El cinismo jovial
de Fernando González

Sus ideas, sus desplantes.
Su bondad
.

Por Adel López Gómez

Fernando González dictó en el Teatro Municipal su última conferencia ante un público de cuarenta varones y tres damas. Estas cuarenta y tres personas oyeron con el mayor interés la escabrosa, la incisiva, la penetrante e inquietante exposición del autor de Viaje a pie, sobre la pubertad de Bolívar.

A lo largo de las tres charlas, González ha desplegado, quizá mejor que en sus dos libros admirables, las formas diversas de una personalidad desenfadada y agreste. Ha hecho sus afirmaciones estupendas y dicho sus sentencias rudas para un público que no sabe bien a qué atenerse y que nunca termina de formarse un concepto definitivo sobre él. Fernando dice, por ejemplo, apenas expuesta su abstrusa teoría sobre la manera de morir bien:

Veamos cómo murió Bolívar: pesaba dos arrobas. Allí ya no había materia. Era puro espíritu. El doctor Réverend lo decía: “No pesa nada, yo lo alzo sin dificultad entre mis brazos”. Decía: “Suban esas maletas, vámonos pronto que aquí hay muchos canallas”… Qué diferencia con los últimos momentos del mayor Santander

En seguida lee los boletines del médico de cabecera del hombre de las leyes, subraya expresiones, apunta la significación de ellas, pone toda su energía deductiva en cada uno de los angustiosos momentos del grande hombre, termina la lectura y torna a pasearse a lo ancho del escenario.

Os quedáis esperando con la mayor inquietud el paralelo terrible entre el Libertador agonizante “seco como un sarmiento” y Santander desasosegado, durante su penosa agonía. Comprendéis que de todos esos elementos, valerosamente presentados, el conferencista va a sacar conclusiones mortales. Y en este estado de ánimo os pasma de desconcierto la frase de síntesis con que cierra el tema:

Ya hemos visto, pues, cómo el mayor Santander apenas si había llegado al plano mental, sin haber salido aún del plano fisiológico.

El humorismo, la buida ironía, el claro y alegre cinismo de Fernando González emergen, paradójicamente, de una naturaleza tímidamente jovial, de una cristiana bohemia verdaderamente cautivante.

Él no tiene amargura, ni pesimismo, ni escepticismo. Habla sencillamente de cosas sencillas y nunca está en vena trascendental. Su extraordinaria espiritualidad reacciona —para emplear una de sus palabras habituales— en una forma llana y cordial, sin graves vestiduras lexicográficas.

Esta mañana lo visitó el fotógrafo de Cromos en las oficinas de “Cervantes”. González se prestaba dócilmente a las indicaciones de Montoya y apenas si se atrevió a preguntar:

—¿Cómo le parece a usted que quedará mejor?

Se sentó ante el escritorio y preguntó de nuevo con una sonrisa de niño:

—¿Leyendo o escribiendo?

Sobre este punto el fotógrafo meditó un instante. Luego conceptuó:

—Escribiendo.

El autor de Mi Simón Bolívar puso papel, sacó el estilógrafo e hizo el ademán de escribir. Obraba en todo con el temor de que Montoya tuviera alguna tacha que hacer a la naturalidad de su actitud.

El deporte favorito de Fernando González sigue siendo el de caminar a pie. Su secretario y su escribiente, cuando fue juez del circuito en Medellín, eran también valientes peatones, en honor y para gloria del filósofo y del jefe.

Mientras marchábamos hacia el Bosque de la Independencia por entre el hormiguero de la carrera séptima, se me ocurrió preguntarle:

—Y en síntesis, ¿qué deducciones has hecho del caminado bogotano?

—No me gusta; es exterior; no es centrífugo; mejor es el del Nuncio.

Supuse que la calma del bosque y el estímulo de los árboles le harían charlar mejor. Y en cuanto estuvimos sentados y tranquilos, volví a interrogarlo:

—¿Cuál es ahora tu concepto de Bogotá?

—Bogotá es buena tierra; conversan corto, como bailando. En las demás partes conversan muy largo y hacen dormir. Las mujeres tienen una voz que es una caricia material. Mucha alegría. Durante mi estada aquí se resolvió quién es el que manda, si Olaya o El Tiempo. Manda aquél. Esto me encanta. En Bogotá no hay santos sino de bigotico y caen a la primera tentación. Bogotá será Santafé el día en que Olaya “haga hombres” y ponga a Camilo Torres en donde está el mayor Santander.

González se acuerda de que hay personas que le hacen el cargo de estar vendido al gobierno de Venezuela. Y eso es una inepcia infeliz. Por este camino se le ocurren muchas otras cosas y al fin dice, refiriéndose a las relaciones entre aquel país y Colombia:

—Hay incomprensión entre Colombia y Venezuela; pero Colombia es la que no quiere comprender. Aquí pretenden que la realidad se amolde a sus conceptos subjetivos; pretenden que una ceiba o un samán sea como un siete cueros. Y por eso, porque aquí reciben y miman a los desterrados venezolanos, es por lo que hay la libre navegación del Orinoco, y sin eso no valen los llanos de Colombia. Decir que Juan Vicente Gómez no es un hombre grande, una fuerza de la naturaleza, es ser muy bruto, y perdonen la indirecta. En 1906 Venezuela no era nada y hoy se guarda allí a Bolívar vivo, con su espíritu continental. Venezuela es ya una nación, con sus modos propios, su orgullo propio y sus sistemas propios. Allí el míster se siente achicado y humilde y el sacerdote extranjero no deja que su capa la infle mucho el viento de los llanos. Para mí Venezuela es la tierra de los Bolívares y Colombia será la de los Camilos Torres o no será.

