“En las dictaduras no florece
ninguna cosa”, dice Fernando González
Cuando Hitler no hubo nada,
menos bajo Stalin y Franco
está acabando con todo.
Rojas, un despilfarrador.
Por Óscar Hernández Monsalve
Fernando González, uno de los más valiosos hombres de nuestro continente, olvidado por una generación, dizque porque en sus obras hay muchas “palabras feas”. Lo que piensa el genial envigadeño sobre la situación literaria y política de Colombia. Una entrevista cerca de los naranjos, de su casa y de su gato plomizo, Manuel. Un Micifú que casi habla y que come, en la mano del filósofo, leche con bizcocho.
“No vuelvo a salir de Colombia porque el mundo se está pareciendo todo a Medellín. La última vez que fui a Bilbao no encontré una persona que caminara distinto. Todos andan del mismo modo. Franco está acabando con España, y con la dignidad de sus escritores”. Sus conceptos sobre Picasso, Salvador Dalí y Jean Paul Sartre. De Madrid dice que es una ciudad falsa, que es “una choricería”.
Hace muchos años, cuando yo empezaba en la literatura, oía decir:
—Es un viejo grosero.
Otra voz intentaba corear:
—¡Qué horror! ¡Hasta “la grande” la dice en sus libros!
Por ese tiempo yo trabajaba en “El Sol”, un diario que salía milagrosamente cada amanecer, y veía un artículo corto pero cargado de personalidad, que se llamaba “Ex Libris”. Ese artículo, lo mejor del periódico, lo escribía Fernando González. Leyendo aquella prosa seca, espinosa, sabia, imaginaba uno que el autor debía ser un hombre igual a sus terribles cláusulas. Algo así como un cruzado, como un hombre moderno, con la cara atravesada por un tajo de furia. Se adivinaba un ceño de hierro, unos ojos metálicos agujereando el rodillo de la máquina que producía el diario Ex Libris.
El filósofo envigadeño llevaba muchos años de trabajo con el alfabeto, muchas “grandes” había enviado a las imprentas nacionales, y la sonora palabreja se había convertido en ultramarina al llegar a las prensas francesas en donde pudo saborearla en su justo valor el hombre que tradujo a González. Pero mi curiosidad no era mucha en aquella época y seguí mis humildes labores entre la tinta y los papeles. Algún día se filtró en mí el virus aquel de la literatura, escribí un drama, lo leí a varios amigos, y todos encontraron defectos, grandes fallas técnicas, escaso valor. Pero yo intuía algo bueno en esas treinta páginas que me habían costado tiempo y esfuerzo. Recordé al hombre de Ex Libris. Hice memoria de aquellas sonoras palabras que dedicaba a algunos prohombres nacionales, y lo busqué.
Primero me mostraron su rostro en la tapa de su revista “Antioquia”. Leí algunas cosas de aquellas publicaciones, y descubrí algo nuevo, valiente, distinto. En aquellas páginas terminaba el tabú de muchas cosas, de muchas personas. Los intocados eran abofeteados en las páginas. Los respetables exhibían crápulas, llagas morales, y se desvanecía la aureola de intocables de que los había revestido el perdón y el olvido populares. Ministros, presidentes, ex mandatarios, eran la salsa para aquella publicación acusadora. Quien entraba a uno de sus capítulos podía considerarse descubierto. El mismo país quedaba en cueros al soportar esa feroz desvestida a que lo sometía Fernando González.
Pero lo hallé. Lo encontré sentado en su oficina. Solo, pensando, como siempre, sus maravillosas teorías, sus gruesas palabras. No había tal ogro. Su rostro era plácido, sereno. Los ojos estaban cargados de bondad, sometidos a un ejercicio de santidad que la gente tildaba como grosería. Por esos tiempos, el maestro ya comenzaba a poner su mano en el pabellón de la oreja para recibir las conversaciones. No oía bien, pero hablaba maravillosamente, como lo hace hoy. Se hablaba mal de “Mi Compadre”. ¿Cómo entender que un hombre libre escribiera a Juan Vicente Gómez? González lo entendía.
