Fernando González

Un camino hacia
nosotros mismos

Por Carlos Jiménez Gómez

Si me viera forzado a no poder salvar de un hundimiento imaginario de toda la cultura colombiana sino una obra, un autor, yo escogería sin vacilar a Fernando González. Y lo haría desde el doble ángulo de una retrospectiva nacional, tanto como desde la elección más individual y espontánea de la persona; como el mejor de nuestros documentos humanos, para repetir una vez más lo que todo lector hace cuando se acerca a su pensamiento: emprender un gran camino hacia sí mismo. Pensando en relación con la trayectoria colombiana, es cierto que Fernando González significa un eslabón de alta perfección estética e intelectual, sin consanguinidades ni parentescos conocidos a todo el ancho y a todo lo hondo de nuestra vida. Un gran autor no anda rindiéndose a los vicios de su cultura tradicional, ni halagando sus sentidos corrompidos por el pasado. El gran autor es un salto sobre la conquista del mundo y del espíritu; no le corresponde la misión de perpetuar los pecados de la cultura heredada, sino la de purificarla por el castigo que significan sus nuevas virtudes. Todo escritor valioso plantea una catástrofe de aparente dolorosa injusticia: el naufragio de continentes de papel, de cargamentos de palabras aprestigiadas por los falsos valores que él viene a negar; después de que un autor empieza a ser tenido como “grande”, comienzan a olvidarse piadosamente ciertos nombres, a volverse ceniza ciertas concepciones y mitos que desvelaron a otras generaciones: en la vida de la cultura también, hay hombres que sin saberlo, sepultan para siempre a sus antepasados; hay lumbres que fosforecen en la noche pero que en la luz desaparecen. Un pensador auténticamente valioso es el heredero biológico, mas también el enemigo de esas debilidades ambientes. El falso renovador se rinde a ellas patéticamente. Es el galán al lado del guerrero. Al primero corresponde la popularidad, que es el reencuentro callejero con los caprichos de todo el mundo. El pensador es castigo de sus contemporáneos; y de su inadvertencia en vida sólo pueden resarcirlo los tiempos futuros que son su reino, porque está legislando para el porvenir.

Llamo cultura al conjunto de las respuestas que brinda el espíritu a la vida: a las necesidades, reclamaciones e inquietudes de la existencia en el mundo. No existe ahora, ciertamente, una “cultura colombiana”. Pero no puede reemplazarse este giro cuando se quieren referir todos los intentos que nuestro país haya hecho para ver el mundo con ojos propios, así no lo haya logrado verdaderamente, así no exista de ello más que una falsa apariencia. Con todo, es faena inverosímil pretender la transmutación de todos los valores; cada hombre, cada pueblo, imprimen a su vida un matiz, un rumbo que quiere ser más o menos propio: va haciendo entonces una “cultura” en sentido todavía más profundo, como espíritu que se objetiva en la lucha por la auto-expresión. La antinomia de lo simulado y lo auténtico es la primera disyuntiva que se presenta en todo camino de cultura. Un pueblo empieza a tenerla cuando sus respuestas son propias. Y este proceso comienza por las manifestaciones culturales inconscientes, el cancionero, las costumbres y las concepciones populares. Mientras el vulgo trata de respirar por sus propios pulmones, las altas clases, exóticas y refinadas pero a menudo sin alma, copian e importan lo extraño, lo que no son capaces de producir. No se puede ser auténticos sin una clara vocación, sin una conciencia madura de la necesaria genuinidad. El salto hacia esa conciencia en Colombia se llama Fernando González.

