Fernando el Mago:
El hombre que no ha sido

Por Marco Antonio Mejía T.

Cuando presentó su tesis de grado en el año de 1919, el joven Fernando González provocó el inmediato rechazo de los jurados. Su título, El derecho a no obedecer manifestaba una rebeldía inapropiada para quien aspiraba al título de Doctor en Leyes y Derecho.

Tempranamente señalaba los «signos inequívocos» en cuya opción se construía ciegamente la senda del país. El individuo y su derecho por encima de todo, derecho incluso a no obedecer, es decir posibilidad de pensar como búsqueda de realización permanente y superación de la condición infrahumana.

Convencido de esta consigna de libertad para el espíritu, Fernando González inició y sostuvo la más singular interpretación sobre la conducta social y la inconclusa definición de nuestra personalidad, que puso en boca de la ficción de un antihéroe: Lucas Ochoa, atormentado visionario de la cultura suramericana.

Confundido por la mezcla de razas, Lucas Ochoa busca ese principio claro, original de nuestro Ser, que se quedó en algún recodo del pasado. Para lograrlo utiliza como punto de partida la emoción; desde allí ha de conmoverse ante ese movimiento del espíritu, la pasión, y establecer con ella la debida universidad. Este camino hacia el interior de la conciencia se origina por una meticulosa observación de los hombres y de las cosas, hasta apropiarse de la emotividad de cada ser:

«Querido amigo Fernando: Aprende a saber que somos cósmicos. El método es el emocional. Repite, hasta asimilártela, la siguiente frase: somos cósmicos, hijos de Dios. Expándete hasta donde lo permita la intensidad de tu espíritu, hasta echar raíces en los astros. Realiza en ti el hecho de que estamos flotando, circulando, a través del espacio. La Tierra abrazada por el sol. Somos tan hijos del sol como de la Tierra. ¿No percibes que ésta es poseída por el sol? ¿No percibes que el espacio está todo unificado? Somos uno con el agua en que nos hundimos, con el musgo que olemos, con el universo que se entra por nuestros poros. Aquí, en esta quebrada, en esta agua diáfana, se siente cuán maravillosa es la continencia, la castidad del ojo, la castidad del oído, la castidad del tacto…».

El viaje a la conciencia de Lucas Ochoa pretende el encuentro con el eslabón de la identidad perdida. Las irónicas observaciones de Fernando González se enclavan en la frágil indefinición de la personalidad suramericana. Con la expresión de «el gran mulato» surge la propuesta para comprender el ser que no somos, el que ha de ser como resultado de la gran conciencia sobre nuestro carácter.

La realización de Lucas Ochoa, a través de Simón Bolívar, surge porque éste se proyecta como el gran individuo, afirmado en sí mismo, prototipo de la gran conciencia. Bolívar consolida la voluntad de Ser. Lucas Ochoa deduce del proyecto libertador la superación de la hibridez, el encuentro con la determinación de la personalidad suramericana. Si aún falta el hombre, la acción es crear ese hombre. De esa comunidad de negros, mulatos, mestizos, zambos, ha de llegarse por una azarosa mezcla al gran mulato, el tipo perfecto de la evolución fisiológica. Su alcance debe combatir el sentimiento de culpa, heredado de la conciencia de pecado traída por los españoles. Esta compleja culpa (resultado de la desgastadora cópula, que trajo al mundo a mulatos y mestizos) debe enterrarse para posibilitar la armoniosa aparición del ser.

En ese libro agudo cruzado de paradojas titulado Don Mirócletes y que escribió Fernando González después de proclamar la paternidad de Mi Simón Bolívar continúa la saga para encontrar, o al menos para definir la filosofía de nuestro posible hombre:

«Suramérica es el campo experimental de las razas. Entiendo por gran mulato el producto definitivo que se obtendrá de la mezcla científica de las razas hasta unificar el tipo del hombre. La ciencia debe preocuparse de estos problemas, porque los medios de comunicación están en proceso constante, diariamente aumenta el intercambio y hay que llegar a la unidad racial. ¡Cómo no! ¡La creación del hombre! Por ahora no tenemos sino los ingredientes para fabricar el gran mulato, consistentes en las varias razas, sub-razas y variedades».

El maestro Fernando González advierte que la falla está en el «acaso»: el azar en el que hijos de hijos se mezclan dejando inconcluso al hombre que ha de ser el prototipo de nuestro continente. Una indisciplinada sexualidad nos deja en la mitad del camino.

