Fernando González

El viajero pensador

Por Fabio Martínez *

En el siglo XX, ante el triunfo de la ciudad como megalópolis, el viaje se presenta como una apertura a la posibilidad de descubrir un nuevo campo del espíritu y del pensamiento. En Le déclin de l’Occident, Spengler (1) afirma que si la ciudad ha crecido hasta el punto de convertirse en una gorgona de siete cabezas, ésta por eso mismo ha perdido toda su vitalidad; en estos tiempos inciertos, el hombre no hace más que errar continuamente por las ciudades apocalípticas sin ningún sentido. Roger Callois, en su libro Cases d’un échiquier (2), afirma que nunca antes la civilización había sido urbana hasta llegar a la asfixia. Aplastado por la ansiedad de las masas que parecen salidas de un hormiguero, y por la vertiginosidad del ruido, al hombre se lo ha privado del espacio y de la independencia necesarios para tener el mínimo momento de gozo y de alegría. White, por su parte, en L’ Esprit nomade (3), confirma que los veinte últimos años del ser humano no han sido más que períodos de angustia existencial, de polémicas estériles, de cientifismo mezquino, y de polución permanente de información de los mass media.

Esta situación de asfixia y agotamiento, que pone de nuevo sobre el tapete la crisis de la cultura de occidente (con sus formas clásicas de pensamiento y sus prácticas sociales) ha dado pie para que en este siglo surja la figura del viajero o nómada espiritual, que abandonando las ciudades patógenas, y la autopista de la historia se aventura sobre un nuevo campo de fuerzas inéditas para crear un nuevo pensamiento.

El origen del viajero intelectual surge por primera vez a mediados del siglo XIX, del diario de Ralph Waldo Emerson. Allí, el autor americano dice que el nomadismo intelectual es la facultad de objetividad; son los ojos que se alimentan de todo lo que ve; la casa es un carruaje en la que el hombre, parecido a Kalmouk, recorre todas las latitudes, y es necesario que tenga en cuenta la ley del interior, como lo hace Kalmouk a su Kan. El viajero intelectual de Emerson tiene una relación estrecha con el viajero que descubrió Víctor Segalen en China. De ahí que las continuas referencias de Emerson al espíritu abierto, a la ley interior, y al oriente se analoguen a las del médico francés, que creó nuevos paisajes del pensamiento a partir de su viaje por la China. A partir de su periplo, Segalen descubrirá el poder intelectual de una cultura milenaria; Emerson hablará a nombre de una América con los ojos y el espíritu abiertos. En la misma dirección de su compatriota Emerson, el poeta Henry Thoreau será el precursor del retorno al paisaje original y al desarrollo de un pensamiento en el corazón de las montañas. Esta concepción del viaje y su relación con el pensamiento es la que le permite hablar a White del viajero orientalista, no sólo por su relación con esta parte del mundo sino porque el viajero orientalista es aquel que se orienta intelectualmente.

Para el viajero intelectual o viajero pensador, el viaje es una vía, un método, un camino, que conduce al conocimiento de sí mismo y de otros mundos. El viajero pensador no tiene historia sino una geografía. Es aquel, como dice White, que contorneando el domino de los sub-dioses y el de los súper-hombres abandona la autopista sospechosa de la historia y se hunde en un paisaje donde a veces no hay huellas, ni caminos. Son los mil senderos que no han sido seguidos, de los que hablaba Nietzsche, los caminos que no llevan a ninguna parte, de Heidegger, la exploración de las zonas vagas, de Merleau-Ponty, las mil mesetas y el pensamiento nómada, de que hablaban Deleuze y Guatari.

Según Jean Duvignaud (4), el retrato del viajero pensador tendría tres aspectos: Uno, físico, que significa que el trashumante no conoce ni la espera ni el estancamiento; para él existe el deseo puro del movimiento y apunta derecho como una flecha a su realización. El viajero no tiene una ideología, cree más bien en la fluidez del espíritu. Dos, socio-económico, que quiere decir que el viajero no construye un Estado y no conoce, como los sedentarios, el concepto de nación; para él no existe una economía de mercado con su alienación compulsiva del consumo sino un intercambio racional de donaciones. Tres, intelectual-artístico, que se traduce en la transformación de los conceptos fijos y estáticos propios del siglo XIX, a un lenguaje y formas puras en movimiento que nos sugieran redes, vasos comunicantes, espirales y laberintos.