Es la suya una lección socrática: invitación al hombre para que se desnude y se mire al trasluz. Y lo logrará sólo quien no eluda su vocación de interioridad. Fernando González no es otra cosa que un reclamo al ser para que tome conciencia de sí y de su realidad; a la conciencia para que se entienda como una fuente de posibilidades; un llamamiento al hombre para que se resuelva a realizar la riqueza compleja de sus impulsos y de sus latencias. Es el concepto hondamente filosófico de la autenticidad. La sola insistencia en este punto de partida hacia todas las perfecciones espirituales sería ya una contribución fundamental a la vida del país. Esta su “filosofía de la personalidad” es una de aquellas intuiciones filosóficas que valen con fuerza de principio aplicable a las más diversas meditaciones sobre el tema del hombre: para una antropología, para una pedagogía, para una política y una historia. Igualmente para un individuo que para un país, para la misma causa continental. Es este uno de aquellos desarrollos que le pertenecen dentro de sus planteamientos acerca de la filosofía de lo vital, en cuya entraña los amantes de la fórmula y del sistema podrían hallar, si así lo prefieren, una fecunda continuidad, desde principios cardinales hasta sutiles y remotas implicaciones.

No hablemos del “método” filosófico en Fernando González. En el zigzagueante curso de sus pensamientos apenas si es posible reconstruir las huellas de sus pasos. La actitud suya no es otra que la de pulsar sus propias íntimas inclinaciones. Y todo en ejercicio de aquella su agónica conciencia, de aquel saberse irremisiblemente condenado a pensar y a realizar con ello sus más hondas necesidades. Es una condena del ser a mirarse siempre en el espejo de sí mismo, a estar escuchando a toda hora el eco de sus pasos en la soledad. De ahí aquel deleite biológico de sus palabras, la embriaguez aflictiva de sus pensamientos, la euforia orgánica de sus meditaciones. Fernando González es uno de aquellos raros seres que aún seguirían pensando si supieran que no existe otro hombre que los mire, que los escuche en el mundo. Puede, por ello, y como el que más, ser definido como personalidad: aquello que queda de un hombre después de restarle todas sus circunstancias. Las de su vida, las de su época, las de sus contemporáneos fueron anodinas y efímeras. Es necesario entender esto si queremos comprenderlo a él y a su obra; genuina vocación de meditador, del que se siente lanzado a la soledad de sus sentidos y de sus vuelos, a recomenzar siempre consigo mismo un diálogo inacabable. Sus pensamientos, las palabras suyas que nos llegan, son apenas rayos que se escapan de la estancia solitaria en que el meditador confiado se tortura, interrogándose a sí mismo. Su obra tiene el sentido esencial de pensar a solas, sólo de contrapeso ocupado en mirar a sus circunstancias descompuestas en el prisma de las verdades que el apartamiento filosófico entrega. No se detiene en las formas: sus obras ninguna indicación darían al que las enfrentara como curso de una filosofía. No se dejan aprisionar en los geometrismos de una didáctica. Han sido logradas tras peripecias indistintamente humanas, artísticas e intelectuales también. Filósofo, muerde el mundo para sí mismo. Está a solas ante Dios, el universo y la realidad de sí. Apenas se vale de las palabras, y ello explica la inexistencia en él de lo que se llama un estilo. Su obra no está hecha en el ademán de acercarse a enseñar a los hombres: es, por el contrario, un gesto de autoperfeccionamiento, indagado en la promiscuidad más heterogénea de materiales. Sus libros son seres vivos, jirones y desgarraduras de una travesía humana, con irrigación sanguínea y un metabolismo anímico y pasional, coyunturas de pensar y sentir, afirmaciones y dudas, remordimientos intelectuales. Son más que libros verdaderas experiencias vitales, con instintos potentes y deleitosas satisfacciones. Da la impresión de que nunca se ha propuesto escribir un libro; lo encontramos sápido, siempre más allá de esas colecciones de pensamientos muertos y disecados. Los libros de Fernando González se nos presentan como la crónica natural de la odisea íntima que los ha ido aluvialmente enriqueciendo ni imaginaria ni estudiada, sino verdaderamente.

