dijo le repliqué alarmado: «Ha muerto», y ella: «No, nooo, nooo…», y en los largos noes yo entendí el sí. Llamé inmediatamente a Beatriz Restrepo para preguntarle si el Mago había muerto y me contestó como su prima: «No, nooo, nooo, pero está muy mal». «¿No cree, Beatriz, que yo debería volver mañana?». Su afirmación me deparó una noche blanca, que era lo que aquellas buenas señoras trataron de evitarme con sus noes.

Muy de mañanita llegué al aeropuerto. Vi en el cielo al único avión que saldría aquella mañana, de la compañía SAM. Fui en busca de mi billete para el primero que saliera para Medellín y me dijeron que todos los aeropuertos del país estaban cerrados. Llovía a mares y le dije a mi amiga: «Colombia está llorando la muerte del Mago». Repetí la llamada a Beatriz, quien me dijo que el Arzobispo había autorizado que yo celebrara la misa «córpore insepulto» en Otraparte a la hora en que yo llegara aunque pasara la canónicamente autorizada.

A la 1 del mediodía salió mi avión. Cuando entré en Otraparte, doña Margarita me tendió los brazos y en el abrazo me dijo: «Su partida, padre Ripol, tiene que ver con la muerte de Fernando». Le conté tan sólo su profecía de días antes. Sus reliquias yacían directamente sobre el suelo de aquella tierra que él tanto contempló y amó, sobre la que con amor entrañable también filosofó justamente, anatematizando el mal y señalando siempre la Presencia en todas sus criaturas. Tras celebrar la misa, no recuerdo quién me ayudó a colocar su cuerpo en el sarcófago. En el mismo coche mortuorio le acompañé al Campo Santo.

En aquella viva, hiriente soledad fui, todo terminado, a casa de Beatriz Restrepo y le dije: «Mire que no corra la noticia de que me albergo aquí, no sea que el prior arme jarana». Por la noche estábamos escuchando reunidos en familia la radio, que emitía música fúnebre interrumpida tan sólo para ofrecer reportajes sobre el Dr. Fernando González. Una voz de mujer se alzó súbitamente para decir: «Último reportaje sobre el Dr. Fernando González» que alguien, no recuerdo su nombre, le hizo antes de su muerte. Le pregunta el reportero: «¿Quiénes han sido sus amigos?». Con voz reposada, lentamente, los fue enumerando, contando vivas referencias sobre ellos. Interrumpió unos segundos y añadió: «Hay uno del que no me separa absolutamente nada: el padre Ripol. Ahora se va para Centro América y es como si no se fuera y si uno de los dos muere es como si no muriera. Amistad es absoluta sociedad en la Presencia…», y siguió la música fúnebre. Y siguió nuestro silencio, que interrumpió Beatriz para decirme: «¿Ya sabe, padre, que los muchachos del colegio en la Abadía están todos alborotados?». «¿Y por qué?», indagué. Resulta que llamaron por teléfono a la Abadía y dijeron que era el Dr. Fernando González, que quería hablar con el padre Ripol. Le contestaron que él sabía que el padre Ripol se había ido… Y no oyeron más. La extrañeza les hizo telefonear a Otraparte preguntando que cómo el doctor había llamado para hablar con el padre Ripol, sabiendo que él se había ido. Doña Margarita les contestó que no podía ser el doctor, porque se estaba muriendo o que ya había muerto (no recuerdo este final).

Al día siguiente reemprendí mi largo viaje hacia la soledad del exilio, esta vez en compañía del Mago, que desde su Fiesta Silenciosa, desde su silencio vive instante a instante en mi mente.

Fuente:

El Pesebre. Fernando González – Andrés Ripol, Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina, Colcultura y Orden de los Padres Carmelitas Descalzos, 16 de diciembre de 1993.

Nota:

Este texto fue escrito inicialmente por Andrés Ripol como introducción a Las cartas de Ripol de Fernando González, libro publicado por Editorial El Labrador en 1989.