Por su parte, Frobenius (5) definió aquel nuevo campo de conocimiento en que se movería el viajero: ante la crisis del pensamiento occidental y el fracaso rotundo de la historia y de la economía, en aquel nouveau champ tendría que gestarse una síntesis cultural, donde la economía mundial sería una orquestación equitativa y democrática de todas las culturas (la globalización no sería una manera de someter una cultura económica a otra sino, justamente, eso: una participación multi-cultural); una apertura a la posibilidad de escoger y a las intuiciones directas (para Frobenius como para Spengler, la humanidad está agotada intelectualmente; de ahí la necesidad de nuevas “escogencias”); un nuevo sentido geográfico, que nos conduciría a nuevas cartografías y mapas del pensamiento, que superarían la del viejo globo terrestre con el predominio del euro-centrismo del siglo XIX, o el de los Estados Unidos, con su intromisión en las culturas ajenas y el consumismo, del siglo XX.

Ante la amenaza de la cultura hispanoamericana, hoy se hace necesario abrir un nuevo campo del espíritu donde el fortalecimiento de nuestra cultura (que empezaría por la auto-valoración y el auto-respeto), y la apertura a nuevas “escogencias” estarían a la orden del día.

El viajero pensador no sería aquel que erraría en la megalópolis con un vago sentido cosmopolita, sino el que sabe seguir sus “vías propias”, y que por una especie de trashumancia síquica sabe prestar las “vías propias” de las culturas extranjeras a ésta en la cual ha nacido. El viajero pensador es aquel que abandona la ciudad apocalíptica, y adentrándose en el camino que es movimiento abre un nuevo campo de pensamiento.

El viajero pensador y los periplos iniciáticos

En Colombia, la figura del viajero pensador es inaugurada por Fernando González con su libro Viaje a pie (6). A partir de su periplo, nacerán un número destacado de novelas iniciáticas de viaje, que ante el mundo cerrado y asfixiante de la ciudad y del país se preocuparán por la búsqueda del paisaje original —búsqueda de encontrar en lo desconocido lo que nos pertenece—, lucharán por una apertura a las “intuiciones directas” y a la posibilidad de “escogencia”, y tendrán un sentido geográfico que les permitirá prestar las “vías propias” de las culturas extranjeras y adaptarlas a la nuestra.

Con este corpus literario cuyo eje central gira alrededor de la vida de viajeros, podemos decir que nuestro sentido geográfico y nuestra cartografía del pensamiento se han ampliado, enriqueciendo nuestra cultura y abriendo nuevos campos del espíritu.

Viaje a pie no sólo inaugura la presencia en nuestra cultura del viajero pensador, sino que marcará el inicio de las novelas iniciáticas de viaje.

Antes de acercarnos a la imagen del viajero pensador, que nos propone González, detengámonos en la significación de la iniciación para poder comprender el sentido de las novelas de viaje, que trabajan en esta dirección.

Según Mircea Eliade (7), la iniciación equivale a una mutación ontológica del régimen existencial. Al final de sus pruebas, el neófito goza de la nueva existencia que no tenía antes de la iniciación. A partir de su nueva experiencia, el iniciado es otro. Existen diversas categorías de iniciación. Para Eliade, la iniciación de la pubertad es particularmente importante para comprender al hombre premoderno. Los ritos de pasaje son obligatorios para los jóvenes de la tribu. Para tener el derecho a ser admitido entre los adultos, el adolescente debe afrontar una serie de pruebas iniciáticas. Es gracias a estos ritos y a las revelaciones que ellos comportan, que el joven será reconocido como un miembro responsable de la tribu. La iniciación es el paso del hombre natural a la cultura. Es el paso de lo crudo a lo cocido. La iniciación introduce al novicio a la vez en la comunidad humana y en el mundo de los valores espirituales. La vida alcanzada por el viaje está concebida como la verdadera existencia humana, pues ella está abierta a los valores espirituales. Cuando hablamos de “valores espirituales” nos referimos a ese conjunto de actividades del espíritu que se han definido bajo el término genérico de “cultura”, y que sólo es accesible a los iniciados.