Es esta la razón por la cual de su obra hay que descartar el principio de contradicción. Lo vital tiene una lógica distinta. Su obra es el ejercicio de la más absoluta libertad interior. Es libre hasta de la idea de la libertad, naturalmente; es un ir diciendo sus pensamientos desatado de la consideración de lo que no son ellos mismos: de la opinión de los demás, de sus propios conceptos anteriores. Es él un espíritu que se va transformando ajeno a la obsesión de su camino ya vivido, como el solitario en quien la libertad ha alcanzado esa dimensión ininterrumpida de una función biológica. Increíblemente absorto a profundidad en su objeto, soberanamente desentendido de todo lo demás. Pero si el autor se sitúa hasta tal punto en un lugar fuera de lo existencial, en un mundo de puras direcciones y de puros fenómenos, nada más extemporáneo ante él que la noción de lo injusto: cuando Fernando González toma un personaje, quiere depurar de sus rasgos las líneas inesenciales, para con su vena de aguafuertista engarzar lo típico psicológico y humano. Sus análisis se tornan lo central y sus personajes marginales. Es el experimento del psicólogo que, para definir una situación, toma las aristas más evolucionadas y las lleva hasta la que sería su natural y última culminación, supliendo con este pulsar la dinámica de lo psicológico, el camino que un fenómeno no alcanzó a recorrer debidamente.

Una cultura propia

La proeza de Fernando González es la de un hombre que se saca los dos extraños que el mundo le ha entregado: sabe que para expresar ese ser íntimo e individual que se llama la persona, es necesario, como en la parábola evangélica, sufrir gozosamente muchas amputaciones; las de cuantos instrumentos deformadores nos hayan sido dados ya para facilitar la vida por el mundo que nos precedió y entre cuyas imposiciones estamos emboscados. El quiere la emancipación de todo lo extrínseco que enajena nuestra autenticidad, como quien el primer día se desnuda y rompe con todos los cartabones del ambiente, da espaldas a la humanidad en un acto inicial de libertad y afirmación y emprende solo —con instrumentos y herramientas propias, en las naves propias de sus originales vivencias e intuiciones— esa larga travesía hacia lo real circundante que el hombre medio ha encontrado acortada y facilitada por todas las formas culturales recibidas por las presiones del ambiente. Una empresa de auténtica y soberana locura, si la locura es en el más estricto sentido una tentación de pavorosa lucidez, romper sus lazos con el mundo y quedarse solo, en la ocupación de fabricarse un mundo para sí. Es la pasión de mirar al mundo con mirada propia, aunque la jornada hacia el objeto resulte más larga y fatigosa; la pasión de desentrañar por propio esfuerzo lo que se revela tan claro encuentro a otros que no padecieron los deliquios de la búsqueda tortuosa. Sacar a la luz hasta la idea de Dios de las profundidades de sí mismo, en comprobación de aquella ardua introspección agustiniana. Por eso, hasta las ideas más usuales adquieren en él una inusitada profundidad, un brillo desconocido, esa frescura de los renacimientos: es una faena de apropiación de cuanto existe, puesto que hasta las ideas conocidas tienen que volver a nacer, en un proceso de revisión en que muchas, y aspectos de las restantes, naufragan. Las ideas no son de quien las encuentra, sino del que las ha buscado nocturnamente; es el verdadero sentido de la originalidad. El de Fernando González es un mundo absolutamente original; suyo, reveladoramente suyo ese afán “diabólico” de reconstruir el mundo, de ir dándolo a la luz en un viacrucis de sacudimientos intelectuales. ¿No se tendrá a esta altura y hecha la odisea de estas adivinaciones interiores, el primer plano de sí mismo y de la autenticidad?

Un hombre que esto compruebe en el mundo de la pura meditación, no podrá perdonar a otro el desentendimiento de sí: no podrá prohijar mi bendecir este acto de pobreza interior de todo hombre que recibe, para apropiárselas y nutrirse gozosamente de ellas, todas las elaboraciones intelectuales que, miradas así, aparecen como cristalizaciones uniformes. Que un ser cambie sus propias posibilidades de reverdecimiento interior por las disecaciones estereotipadas que recibe, no puede ser entendido desde los profundos abismos de esta filosofía. De ahí también que Fernando González se pasme como ante el milagro cuando un hombre se presenta a sus ojos autor de sus propias manifestaciones, señor y dueño, fuente de todos sus actos. Es para él el espectáculo de la vida y de lo vivido, de la energía promisoria. De este amor a la energía se pasa al de todas sus manifestaciones: la energía física, la potencia vital, la fuerza en cuanto encierra en sí una posibilidad creadora, siquiera un espejismo de conducta auténtica, de afirmación personal.