En serio o en broma (eso nunca lo sabremos dada la gozosa ambigüedad del Mago de Otraparte), propone la disposición de sangres para controlar el «acaso», ese azar que entregará a la humanidad el producto acabado que nuestra ardiente pasión no nos deja culminar: la creación del hombre, la fabricación del gran mulato.

En su ensayo sobre la Gran Colombia titulado Los negroides, Fernando González coloca la siguiente frase introductoria:

«Esos animales que habitan
la Gran Colombia,
parecidos al hombre…
».

No se trata de una frase suelta, como la perla que se arroja a los cerdos, es una provocación a la reflexión.

La valentía de encarar la Vanidad, esa conducta orgullosa de la imitación europea. Vanidad o vergüenza disfrazada por la carencia de originalidad. La reivindicación de la personalidad suramericana, de su cultura, de su ser, es lo que se lanza desde el epígrafe del libro.

Saltando sobre los muros de la humillación imitativa, destrozando las vallas que cubren el horizonte, apropiándose de la individualidad, logrando la autoexpresión como manera de dimensionar la personalidad. Creando, meditando, haciendo, sólo así surge el suramericanismo y la dimensión de su cultura, valorada por el intercambio de sangres y de ideas:

«Nadie entenderá a Suramérica si no entiende todo lo que encierra lo que he llamado complejo hijo de puta, a saber: todo ser híbrido es promesa y pésima realidad».

Desde su retórica ironía, Fernando El Mago instala su radiografía del continente y de sus hombres. Su meditación desnuda y sincera acalora lo más puritano. Pero él no perdona el acartonamiento histórico. Llama a una reflexión, a un método que como el de Lucas Ochoa obligue a dilucidar la realidad del Ser y su comportamiento armónico.

Hay una molestia evidente en su pensamiento: percibe esta inmensa apariencia que oculta la desorganización, el desequilibrio. La ofensa biológica de la despersonalización, de aquello que nos lleva a decir «parecido al hombre» porque no armoniza, más bien altera el ritmo natural de las cosas.

Al asumir la individualidad como obra realizable, se pone en camino la retrospectiva del ser. Hay una historia que precisa ser vista, hay un presente que exige ser despojado de la simulación, sólo por eso hay una promesa de alcance personal, ella parte del auto-reconocimiento de su carácter mulato y llega a la realidad de su grandeza:

«La sangre que nos dio a Simón Bolívar hay que llevarla de nuevo. En cien años ha tomado la preponderancia el mulato. Por eso hay un Sánchez Cerro en cada esquina y un folleto en cada joven que viene a las conferencias. Yo me quedaré por aquí, al lado del Hermafrodita, para amar a Suramérica hasta el dolor».

Dispuesto a una confesión, Fernando González asume su oficio de pensador, buscando al hombre motivo de su reflexión. No es otro que ese hombre que está ahí, avergonzado de su hibridez, pretendiendo ser lo que no es. Las causas de este desperdicio del ser las intuye a través del equívoco social, la hipocresía política y religiosa, la descontextualización espacial. Alza su meditación para recuperar el orgullo (no la máscara de la vanidad) de la naturaleza continental.

Su obra reza por la jactancia de autenticidad, por recuperar la matinal manifestación del Ser. Las contingencias del pasado produjeron el daño de la individualidad, masificándose en un desconocimiento de su realidad. No se percibió la profundidad de nuestras tierras. La sensibilidad se hizo ajena al brillo de la belleza nativa y se optó por el camino único de la simulación. Perdida la malicia, se perdió también la respuesta de la personalidad.

Al dilucidar la equívoca aptitud, el pensamiento de Fernando González elabora una preocupación sincera que, aunque parezca irónica burla, es el intento más humano por dimensionar la imagen suramericana, nombrándola como proyecto y alcanzable realidad.

El remordimiento inacabado

Esta búsqueda del hombre es por supuesto una búsqueda de la trascendencia. Lucas Ochoa indaga desde su conciencia el universo para clarificar su relación con Dios pensado como «lo que no es hecho».