Las pruebas iniciáticas son las que constituyen la experiencia de iniciación. El rencuentro con lo espiritual. La mayoría de las pruebas iniciáticas implican, de una manera más o menos transparente, una muerte ritual o simbólica seguida de una resurrección o de un nuevo nacimiento. El momento central de toda iniciación está representado por la ceremonia que simboliza la muerte del neófito y su retorno entre los vivos. Él vuelve a la vida como un hombre nuevo, asumiendo otro ser. La muerte iniciática significa el fin de la infancia, de la ignorancia y de la condición profana, y el advenimiento del hombre nuevo, del saber y del conocimiento. El viaje iniciático es el comienzo de la vida espiritual. El viaje a pie que realiza Fernando González es el de un iniciado, pues es sólo a partir del movimiento que el viajero reflexiona. Esta concepción de la relación entre pensamiento y movimiento se opone al de las viejas figuras sedentarias y anquilosadas de nuestro pensamiento oficial. No hay significación sin movimiento. Para González, el pensamiento se produce en el movimiento, y el movimiento es ante todo ritmo interior.

A la media hora de caminar —dice— había nacido la idea de este libro y habíamos resuelto adoptar como columna vertebral moral del viaje la idea de ritmo.

El ritmo es tan importante para vivir como lo es la idea del infierno para el sostenimiento de la Religión Católica. Cada individuo tiene su ritmo para caminar, para trabajar y para amar. Indudablemente cuando un hombre y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos; es porque unidos son importantísimos para la economía del universo. (…)

[P]ara no cansarse hay que descubrir nuestros ritmos, ajustar a ellos nuestros pasos y el movimiento de bordones [hay que recordar que los viajeros eran jesuitas] y acompañarlos de profundas respiraciones de atleta yanqui (8).

El viaje es movimiento, ritmo interior. Y es en el movimiento donde se abre el espíritu y se produce el pensamiento. Luego, a medida que la pareja de jesuitas se internan en el paisaje que se extiende de las montañas de Antioquia al Valle del Cauca, la reflexión sobre el viaje se profundiza. Éste no sólo es ritmo interior sino que es método, vitalidad, y concentración de energía.

(…) la fuerza atractiva obra cuando está concentrada en el interior. En todo movimiento de impaciencia, en todo esfuerzo brusco se pierde gran cantidad de ese algo que llamamos vitalidad. La fuerza acumulada durante la indiferencia atrae como imán las cosas buenas. Sólo suceden aventuras deliciosas a quien no las busca. El hombre es vitalidad, acumulador de vitalidad, y es preciso ser metódicos. La vitalidad conserva el organismo después de formarlo y lo defiende; cuando esa fuerza nos abandona, enfermamos y morimos (9).

El viaje abre nuevos espacios al espíritu. La apertura a las intuiciones directas crea un nuevo campo al conocimiento. Con el movimiento, le damos otro sentido geográfico a nuestra existencia. Esta concepción de González, que mantiene cierto “aire de familia” con los planeamientos que hiciera Emerson, cobra importancia para el contexto cultural colombiano, pues en nuestro país lo que ha primado desde hace siglos es un espíritu cerrado, estrecho y sedentario. Bajo la misma escala de Emerson, González afirma que lo único propio que tenemos es nuestra energía, que hay que aprender a dominarse, a ser uno mismo, y que nuestra única posible grandeza y belleza está en el cultivo constante de nuestras facultades características (10).

En Colombia, debido al espíritu centralista, que ha reinado desde siglos, hemos descuidado nuestras energías y echado a un lado el cultivo de nuestras facultades, nunca hemos aprendido a dominarnos (de ahí la violencia incontrolada), y avergonzándonos de nosotros mismos siempre hemos aspirado a ser otros. Seamos lo que somos, enérgicamente, nos pide a gritos González. Somos tan importantes como cualquiera en la armonía del universo (11). Para el filósofo de Otraparte, el problema radica en el método. Como el hombre es acumulador de vitalidad, es preciso ser metódicos. El hombre caótico y disperso nunca hace nada. Ninguna substancia obra si no está concentrada. (…) El camino es casi toda la vida del hombre. (…) El método es un camino (12).