Impulsado por este amor a la posibilidad creadora es como Fernando González salta de la consideración de lo espiritual al amor por las plenitudes orgánicas, por las tensiones físicas. Medrosamente huye y se espanta de las languideces que amenazan caducidad. Y a sus finos pliegues de perfección quietista prefiere la erupción corporal o psíquica, el estallido de la sangre, que si careciere de cualquier contenido valioso es al menos anuncio de la vida, rica en posibilidades. No es una subestimación de los valores sumos, sino un desvelo profundo junto a la fuente que los hace posibles. A las almas sonsas y a los genios perfectistas y enervados, triunfo de lo apolíneo. Fernando González prefiere los seres pletóricos, ya bien por cuanto tales solamente, así vayan abrumados de otras groserías y vulgaridades. En su obra debemos ensalzar estos humores imperativos, estas organizaciones endocrinas para la autoafirmación, en fin, todo lo maravillosamente vital, a veces tremendamente insignificante: y ello en una línea continuada que, arrancando de aquel “vulgo errante, municipal y espeso”, de que habla Darío, de las siluetas callejeras de Envigado, va igualmente hasta las esculturas griegas del Partenón y de El Vaticano, milagrosamente reconstruidas por su interpretación. En uno y otro extremo, el escritor alaba la euforia y el triunfo de lo vital. Y, de la misma manera, prefiera las épocas dionisiacas y de exultación a las épocas críticas de la historia, en un contrapunto de vivencia e intelección y en favor moralista, difícilmente accesible en un mundo que se cierra a los elementos de fuera, que se dicta sus propias normas en un plan de férrea autonomía. Ni tampoco rigurosamente la del esteta, así toda una estética pueda ser deducida de estos planteamientos. Detrás de todas estas fluctuaciones cuya marea arroja a menudo sobre su obra las flores y los despojos de lo pintoresco —único anzuelo que llega a morder la curiosidad analfabeta en sus libros—, se albergan las sutiles implicaciones de toda una filosofía, de toda una antropología quizás, con mayor precisión. Démonos buena cuenta de ello; a estas alabanzas de lo desbordado y vital se ha llegado por una línea bien clara y definida de pensamiento. Es una filosofía del sujeto que parte de la urgencia de que cada hombre vuelva a “crear el mundo”, y que se empeña en probar con sus obras que es posible sacarlo de los propios ojos: que él mismo es un mundo. Se trata de una posición bien alejada, por lo demás, de cualquier intelectualismo. Las maravillosas conclusiones intelectuales de Fernando González parten de una vivencia profunda y, sin bordear siquiera las frías asperezas del análisis, con la calidez de la intuición puramente vital, desemboca en conclusiones que es necio querer contradecir con el más riguroso criterio filosófico de escuela. En él, el artista y el pensador hacen un todo inseparable. Así, mirada en detalle, su filosofía de la personalidad resulta un proceso unificado de pensamiento sobre lo humano, no de raíz formal sino existencial, vivencial, a base de experiencias íntimas.