Alguna vez dijo:
—Necesitamos un hombre, y Colombia no lo tiene. En Venezuela hay uno. El brujo de los Andes.
Fue por él, lo conoció, y escribió un libro maravilloso. Si algo queda grande de la memoria del dictador venezolano, son algunas carreteras, pero antes, lo que dijo de él el genio antioqueño. Lo demás fueron tonterías de gente tropical. Arrogancias que se olvidan después de odiarlas medianamente.
En aquellas conversaciones que sostuve hace años con Femando González, no pude ubicarlo en las filas conocidas que se hacían en el país. No tenía cédula en el comunismo, no estaba afiliado al liberalismo, ni el conservatismo le agradaba mucho. ¿Cuál era su camino? Tardé mucho tiempo en darme cuenta que es posible (y mucho mejor) estar fuera de todas esas cosas, como lo está haciendo el filósofo. La posición del maestro es una, que la enuncia en pocas palabras:
—Hay que estar enamorado.
—¿De qué?
—De esto. Del universo, del excremento de los cucarrones y del mármol más blanco. Somos una grande y única cosa. Hay que amar algo o todo, furiosamente, con sacrificio. Si a mí me gustan los versos de alguien, por ejemplo, me voy por ellos a pie, hasta Bogotá. Esto es lo que la gente no logra entender. Las vivencias. Estar unido a las cosas no por un concepto sino por la vida misma, por nuestra respiración. Cuando yo hablo de San Ignacio de Loyola es porque es ya en mí una presencia, no porque tenga noticias que es un santo y que fue un gran hombre. Por eso, los políticos andan perdidos. Se afilian a una ideología como el que entra a una escuela, y supone que ya hace parte de todo, cuando apenas ha comenzado a aprender. “Ya es lo que quiere ser”. Pero lo es en una forma nominal. Está en la lista nada más. Pero de verdad no es nada. No tiene la “presencia”.
Perdí muchos años de vista al maestro Fernando González. Todos lo olvidamos sin saberse por qué. Estábamos muy atareados puliendo nuestras pequeñeces personales y a lo mejor pensábamos hacer algo que cubriera de sombra la extraordinaria obra del filósofo. Sea porque nos convencimos de que sus cosas son de un gran tamaño artístico o porque comenzamos a enamorarnos de algo, regresamos a su conversación, volvimos del olvido a su sonrisa y empezamos a respirar en paz. Hicimos un buen trecho solo, abandonado, y de repente comenzamos a sentir que Fernando González era el dueño de extraños combustibles para continuar nuestro viaje. Lo cierto es que, una tarde, después de cruzar frente a las moradas de los ricachos antioqueños, de ojear entre arboledas la pesada esbeltez de un castillo medieval con torres rojas, estuvimos en el corredor de la casa del maestro. Al cruzar el portal, seguía repitiendo interiormente lo que el filósofo había dicho de aquel despreciado dramilla mío: “Me emocionó mucho su drama. Usted carece de vanidad y es un imaginero”.
No sé por qué, al mirar a Fernando González sobre su silla, lento pero lleno de vida y fuego interior, pensé en esos pulidos y hermosos ciclotrones en cuyo interior se desenvuelve la más terrible batalla: un átomo es perseguido por la furia callada de los rayos desintegradores. Por fuera, nada de explosiones, nada de estrépitos. La descarga hace su tremendo curso y alcanza la pequeñísima parte del universo para pedirla en porciones mucho más allá de lo imaginable. Sereno el maestro, como una hermosa estructura llena de potencias que se oculta en su revestimiento exterior.
—Adelante.