Esta lección del viajero filósofo no sólo es elocuente sino que hoy en día cobra vigencia en nuestra cultura: en el espíritu del colombiano parece que no ha primado el método sino el caos y la dispersión. Al contrario de otras culturas, como la europea, que ha sido cartesiana, o como la oriental y la de nuestros antepasados, que han sido espirituales, la nuestra se ha caracterizado por una falta de rigor interno y de método. El joven pragmatista —dice González— admira lo único que hay admirable en este esferoide: el método (13). Y el pensamiento sin método sería caos. No existe ninguna forma de conocimiento que no tenga método. La ciencia es ante todo método. Esta es la gran lección que nos enseña González con su Viaje a pie. Por esto decimos que su periplo es el de un iniciado.

El viaje como método de conocimiento

El periplo de González se inicia en la ciudad de Medellín el 5 de diciembre de 1928 y termina en el mar Pacífico, el 18 de enero de 1929. Es decir, dura alrededor de cuarenta y cinco días (sic). Los dos viajeros (González y don Benjamín) han sido jesuitas, y viajan como sólo lo hacen los verdaderos trashumantes: sin un derrotero fijo. Mucho tiempo —dice el narrador— anduvimos por un sendero de rumiantes, sin saber para dónde íbamos. Tampoco sabemos para dónde vamos al vivir (14).

Esta postura sobre el viaje podemos aplicarla a la experiencia del conocimiento. La experiencia del saber es como un viaje: cuando queremos conocer algo muchas veces partimos sin derroteros fijos o nos perdemos del sendero que nos habíamos trazado, y sólo es cuando hemos cumplido la experiencia que tenemos algún resultado.

Este, justamente, es el método que utiliza González a lo largo de su periplo. Para el autor antioqueño, el viaje tiene un sentido en la medida en que se convierte en un método de saber; y el conocer tiene sentido en la medida en que es el resultado de la aventura del viaje. La ciencia es la aventura del espíritu, leemos en las enciclopedias.

Por esta razón, es clave que el viaje sea hecho a pie, y González analogue la experiencia del filósofo a la de los rumiantes. Parece que sólo se puede pensar bien caminando, y se es filósofo en la medida en que se tengan varios estómagos que nos permitan rumiar las ideas; como las vacas. En este sentido, el pensamiento no va con la vertiginosidad del tiempo propio de la modernidad ni con la velocidad informativa que nos sugiere la tecnología multimedia. Esto puede sonar paradójico pero es así. Los ansiosos y los desesperados jamás podrán producir un pensamiento bueno para la humanidad. El conocimiento es como el viaje: necesita de tiempo para que se produzca algo interesante.

El movimiento de la vida moderna es desvanecedor; ahí, lo más difícil es conservar la tranquilidad del alma, la unidad de fin y la organización de medios (15). Es en aquel periplo que va de la montaña al mar, donde el viajero rumia sus pensamientos y les da forma. Es en la relación directa con el paisaje que el viajero pensador produce una memoria, un pensamiento. El paisaje no hay que verlo únicamente como referente descriptivo de un valle o de una montaña; éste tiene una relación estrecha con la memoria, y es determinante en el destino de los seres humanos. Por esta razón la pareja de viajeros ex jesuitas que han nacido en la montaña se dirigen al mar, porque desde los griegos, el mar es el origen de la vida. Es en este periplo, que va del cenit al origen, donde el viajero se pregunta sobre la belleza, el amor, la mujer, la vida, el tiempo, el dinero, la pobreza, la patria, y la muerte. Es decir, se pregunta sobre los grandes temas que han atravesado a la humanidad.

¿Y qué es lo que nos produce las emociones de belleza y alegría, y qué es lo que produce el deseo? —se cuestiona González—. Precisamente esa tendencia de la energía a actualizarse. Por eso, sólo es bello lo que promete, lo que asciende. La mujer es más bella cuando su cuerpo es más prometedor, cuando en sus formas se encierran promesas de vida. ¿Sabéis cuál es la verdadera definición de belleza? Bello es todo lo que nos incita a poseerlo (16).