Es la cultura no solo árbol y una misma savia nutre todas sus ramificaciones. Querer desgajarlas puede ser abstracción indispensable del laboratorio cuando no manía del especialista que se ciega a la unidad del hacer humano. En las auroras de los pueblos, cuando comienzan estos a encontrarse a sí mismos, la epopeya florece como la flor más alta, expresándose en una lengua recién nacida, para cantar en sus hexámetros los primeros héroes de una historia propia, de un pueblo que está fraguando su unidad étnica y una clara conciencia nacional. Este inextricable entrelazamiento de manifestaciones heterogéneas del espíritu, no es otra cosa que un fruto de su unidad. Una auténtica premisa es válida como principio general para todo orden de acontecimientos culturales. De ahí que el avance de las ciencias constituya un proceso armónico, de recíprocas resonancias; y que haya una estrecha correspondencia entre la historia de los hechos y la historia de las ideas. Hay un valor político implícito en la teoría de Fernando González: una concepción política de lo histórico fundada en toda una antropología. De ahí un criterio para la apreciación de lo histórico como vida humana desenvuelta en un tiempo más vasto, ya individual, ya colectivo. Su agudo análisis de la vanidad —aquella enajenación de sí al culto de los demás, significativa por tanto de alguna interioridad—, la vanidad como típica dolencia americana, la interpretación de sus causas, hacen parte de su enfoque entre los más originales y profundos que se pueden hacer sobre este problema.

La belleza al servicio de la vida

Fernando González ha fondeado aquel centro de lo vital en que el hombre pulsa la fraternidad de la poesía, del teatro, del pensamiento, de lo picaresco y lo trascendental, la hermandad de todos los géneros literarios: lo psicológico, lo sociológico, lo histórico y político. Cuando alguien logró bucear hasta desdibujar en alguna medida estas fronteras entre manifestaciones literarias, hasta borrar en el encuentro de unas y otras la obsesión de seres mutuamente extraños, todos los días se dilató más la vastedad de su magisterio. Goethe debió indudablemente también a ello la autoridad creciente de su influencia sobre las generaciones que le sucedieron. Son reencuentros con la unidad de la cultura, en los que un hombre reasume todas sus vocaciones y recoge sus materiales dispersos. En Fernando González Belleza y Verdad están por igual al servicio de la vida: como si la prueba de fuego de los valores fuera en su obra la capacidad que revelen para encarnarse en ella, para convertirse en una expresión suya y traducirla. En una autenticidad desde la vida.

Hay un punto qué esclarecer en su manera de concebir las expresiones literarias y artísticas. A su noción de arte es extraña e inadmisible toda forma de expresión de los instintos depresivos, las manifestaciones emocionales de lo negativo y decadente, que pregonan o propician la disolución o aflojamiento de las fuerzas vitales. Tal el poeta que recoge las formas muertas de la vida que no pudo vivir. Es una estética condicionada a postulados de un orden distinto, con una transmutación de valores impuesta por principios de una filosofía pensada con miras a otros objetivos que el arte y la belleza. Una estética donde la vida es el legislador.

La masa es un proyecto

De dónde proviene en Fernando González este enfoque teatral de los fenómenos sociales, es tema curioso no difícil de desentrañar: quizá del desdén que yo creo encontrar en su obra por lo que llamaríamos meramente sociológico. Fernando González entiende lo colectivo solamente como función de personalidad individual. Un pensador que sitúa su filosofía de perfeccionamiento precisamente en las fuerzas íntimas, en los dones más espirituales del alma humana, no puede canonizar este auge desconsiderado de lo social que despersonaliza, que desdibuja lo humano, que lo disuelve en las muchedumbres anónimas, en las masas sin alma, a las que no se puede pedir ninguna vida interior. ¿Podrá perdonar a alguno este filósofo de la interioridad esa falta de una vida interior? Es más: ¿podría, si no fuera sobre su suelo, esperar el cumplimiento de sus deseos e imperativos? Para una filosofía de la superación personal el concepto de lo humano tiene que resistir las más altas tensiones. Si “realiza al hombre que llevas en ti” pudiera ser enunciado como el imperativo indispensable, las cosas se ponen de otro color. Esto que vemos apiñarse en las calles son semillas, vísperas apenas del hombre realizado. Filosofías como ésta buscan propiciar la aparición de la persona, ayudar al individuo a sacudir la corteza dura que lo esconde, a mover guerra a cuanta hojarasca marchita asfixia el fruto amargo y decisivo de lo humano cuajado en sustantivo. La vida de un hombre se revela así como lucha por abandonar el capullo que lo envuelve: una sorprendente aventura en la soledad de sus medios. ¡Cuán extraño encontrar quién realice su misión! Scheller ya había negado que todos los hombres puedan ser llamados persona en el sentido verdadero del término.

