“Un hombre
lleno de sabiduría”
Por William Ospina
En la primera mitad de este siglo Colombia asistió indiferente al florecimiento de la filosofía de Fernando González, quien entendió muy temprano que nunca llegaríamos a existir para la historia si no asumíamos la tarea de ser latinoamericanos y de ser colombianos.
Llevábamos demasiado tiempo tratando de ser españoles, de ser franceses, de ser ingleses, de ser norteamericanos. Hasta mexicanos tratábamos de ser. Pero nunca habíamos emprendido colectivamente la hermosa y honrosa tarea de descubrir quiénes éramos en realidad, de tratar de ser colombianos, de reconocernos en nuestra naturaleza, en nuestra geografía, en nuestra diversidad cultural, en nuestra música, en el trabajo creador de tantos hombres admirables que aquí lucharon contra la corriente creando, imaginando, construyendo una cultura que casi nunca fue reconocida ni exaltada, porque éste había sido siempre el reino de la simulación, porque nos avergonzaba ser americanos y pertenecer a estos trópicos indomables, porque teníamos que ser “La Atenas Suramericana” o cualquiera de esas sonoras imposturas que aquí adentro nos embelesan y de las que nadie se entera jamás fuera de nuestras fronteras.
Pero Fernando González, apasionado, impulsivo, vehemente, aunque siempre lúcido, no se limitó a recomendar esa urgente tarea de definir el contorno de nuestro ser, de afirmarnos en lo mejor de nuestra tradición y exaltarlo. Él mismo asumió con gran audacia y con firme convicción la tarea de desarrollar un pensamiento que se pareciera a nosotros. Él sabía mejor que nadie que no somos europeos, que no puede esperarse que salgan de nosotros en el campo de la filosofía esos vastos, ambiciosos y a menudo inútiles sistemas que pretenden dar razón de todas las cosas y resolver de una vez todos los enigmas del espíritu humano. Él utilizó el lenguaje de todos los días, intentó aliar las aventuras del pensamiento con la fluidez y la eficacia del habla popular, no se fingía erudito, era algo más hondo, un colombiano tratando, casi por primera vez, de pensar su mundo, sus virtudes, sus defectos, de desnudar las incoherencias de un orden social demasiado lleno de conflictos, de atropellos y de imposturas. El poeta José Manuel Arango ha dicho algo muy bello en un poema que escribió sobre Fernando González, ha dicho que este filósofo: “Usó para pensarnos el dialecto que hablamos”.
Pues bien, Estanislao Zuleta fue hijo de ese ejemplo, y aunque después intelectualmente se haya apartado de muchas de las ideas de Fernando González y haya seguido otro rumbo, siempre le fue fiel al propósito de interrogar lo que somos y de buscar un camino para entender nuestro mundo y para acceder al universo. No podemos olvidar que Fernando González fue el mentor de Estanislao, que éste vivió su infancia conversando con aquel amigo de su padre que de algún modo había decidido remplazarlo, ya que el padre de Estanislao había muerto muy temprano, y el principal recuerdo que tenía era que Fernando González no le enseñaba, no le decía verdades, sino que pensaba a su lado, sugería cosas sobre lo que veían por los caminos, y le hacía preguntas de esas que no esperan respuesta sino que son más bien cavilaciones y conjeturas. Es decir, desde el comienzo, por una afortunada casualidad, Estanislao Zuleta tuvo la oportunidad de relacionarse con un hombre lleno de sabiduría y de nobleza humana, y de ser tratado desde su infancia como un interlocutor válido, como alguien digno del pensamiento, del arte y de la belleza del mundo. Esto le permitió llegar a ser ese profundo explorador de las culturas y de las ciencias, asumir como nadie en la historia de Colombia que no sólo podemos acercarnos a la tradición occidental sino asumirla críticamente como nuestro legado, asumir que un colombiano es tan digno del universo como cualquier otro hijo del planeta, y que lo que permite las grandes aventuras del espíritu es la convicción de estar en el centro de un mundo y el no asumirse como alguien condenado a las orillas.
Fuente:
Fragmento tomado de “Estanislao Zuleta: la amistad y el saber”, en ¿Dónde está la franja amarilla?, Editorial Norma S.A., Santafé de Bogotá, abril de 1997, pp. 127 – 154.