Nuestro Fernando González
Por Óscar Hernández Monsalve
—Ese es. Aquella es la cabeza del maestro.
Cualquiera de nosotros dijo la frase. La maravillosa cabeza de Fernando González es algo que no se olvida. Al lado de su noble cabello florecían naranjos y contaba gotas una fuente de bronce. La misma vitalidad de siempre. El maestro no envejece sino que se acerca a la muerte con la más clara naturalidad que pueda imaginarse. Allí estaba, sobre su silla, como uno de aquellos personajes absolutos de William Saroyan. Estaba, como dijera el mismo armenio americano de una criatura suya que murió limpiamente, perfecto.
Yo sé que Fernando González no necesita de ayudas exteriores para vivir. Una visita más o menos no va a agregar una maravilla a su alma. Pero la visita fue hecha con el ánimo de no quedarnos solos nosotros. Después de tanto espíritu menudo ensayando poses torpes de inmortalidad, nada mejor que hundirse en la sabia mansedumbre del extraordinario envigadeño. Además, en mucho asunto es padre nuestro, profesor silencioso de protestas, profeta criollo que empezó a acertar con sus dedos desde que se hizo fotografiar con el índice taladrando la sien derecha.
No sé por qué miraba al gato del filósofo, y le encontraba un hálito pascaliano. Repito, no sé por qué, pero pensaba en el gato, y repetía en mis interiores: Pascal. Luego, recordando también que alguna vez nos encargó conseguirle en París las obras completas de Spinoza (encargo que no cumplimos), relacioné su figura con la de Pablo Picasso y le pregunto:
—¿Usted lo conoce personalmente, maestro?
—No…, ¿al español ese…? No, sé que anda con un loco llamado Dalí, unos bigotes largos y retorcidos, enmelotados. Algo así…
—Tiene usted gran parecido con la cabeza del español ese… ¿No le gusta Picasso?
—Hay mucha comedia en todo eso. Yo no acepto amorosamente sino la verdad. Lo malo o lo bueno, pero la verdad. Son detestables esos hombres que sonríen todo el día y al anochecer se quitan un puente que les maltrata. Esa gente de sombreros redondos, tan honorable, tan decente, tan circunspecta, debe tener mucho que ocultar.
De Picasso derivamos a las verdades suyas. Pasamos por un leve recuerdo de Juan Vicente Gómez. Llegó a las manos infantiles de Fernando González el nombre de Kalinin y luego comenzó a hablar de un hombre “misterioso”:
—Un gran hombre. Es lo mejor que ha producido España.
Unía sus dedos, llamaba hacia sí aquel nimbo especial y de él solo, que llega cuando sus manos quisieran ser dos nuevos labios, y entonaba, como un salmo encantado la palabra.
La espada y el hábito de San Ignacio le absorbían. Desde hace veinte años anda tras la huella del santo, y hoy está ya en posesión del secreto. Lo dicen sus ojos. El maestro tiene al santo de hierro como una vivencia propia, tal como él dice de las experiencias que hacen la vida. Se sumó a Loyola, ya lo respira y le anda por la sangre. Entró en el territorio de sus pertenencias espirituales.
Pero vuelve a salir de sus pensamientos. Se apoya en una alegre escalerilla de humor, y comienza a parearse, otra vez, como siempre lo ha hecho, con las cosas menudas que tiene el existir. Hace chistes buenos a sus buenos amigos. Se ríe del politburó y vuelve a emocionarse, enamorado, con la pelusilla negra que nace en el cogote de los estudiantes jóvenes.
—Eso…, eso que se encrespa detrás de la nuca (recuerdo a un joven en un tranvía), es lo más hermoso que tiene la juventud.
Pasa el tiempo. El agua. Pasa la felpa gris encorvando su espinazo pascaliano. A todos nos dice que nuestras producciones son hermosas.
—Su novela, Manuel, es muy buena.
—Usted, Arturo, ha luchado. Quevedo, cómo está de gordo. No será la conciencia, ¿no?
—Muy hermoso aquel drama suyo, Hernández. Lo recuerdo mucho.
Yo también lo recuerdo y sonrío al hacer memoria de lo que Fernando González me decía en una carta:
“Usted es usted, usted se afirma. Usted es un imaginero. Imagineros eran Dante y Miguel Ángel…”. Yo me sentía con alas.
Nos íbamos y comencé a sentir vergüenza de esta vejez de treinta años frente a ese adolescente sexagenario. Con una sonrisa (también me aprieta un poco el puente) dije un sincero: “Hasta pronto, maestro”. Y adentro, allá donde crecen el absurdo y el ridículo, hablé con cierta seriedad:
—Adiós, Pascal.
Fuente:
Hernández Monsalve, Óscar. El día domingo. Ediciones La Tertulia, vol. 4, Imprenta Departamental de Antioquia, prólogo y edición a cargo de Manuel Mejía Vallejo, Medellín, diciembre de 1962, p.p.: 92 – 95.