Entendemos que Fernando González arranca de este planteamiento y que vive una vida señera, pensando en la soledad. Sin fe en el tumulto, en la comunicación de “todo el mundo”, suma de muchos que no son nada. Cada cual nos quiere para su comedia. Este abandono a los usos y costumbres, a los hábitos mentales, a los prejuicios y opiniones ajenas, nos hace olvidarnos, compartir aquello en que no creemos, nos ata a lo que ciertamente no somos, nos enlaza al torrente de todas las inconsistencias, de todas las mediocridades y las pasiones.

La vida como teatro

Quisiérase o no, una filosofía así nos empuja a un concepto de la vida como representación: Como trama impalpable siempre quiere subsistir a nuestro pesar un poder invisible que agrega alguna realidad, cerrando un anillo que ciñe el camino de nuestra vida. Goethe había escrito que “cree el hombre dirigir su vida, conducirse a sí mismo, y en su interior es irremisiblemente arrastrado hacia su destino”. Este mirar al ser movido en alguna medida por una potencia superior a la fuerza de su voluntad y que no acostumbra tomar en cuenta —paradojalmente visible sí para un extraño, el espectador— he ahí la emoción de lo teatral, connatural a todo el que ha alcanzado una colina desde la cual otear la vida. Es el plano de la contemplación que Fernando González pide cuando exclama: “dadme un punto fuera de la vida y os la explico”. Sólo el teatro puede explicar la vida que vive el hombre. Y este sentido del teatro tenía que sesgar una alta agudeza en quien se obsesiona por la medida en que el hombre puede encaminar él mismo sus rumbos, exigiéndole tomar posesión de sí mismo, autodeterminación de sus actos; pero sabiendo al mismo tiempo cuántas cosas que no son él estará su discípulo condenado a tolerar. Es la amarga sabiduría que un Maestro siempre tiene de que la quintaesencia de su ideal representa una elección inalcanzable a plenitud. Desde un ángulo de pura soledad, lo demás es teatro, pura y escueta representación.

No es otra la fuente de su gracia, de su ironía, del sarcasmo de su obra. Dado secretamente a la travesía de sí mismo, dueño de una elección de perfeccionamiento íntimo que predica inútilmente, maldice, reniega, ríe, ríe sin misericordia de todas las caducidades que lo rodean. Se ríe de sus contemporáneos, de sus costumbres, de sus obsesiones, de sus “jorobas morales”, con un rictus de deliciosa superioridad. Este sinigual precursor de los interiores, profundos castigos del perfeccionamiento individual, sabe que escribe en el aire y que el viento se lleva las palabras, aunque alguna semilla habrá que no muera. Pero ello no importa al solitario. Fernando González es como la plaga sobre el autoconformismo y sobre el filisteismo de sus semejantes. Su misión no es halagar al monedero falso. Sus palabras son correccionales, verdaderos salmos penitenciales. Es como si en esta labor de constructividad puramente esotérica, el hombre tuviera que estar lamentando continuamente la intrusión perturbadora de la realidad, con la que no quisiera contar. Es la contrariedad del hombre que no puede imponer al mundo su propia ley de dominación. Este es el momento en que aun todo relativismo se siente negado por una secreta exigencia espiritual. La verdadera y más trágica tensión de la vida del espíritu está representada en este enfrentamiento de la voluntad y el mundo, entre la verdad y la historia, por el cual la verdad padece las vicisitudes de lo histórico entre cuyas mallas se encuentra aprisionada ineluctablemente. Desde cualquier planteamiento radical y profundo de lo que la vida debe ser tiene que ser sentida dramáticamente la vida como aparece y se da, como es usualmente vivida, en un estropear ininterrumpido de las figuraciones quiméricas. Formular un absoluto es hacer una agonía de toda contradicción. Cuando Fernando González alza los ojos de sus pensamientos, según los cuales el hombre y el espíritu no pueden salvarse sino por una permanente actitud creadora, se encuentra con la realidad en un constante repetir formas externas. El reino de las formas para los ojos de quien exige crear todos los contenidos.