—¿Cómo ves el momento actual colombiano en lo moral, en lo intelectual y en lo artístico?

—Colombia de hoy no tiene “moral ni luces” (Bolívar). No hay nada, porque nadie se fecunda; nadie tiene vida interior y los que la tienen viven en la soledad, apagados por la seudodemocracia.

Hay muchos que leen francés, inglés, alemán y que leen todos los libros y diarios. Pero, ¿quién se fecunda y quién produce? Como híbridos no se fecundan ni paren. Espero que el doctor Olaya se preocupe por “hacer hombres” apenas arregle esto de la pobreza. Ese hombre alto, de ojos enigmáticos y de mirar de arriba para abajo y que conversa tan sui géneris con el Nuncio, tiene que saber cómo se “hacen hombres”.

A todo hombre de letras es preciso pedirle su opinión sobre las nuevas generaciones. Es una pregunta de rigor y González se apresura a contestarla:

—Las nuevas generaciones son mejores que las del año 10. En el año 10 no hubo sino periodistas y esa es labor de obreros ciudadanos. No me gusta el periodismo sino como propaganda. Veo alma en Eduardo Londoño Villegas, León de Greiff, Ciro Mendía y Adel López Gómez. Hay muchos otros, quizá, pero yo no leo hace tres años. (Pienso tristemente que mis cositas más legibles han sido escritas justamente de tres años para acá). Es que nadie lleva bulto, nadie está lleno más que de cambios de ministerio. En Bogotá no podrá nacer nada grande por los cafés y los diarios. Eso muele. La gran tentativa de espiritualidad la hizo Arturo Zapata con su revista Cervantes. En esta capital sólo compran retratos de ministros y congresistas, así: “Méndez Méndez abrazando a León y B”.

Aquí es el lugar donde más me han retratado.

Fernando González se da cuenta repentinamente de que ha dicho muchas cosas y, como temeroso, empieza a dar respuestas sintéticas:

—¿Cuál es tu ideal de lector?

—El que se lee a sí mismo.

—¿Y de espectador?

—El que no se deja dominar sino el momento necesario para penetrar en lo que ve, y luego se controla. La contraloría es la gran institución anímica.

—¿Qué propósitos llevas a París en cuanto se refiere a tu futura producción?

—Yo no sé lo que haré. Eso depende de muchos factores.

—¿Cuáles son tus métodos de lectura?

—Consultar; sólo leo cuando consulto. Los ojos se hicieron para ver y no para leer. Leo el original, o sea, la vida. Los libros son malas copias.

—¿Cuál es el libro colombiano que más te gusta?

María. Ese judío Isaacs tenía herencia del pueblo más grande de la tierra.

Volvemos a pasear por todas las veredas del bosque. Luego salimos por la puerta que da al Paseo Bolívar. Caminamos bajo el solecito de las cinco y yo siento cierto vago temor de que a Fernando se le ocurra, por ejemplo, decir alguna barbaridad contra el general Santander con una tarde tan bella y por un camino como éste.

Pasamos frente a un alto montículo de arena rubia en cuyos declives juegan entre risas, cuatro chiquillos desnudos.

Y pregunto a mi ilustre amigo, mientras miro el retozo de las criaturas:

—¿Qué opinas del nudismo como tendencia de perfeccionamiento humano?

—Adán y la joven Eva se vistieron al perder la inocencia. Sus hijos no podrán desnudarse sino al recuperarla. La palabra es la forma del pensamiento y lo es también la mímica. El espíritu se manifiesta en formas; de suerte que el vestido es consecuencia; el hombre no se perfecciona porque se desnuda, sino que se desnuda porque se perfecciona. Adquirir la perfecta inocencia es el fin de la escuela cínica a que pertenezco, y una vez que se consiga, el hombre arrojará el vestido. Pero eso no pasará en Bogotá, porque aquí hace mucho frío. Esta será eternamente la ciudad bien vestida; por eso mismo, aquí será siempre en donde la mujer sea más atrayente y deseada, pues el amor fisiológico es una tendencia irresistible al descubrimiento, una grande ansia de investigar lo oculto.

¿Qué otras cosas pensará Fernando González del amor? Seguramente muchas y muy importantes.

Pero yo amo esta empírica idea mía del amor, así como la siento ahora, bajo el místico rumor de campanas del anochecer.

Cromos. N° 774. Bogotá, agosto 8 de 1931. Inversiones Cromos S. A.

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Adel López Gómez nació en Armenia, Quindío, en 1900. Fue periodista, académico, escritor y guionista de radioteatro. Colaboró como cronista y articulista en los periódicos El Tiempo, El Espectador, El Colombiano y El Correo Liberal, y en las revistas El Gráfico, Cromos, Sábado, Horas, Revista de América, Magazín Dominical y Revista de las Indias. Sus novelas más conocidas son El niño que vivió su vida y La noche de Satanás. También publicó los libros de cuentos El fugitivo, El hombre, la mujer y la noche, Cuentos del lugar y la manigua y Cuentos selectos. Murió en 1989.

Fuente:

Hoyos Naranjo, Juan José (compilador). La pasión de contar: El periodismo narrativo en Colombia, 1638 – 2000. Editorial Universidad de Antioquia / Hombre Nuevo Editores, Colección Periodismo, Medellín, diciembre de 2009, p.p.: 529 – 532. Texto publicado originalmente en revista Cromos n.º 774 de agosto 8 de 1934.