Interviene por supuesto la experiencia religiosa de Fernando González y esas reminiscencias autobiográficas que a lo largo de la obra aparecen una y otra vez. La expulsión de los jesuitas y los falsos milagros: el tumor curado por la patada de una mula, el santo parado como posibilidad de fertilidad de la mujer que ruega fecundidad al santo caído; se ve entonces una ambivalencia entre la búsqueda de la divinidad y la fácil expresión herética:

«La primera visión cósmica que tuve fue precisamente por la religiosidad con que defeco: “Ayer, mientras defecaba, miré al cielo y tuve la intuición de seres superiores que compadecían a la criatura encarnada”».

La religión como una conducta hacia un ideal para lograr ser el hombre, ése que hoy no es más que un proyecto incompleto, indefinido. Lo absoluto sólo es alcanzable en el ideal absoluto de la divinidad, su atracción de grandeza que invita a la fusión y a la disolución cósmica.

Llega así la percepción de Dios, en la fuerza de la vida y en el encuentro de su semejanza, sintiendo cómo en el universo todo le pertenece. No hay excepción en el todo: abarca la continencia y la lujuria. La santidad existe porque hay estímulo sensual. El remordimiento nace cabalmente allí, en esa bella muchacha que se ofrece, que ocupa entero el pensamiento y que a pesar del deseo para poseerla nos obliga a mirar a Dios. La negación, la renuncia como elección nacen de la incitación. La motivación de la posesión vuelve deleitoso el no hacerlo.

Entre estas paradojas Fernando González expone su teoría de Teología Moral: El dilema del hombre flechado que esconde su impulso para gozar con el remordimiento. La valoración moral radica en vislumbrar si es más insano el doloroso goce del sacrificio o la satisfacción del instinto.

«Vivo pues, como hombre moral, en lucha conmigo mismo, derrotado casi siempre; hace cuarenta años que vivo derrotado, en angustia, amando a un santo que yo podría ser y siendo un trapo sucio; llamando a Dios y oliendo las ropitas de Tony. En realidad, soy un enamorado de la belleza, pero también hombre que persigue a las muchachas, que piensa a lo animal, etc., 99% hombre vulgar. Apenas si de vez en cuando puede mi alma mirar con hermosos ojos verdes a través de la inmundicia de mi conducta.

Y así como me odio a mí mismo, odio a la Colombia actual; y así como amo al santo que podría ser, amo a la Colombia que sueño. En consecuencia, mi lema será: Padezco, pero medito».

La existencia se perfila como un viaje con sus contradicciones, desorientaciones, descansos, desvíos y metas. Guiado por un principio ético, la existencia se pasea por sus innumerables mundos. El camino es sensual y místico, hallazgo mundano o supresión del deseo: Nirvana. Si le llama la necesidad se coge por el sendero de las satisfacciones: las que nos dejan plenos o las que causan el remordimiento. Víctima de los afectos, viene también la necesidad de arrepentirse.

Si se atiende a la reconciliación, es otro el camino. El viaje parte de la nada y en el tránsito, si se sigue, se alcanza la razón interna de las cosas: la intimidad.

Estas obsesiones que Fernando González pone en boca de Lucas Ochoa se entrelazan en la densa meditación de sus obras. Como lector uno se sobrecoge al no lograr agarrar ni saber quién es quién. Lucas Ochoa parece observar con desconfianza a Fernando González. En Mi Simón Bolívar se escandaliza porque éste pretende publicar sus notas relacionadas con sus apuntes sobre El Libertador:

«Estoy derrotado en mis propósitos. Un amigo, Fernando González, vil alma de comerciante, me sugestionó para escribir acerca de Bolívar, con el fin de ganar dinero en el centenario de su muerte. ¡Qué bajeza! Queremos traficar con todo, hasta con la emoción que nos causa la muerte de la madre».

A propósito de esta observación Fernando González coloca una nota de pie de página en la que escribe:

«No me admiro ni me enojo por estos insultos. Comprendo la psicología de Lucas y todo se lo perdono. Es sincero. Me insulta, a pesar de que le he suministrado todas las obras que necesita para su trabajo. Por ejemplo la de O’Leary me costó ciento cincuenta pesos, pues Lucas no la quiso prestada: “Es necesario anotarlas, recortarlas, que sean propias”. Unos quinientos pesos he gastado en esta documentación y el producto de la obra será todo para él, para que se vaya en una mula a recorrer el Continente y pueda escribir el segundo volumen. Por eso no se deben enojar los bogotanos, los suramericanos, los abogados: Lucas Ochoa es otra fatalidad».