Todo esto que vemos en Fernando González es el complejo mundo de sus problemas. Es su obra un rumoroso bosque de continuas suscitaciones. Si merece ser salvado el primero en un naufragio fantástico, es por la riqueza de sus pensamientos, por la trascendencia de sus ideas, por esto decisivo: porque todas sus palabras tienen hondas raíces en las más auténticas motivaciones espirituales. Escritor con motivos en el sentido psicológico del vocablo, es algo que en Colombia se presenta bien raramente, aun entre los poetas, que parecerían los más obligados a tenerlos. Motivaciones son aquellas voces íntimas que verdaderamente llaman a un hombre, en forma eterna, desde algún lugar, como la zarza que arde sin consumirse, y el escritor camina hacia ellas por su cuartilla de papel. No puede eludir la pasión de realizarse en su búsqueda. Necesita responderse algo, y primeramente a sí mismo, en una dimensión personal del fenómeno creador. Entre nosotros, cuánto escritor sin vida interior, —que si no hubiera la imprenta, ni lectores, que si no existieran editoriales ni periódicos, no volverían a escribir: y que lo hacen en un lenguaje ingrávido, con palabras sonámbulas que por todas partes parecen buscar un pensamiento. Fernando González, al contrario, extraño a la preocupación de un estilo, inclusive a la obsesión de toda forma literaria y de la misma “literatura”, enemigo de ésta, va hilvanando sus páginas con reflexiones de pensador que piensa como los árboles renuevan sus hojas, sin imaginar que hay alguien para quien existe el paisaje, como un verdadero atormentado de todo: por el tema de Dios y por el tema del hombre. Igualmente aguijoneado por todas las excitaciones del mundo, acosado por el asombro, raíz primera de toda filosofía.

González y la Generación del Centenario

Es maravilloso que todo aquel arsenal de direcciones filosóficas se haya ido concentrando en su obra a espaldas de un mundo circundante tan lleno, tan agobiado por otras preocupaciones: Como es sorprendente que el país haya sabido mantenerse tan alegremente desentendido de un hombre a todas luces extraño en su medio, tan vigoroso en su desadaptación creadora. El signo cardinal de su vida y de su pensamiento es la creación, la conquista de nuevos territorios espirituales. Son sus contemporáneos mentes que devanan la rutina de su vivir en previsión de una durabilidad eterna de las tradiciones que heredaron del pasado. Muchos más jóvenes que él no podrían ya vivir, ni prosperar ni soñar, si sospecharan seriamente que muchos de los valores de que se nutren no tendrán una vigencia indefinida y que su desuetud los borrará también a ellos ante los ojos del futuro. La generación del centenario se volcó locuaz sobre el país, empeñada especialmente en mantener con celo la continuidad histórica de los fundamentos culturales en que se asienta la nación. Ella no acrecentó grandemente el patrimonio cultural, sino que se limitó a enlucirlo y a adobarlo. Es cierto que, más que otra cualquiera, la ocupación de la cultura en la historia se revela como extraordinariamente difícil, como el oficio de aquellos que deben saber el partir que sólo unos cuantos avanzarán, y que un número cruel será sacrificado y olvidado. La generación del centenario nunca hizo un serio intento de revisar las premisas de nuestro desenvolvimiento social. Era un mundo confiado, más o menos ingenuamente ufano y seguro. Extravertido, sin profundas cavilaciones, sin una conciencia nítida del desajuste entre las formas del pasado y las necesidades del porvenir: tema irremisible de toda generación. Fue el suyo un pensamiento formalista, en el sentido de que se satisfacía demasiado fácilmente con los meros enunciados, sin examinar las raíces hondas de sus fenómenos. Le faltó autenticidad, ojos propios y buidos, conciencia de sí, desapego a las formas prestadas, confianza en su camino inalienable, propio, pero aunque modesto, recorrido con los propios pasos.