En el amor, dirá, nada debe proponerse sino hacerse (a nadie se le debe proponer con palabras un acto indebido); en amor no se debe hablar y jamás se debe dar el más leve indicio de que se recuerdan los favores o de que han envanecido; nada del amor se debe subir al plano de la conciencia con palabras dichas a la amada (17).

En la relación del hombre con la mujer se quejará del papel trágico del macho en su lucha por el amor:

Damos vueltas y revueltas alrededor de la amada. La hembra, quizá porque sólo es amada mientras es deseada, va alargando el asedio. Ved los escorpiones, cómo se pasean días y días cogidos por sus palpos; el macho de la araña que se acerca a ella tembloroso, se devuelve y espera durante días el momento propicio, si es que antes no es devorado por ella. La hembra dirige el amor y lo dirige de un modo lento, saboreado, así como dirigía Josué la toma de esas pobres ciudades de la tierra prometida, tocando trompeta y dando vuelta alrededor de los muros hasta que a estos les daba la gana de caerse. Y una vez que conseguimos un gato o que logramos el amor de la mujer, ¿cómo desprendernos de ellos? Nos siguen a todas partes. Las hembras del escorpión y de la araña devoran a sus amantes y a nosotros nos devoran con su constancia. (…) El encanto de la mujer consiste en que nos abandona; es el mismo encanto de la vida; ¿pues qué sería de la vida y del amor a ella si no supiéramos que íbamos a morir? (18)

Sobre la vida y el tiempo, dirá que:

La vida del hombre sobre la Tierra es brega y tristeza. Vivir es luchar con el tiempo, el cual nos arrastra, a pesar de resistirlo. (…) El único método para vivir que conserva la alegría, es vivir resistiendo al deseo que nos urge por el goce; vivir despacio, inervados. (…) Parece que nuestros antepasados no supieron que el hombre es una máquina muy delicada; vivían para la eternidad, y nosotros vivimos para el tiempo; y la eternidad es una, y el tiempo se compone de segundos. (…) Todo lo nuestro pertenece al tiempo (19).

Sobre el dinero expresará que el mejor nombre para definir este siglo será:

El siglo del hombre que hace fortuna. Vivimos a la caza de la fortuna; gastamos nuestras energías en la consecución del dinero. Es un afán tan grande como el que se tenía antaño por la bondad del alma.

Todo es para nosotros un medio de conseguir dinero; se persigue la ciencia, para ello; se desea la moralidad, la honorabilidad social, porque producen dinero; nuestro amor es frívolo y mercenario; por eso es tan agradable; la cónyuge (…) se consigue porque tiene dinero. Deseamos tener carácter, porque es cualidad para conseguir dinero. Para eso cultivamos la literatura. Todos los segundos de nuestras vidas están empapados de la necesidad de conseguir dinero. Este es nuestro último fin, indudablemente. (…)

La moneda o, mejor dicho, el billete, es la piel mágica en que se viaja por países feéricos; ¡el billete es la imagen de todo lo agradable! (20)

Sobre la pobreza (enfermedad contagiosa hispanoamericana) dirá que es signo inequívoco de inferioridad. El pobre, fuera de ser peligroso, es un ser que disgusta. Está lleno de odios y envidias; es un ser torcido y frustrado; sus cualidades se han marchitado (21).

Sobre Colombia, y como sentencia premonitoria, afirmará que es el país del Diablo porque allí se cree más en él y se le teme y ejerce oficio trascendental. Es el rey de los Andes. Colombia de hoy es un clan resucitado. Por todas partes, en los pueblos tristes, en los caminos retorcidos, en las selvas y en los puentes se percibe a este ser omnipotente (22).

Cuando los dos viajeros pasan por Aguadas, ven un entierro; esto le da pie al filósofo viajero para reflexionar sobre la muerte (reina nacional de Colombia). Aquí las afinidades con Bataille son elocuentes:

Ante la idea de la muerte cesa nuestro atrevimiento. [El cadáver nos hace] experimentar el terror de la muerte (…). El cadáver tiene la inexpresividad absoluta; no se le puede aplicar ningún adjetivo; no está serio, ni triste, ni aburrido, ni inconforme; todas las cosas tienen un significado, menos los cadáveres. Un hombre muerto queda tan vacío que es un indicio aterrador de que su parte esencial se fue no se sabe para dónde (23).