En el Libro de los viajes o de las presencias, Lucas ya viejo anota en sus meditaciones puntos claves para convencer a González de las conclusiones recorridas a lo largo de su meditar; con ellas pretende hacerle ver a Fernando González «el camino, la verdad y la vida». Esta sutileza nos mueve a sospechar una contradicción entre el autor y su personaje. En su lecho de muerte, Lucas Ochoa entrega a su amanuense las últimas libretas con el reproche amargo de haberle revelado y expresado todo.

Hay un curioso momento en la tercera parte del Libro de los viajes o de las presencias; el texto se interrumpe con una «explicación necesaria», previniendo sobre una errada interpretación de las teorías de Lucas Ochoa que pueden ser tomadas como insultos:

«Yo, Fernando González, curador y editor de las obras de Lucas de Ochoa, por creerlo necesario, para evitar un fracaso editorial, doy la siguiente explicación de ciertos pasajes a la enemiga, “insultos” y “palabras feas” que en abundancia contiene esta tercera parte. […] La gente cree por aquí que odio, cuando me oyen insultarme a mí mismo en los prójimos. Lo insultado es el concepto, la limitación conceptual nacida en mí, al representarme en ellos y ellos en mí: y mi intimidad ama a los prójimos, el gato y Ospina Pérez. Son realmente mi representación».

Librar a Lucas Ochoa, o al libro o a sí mismo de una tergiversación, nos da la clave de las dualidades y de las responsabilidades de los dos personajes. La «descomposición del Yo» es la salida para aceptar las contradicciones. Nuestro análisis que aborda presuntas temáticas en su obra: la Conciencia, la Individualidad, la Intimidad, el Remordimiento, la Responsabilidad Suramericana, la Culpa, el Esclarecimiento Moral, la Existencia como Viaje, aparecen ante la disyuntiva de estos dos personajes como argumentos falsos, aunque estén tematizados en su obra. Esta consecuencia es fruto de la maestría de Fernando González y de sus contradictorias formas de aparecer: es el pensador que anhela la extirpación del deseo, es el atormentado esteta por la belleza de la adolescente muchacha, es el irreverente crítico de la cultura cristiana, es el convencido místico de que nada es mejor que Dios.

Una confesión

Hago esta observación convencido de mi desacierto. Conozco a Lucas Ochoa desde hace muchos años, he querido pensarlo en este texto desde las instancias que lo motivan: el reencuentro con la literatura, con aquella creación que antecede a mi generación y que por diversos motivos ha sufrido nuestra distancia.

Aquellos años impactados por la forzada paz después de la Violencia (tiempo de nuestro nacimiento y del nacimiento del Nadaísmo), nos procuraron una grata liberación estética. Este respiro literario fue causado en gran parte por Fernando González, la conciencia filosófica de nuestra cultura. Pero él fue el otro, Lucas Ochoa.

El acercamiento de toda lectura tiene una óptica a priori, depende del sujeto lector, de su formación de su ser. Al intentar una literalidad se cae en la trampa de no diferenciar a Fernando González de su personaje. Al intentar una estructura de temas se llega a la posibilidad de extractar en fragmentos de sus obras un documento apóstata o un tratado de catecismo universal. Al pretender otros intentos uno termina insultando o eso es lo que se cree.

Por eso hago también esta ruptura, para indicar que lo expuesto es frágil y tiene sólo un camino de salvación: renovar la personalidad de Fernando El Mago en el marco de este diálogo con nuestros creadores.

El delirio de Epifanio, la erudición de Baldomero, el regionalismo de Carrasquilla, la desazón de Barba Jacob, la generosidad del Negro Cano, la hazaña burlesca de Ciro Mendía, la anarquía de León de Greiff, tienen en Fernando González la mesura, la sabiduría, la universalidad, la dádiva, el humor negro, la armonía y el método. Todos estos rasgos no se dan como una configuración antípoda, se dan como pletórica comunión.

Conozco hace muchos años a Lucas Ochoa. Espero que no me engañe el Mago de Otraparte.

Fuente:

Viaje a la presencia de Fernando González (catálogo). José Gabriel Baena (compilador). Contiene textos de Gonzalo Cadavid Uribe, Leonel Estrada, Carlos Jiménez Gómez, Ernesto Ochoa Moreno, Alberto Restrepo González y Marco A. Mejía. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Tres ediciones: marzo de 1994, mayo de 1995 y junio de 1995. Con ilustraciones de Horacio Longas.