Fernando González en tanto, y en esto sí absolutamente solitario, hizo un recorrido a la inversa. Partía del mismo punto. Pero antes de partir peleó con todo lo que no fuera él mismo, se desató las lujosas sandalias de la cultura importada y emprendió el viaje rabiosamente ansioso de ser él mismo su camino. Introvertido, Fernando González revisa, critica, desentraña. Y a la plácida inconsciencia de las habitualidades ambientes, opone serenamente la reflexión constante. Su reflexibilidad se enlaza a un período crítico de la historia nuestra: es la conciencia de que el orden existente está, como todo orden, avocado a un cambio. Esta actitud crítica no es, ni mucho menos, el signo de una época de firmes realidades, sino de disoluciones, de diseminaciones lentas pero incontenibles; no es fortuito que a un hombre que remonta río arriba la corriente arrolladora de su época, desdeñoso, sarcástico, con disposiciones y actitudes mentales negativas a los ojos de sus conciudadanos, se le inadvierta o se le omita como a un extraño; que todo haya resultado dispuesto como para que ese solitario semejara una nave bloqueada en la espesura de la montaña: como una voz sin ondas propagadoras.

Al escritor colombiano deja Fernando González una lección. Hay la tendencia a captar lo universal de un solo golpe de intuición. Es el optimismo que pretende adueñarse del mundo con una mirada. Lo último que logramos es arribar a nosotros mismos, a la tierra que pisan nuestros pies, encontrar la propia y modesta realidad en que chapucea nuestra vanidosa sed de universalidad. Ello representa una enajenación del esfuerzo intelectual, que entiende lo universal abstractamente, desligado de toda referencia o nexo real con nuestra propia vida concreta, con las condiciones físicas, históricas y sociales que constituyen eso que inescapablemente somos “nosotros”. El localismo es producto de nuestra miopía literaria. Debemos vivir lo universal a través y en función de nosotros mismos. Y ello si queremos hacer una cultura. Y no porque sería muy halagüeño poder haber escrito bellos libros; lo más hermoso de un árbol florecido no son sus flores solamente, sino la fisiología, la vida que las respaldan. Una cultura como un resultado positivo es la labor de obligar a todo hombre a la propia superación.

La obra de Fernando González es un ejemplo de dedicación apasionada a la labor intelectual, a la noble causa del pensamiento. El enseñó que el hombre debe poner en sí mismo todo su talento, ser fiel la responsabilidad de hacer una revolución interior. Su vida constituye la más clara lección de engrandecimiento por la hondura de la labor creadora, por las solas razones de lo que es dado conquistar al espíritu. No importa que con él también se haya pretendido generalizar la conducta insensata que pretende acallar nuestras mejores voces. La compensación de un pensador solitario no es el tributo anónimo ni la consagración pasajera de las muchedumbres; sino aquel goce absoluto del lector que cree descubrir caminos nuevos en las páginas de sus libros. La retribución está en ese joven desconocido, perdido en cualquier lugar de Francia, que Valéry elegía como premio para la cruel hazaña poética de Stéphane Mallarmé. Dilthey decía de los poetas objetivos algo que vale la pena recordar aquí: que, como los monarcas, tienen pocos amigos.

(1959)

Fuente:

Viaje a la presencia de Fernando González (catálogo). José Gabriel Baena (compilador). Contiene textos de Gonzalo Cadavid Uribe, Leonel Estrada, Carlos Jiménez Gómez, Ernesto Ochoa Moreno, Alberto Restrepo González y Marco A. Mejía. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Tres ediciones: marzo de 1994, mayo de 1995 y junio de 1995. Con ilustraciones de Horacio Longas.