De esta manera vemos cómo el viaje sirve para pensar. Viaje a pie es para la cultura colombiana e hispanoamericana uno de los libros capitales de reflexión sobre la naturaleza del ser humano inscrito en el contexto de nuestra geografía.

El paisaje como apertura del espíritu

Como lo dijimos más arriba, el paisaje es el topos central donde el viajero realiza su experiencia. No existe movimiento si no es en el contexto específico de un espacio. Incluso, si el viaje es imaginario como sucede con Genoveva Alcocer. El lugar o paisaje que le permite tener los sueños eróticos con Voltaire es el viejo caserón de Cartagena de Indias. Ese es su paisaje. Un espacio cerrado, propio de la colonia, que le permite hacer volar la imaginación. El paisaje está ligado a la experiencia del viajero. No sólo a la experiencia intuitiva, física o fenomenológica; sino, y esto es lo más importante, a la experiencia interior propia del espíritu, del pensamiento. El ojo que ve se nutre del paisaje y con él enriquece la imaginación y la memoria. El verdadero viajero es aquel que reflexiona sobre lo que ve, sobre su pasado, su presente y su porvenir, y lo liga a la memoria.

En la obra de González, el paisaje está presente y siempre nos dice algo en la medida en que el viajero reflexiona. Es la relación paisaje-memoria, según Schama, la experiencia geopoética, según White, la poética fisiológica, según F. González:

Vimos y sentimos las nubecillas doradas por el sol y las sensaciones poeticofisiológicas que produce el amanecer al viajero; pero de esto resolvimos no decir nada porque son tema de estudiante de retórica, así como resolvimos llamar siempre sol al sol y nunca astro rey ni Febo (24).

El paisaje incita al viajero a la reflexión, y recrea la memoria:

Aquel día caminamos muy despacio; los bueyes nos dejaban. ¿Para qué diablos íbamos a correr? Las cosas que no han de ser nuestras, no se dejarán coger. Cuando el Sol declinaba, sentados sobre una dura piedra, compusimos este canto:

“Un inefable sentimiento de apacibilidad, una alegría o ebriedad apacible y sana nos produce el convencimiento de que todo lo nuestro habrá de llegar al minuto, hora, día y año. Aquí sentados paladeamos nuestro futuro que nadie podrá robarnos, ni aun nosotros mismos.

Nosotros no somos el ansioso; nuestros ojos guardan las imágenes que a ellos llegan, porque esas son las que debían llegar; nuestras manos palpan muy lentamente las formas que son suyas, porque ellas son las destinadas; nuestros corazones están listos para recibir lo que el seno del devenir les guarda. No se gasta nuestra fuerza vital en perseguir los seres que no son suyos, los sucesos que no le pertenecen. Aquí nos tienes, vida, diosa de los ojos maliciosos, tranquilos, sentados sobre esta dura piedra, seguros de tu amor; los celos no desbaratan nuestros corazones. Tú eres la infiel entre las infieles, a pesar de que no retrocedes ni abandonas al amante. Aquí nos tienes, sentados sobre la dura piedra, oliendo la grama olorosa a inocencia, llena de vitalidad, esperando tus dones (…)” (25).

El paisaje produce ideas, que son la savia de los hombres y de las mujeres. González se emociona con éste, e intenta abarcar nuestra geografía, y descubrir las raíces profundas del hombre colombiano:

Aire espeso y caliente. Estamos adormecidos y pletóricos en esta inmensa tierra que el río Cauca aplanó en siglos de correr. Para nosotros es ya todo vegetación, así como para el negro caucano todo es una palmera. Somos árboles sembrados en la tierra y en el ambiente. Las ideas son la savia que circuló en forma de emoción por la raigambre de los nervios y fructificó. Nos vimos nítidamente como árboles, como vegetaciones de nuestra tierra. ¡Qué buen concepto de patria! Y nuestro planeta es otra vegetación de los espacios. El minúsculo parásito de nuestro cuerpo no sabe que vive en un organismo, y así somos nosotros en la esfera y la esfera en el espacio. Pero nuestras raíces están especialmente en un espacio limitado. Vimos un árbol inmenso; sus raíces penetraban en gran red en la tierra desde el Orinoco al Pacífico y desde el Caribe al Amazonas… (…) (26).

Hasta que el viajero llega al mar. De esta manera, vemos cómo el paisaje en Viaje a pie no es un simple escenario o telón de fondo sino que es el topos donde el viajero pensador realiza su experiencia, y enriquece su imaginación y su memoria. Es el lugar para nutrir la memoria.

Esta experiencia de querer abarcar el paisaje nacional, la encontramos así mismo en la novela Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda. En el plano argumentativo, la obra del autor bogotano es la historia de un joven adolescente de diecisiete años, que ante la situación de asfixia que vive en la ciudad, decide embarcarse en el Magdalena, el río lento, amarillo y caliente, y llegar hasta la zona de la Guajira, en el Caribe colombiano. Ante la adversidad de una ciudad estrecha, fría, desastrosamente construida, y con pretensiones de urbe gigante, el joven decide partir, y descubre ante sus ojos un paisaje exuberante, bello y primitivo. La necesidad de huir de un espacio cerrado que lo restringe, lo lleva a descubrir nuevos espacios olvidados de nuestra geografía. La experiencia vital del viaje lo conduce a conocer el país que siempre hemos desconocido e ignorado. El viaje de González y del adolescente, hacia puntos cardinales diferentes, tienen la necesidad de romper con los espacios asfixiantes de las ciudades, y significa la toma de conciencia de nuestra amplia y compleja cartografía. Con sus periplos, González y Zalamea Borda nos están diciendo que la patria no se limita a la capital ni a las cuatro grandes ciudades que han marcado nuestra historia, sino que nuestro territorio real e imaginario va más allá de las estrechas fronteras centralistas. Nuestra cartografía imaginaria no debe encerrarse ni centralizarse, por el contrario, debe ampliarse y universalizarse. Incluso, dentro de nuestro territorio nacional. Los viajes de González y de Zalamea Borda son una manera de volver al origen, a la provincia, para sacar del olvido a un país provinciano, que siempre le ha gustado verse reflejado en el ombligo ciego del centro, de la capital. Sin que ellos hayan tenido el mínimo interés por nosotros.

Para decirlo de una manera justa, desde Fernando González somos universos provincianos, y ante todo, provincianos universales.

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* Profesor titular Universidad del Valle.

Notas:

(1) Spengler, Oswald. Le déclin de l’Occident. París, Gallimard. Tomos I-II, 1948.
(2) Callois, Roger. Cases d’un échiquier. París, Gallimard, 1970.
(3) L’Esprit nomade. Grasset, París, 1987.
(4) Citado por K. White en L’Esprit nomade.
(5) Ibíd., p. 257.
(6) Viaje a pie. Editorial Bedout, Medellín, cuarta edición, 1974.
(7) Eliade, Mircea. Naissances mystiques. Essais sur quelques types d’initiation. París, Gallimard, 1959.
(8) Viaje a pie. Op. cit. p. 14-15.
(9) Ibíd., p. 63.
(10) Ibíd., p. 84-208.
(11) Ibíd., p. 208-209.
(12) Ibíd., p. 61-91.
(13) Ibíd., p. 62.
(14) Ibíd., p. 66.
(15) Ibíd., p. 58.
(16) Ibíd., p. 215.
(17) Ibíd., p. 45.
(18) Ibíd., p. 68-52.
(19) Ibíd., p. 50-51.
(20) Ibíd., p. 53-54.
(21) Ibíd., p. 59.
(22) Ibíd., p. 145.
(23) Ibíd., p. 118.
(24) Ibíd., p. 14.
(25) Ibíd., p. 71-72.
(26) Ibíd., p. 253-254.

Fuente:

Comunicación personal. Tomado de: Martínez, Fabio. El viajero y la memoria – Un ensayo sobre la literatura de viaje en Colombia. Primer Premio Latinoamericano de Ensayo “René Uribe Ferrer” (Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 1999), Programa Editorial Universidad del Valle, 2005, segunda edición, p.p. 125 – 136.