Su mano franca se extendió hacia nosotros. No sabíamos por dónde empezar, y él mismo dio comienzo:
—¡Pero hombre! ¡Si usted es Hernández! Deje… deje yo me acuerdo… Sí, hace muchos años hablábamos en mi oficina. ¿Siguió escribiendo?
—Un poco.
—Muy bueno, hay que crear. Hay que crear…
Nos sentamos a unos metros de la fuente de bronce que contaba lentamente sus gotas. Naranjos enanos crecían en el prado inmediato. La presencia del maestro sosegaba las plantas. El viento es allí moderado pero constante. No despeina las ramas, no silba por los corredores sino que se cuela mansamente por los rincones. Fernando González, casi entrando en un trance mental, dijo:
—Está mal Colombia. Muy estéril, muy seca. Ya la gente no se enamora. No cree en las cosas, en las buenas y en las malas. Estamos muy chiquitos. A los jóvenes no les ayuda nadie.
—¿Piensa volver a Europa, maestro?
—No, no pienso moverme de aquí.
—¿Cansado?
—Otra cosa. Es que… la última vez que estuve en el exterior, en España, vi que todo se parecía mucho a Medellín. La gente de Bilbao camina toda de la misma manera. No hay de aquellas personas que vi hace muchos años. Una de las mujeres que figuraba en mis libros, marsellesa, estaba fea, vieja, acabada. Vivía en un lugar que todavía tiene los rastros de los bombardeos. La vida es otra. Se ha vuelto uniforme, sin sabor. Creo que no salgo más de aquí.
—¿Sigue creyendo en Dios, maestro?
—¡Claro que sí! ¡Cómo voy a dejar de hacerlo!
—¿Cómo le parece el avance del comunismo?
—Yo no creo en esos avances, tal como se hacen. Ahora recuerdo que en la enciclopedia filosófica soviética figura Stalin como el máximo descubridor de la verdad.
—Ya arrancaron esa hoja, anotamos. La purgaron.
—¡Ah… sí! Entonces el que debe estar escribiendo filosofía es Nikita. No me gusta nada ese hombre. Come mucho, gasta mucho, bebe mucho. Además, es igualito a Domingo Ochoa, uno de Salgar que me prestó cuatro mil pesos para acabar esta casa. Recuerdo que me decía: Me hace mucho daño fumar. Yo pensaba, y alguna vez le dije: Fume, hombre, que eso es muy bueno… Y si se moría Domingo, pues no tenía que pagarle la plata.
El maestro ríe de buena gana al recordar la posible angina tabacal de Domingo Ochoa recomendada por él, y mira las vigas de su casa campestre en la cual anda diluido el préstamo del hombre que se parece a Nikita. Luego, habla más del comunismo:
—Todo es muy cruel, y eso no está bien. Si el comunismo triunfa vamos a sufrir mucho socialmente. Hay que colgar a tantos…, a nosotros mismos van a matarnos. Ya estamos viciados a esta vida de ambiente capitalista.
—Pero, terció uno de los visitantes, el mundo se inclina al socialismo.
—Yo no contradigo esto. Pero tengo otras ideas. No hay tal cosa de que la base de la existencia, del vivir, sea la economía. Hay otras cosas difíciles de entender, pero que están muy claras. El enamorarse. Economía es todo. Antes de que fuéramos con orejas y narices, cuando los mares se secaron y fuimos peces, nos convertimos en grandes lagartos para poder arrastrarnos. Esa era la economía, la economía biológica. Pero aquello del peso, de las monedas… No, eso no es así. Hay que ir mucho más allá, somos una sola cosa, esto que vemos es una perfecta unidad.
El amigo de antes volvió con su baza:
—Pero ya la gente entiende que el futuro está en otras posiciones y se va sumando.
—Se va sumando, dice Fernando González, en la medida en que hay cosas para repartir. Cuando el comunismo tenga mucho para dar, habrá mayoría en todas partes. Aquí nadie es comunista.
—Sí, hay gente que ha luchado desde hace muchos años…
—Le irá bien en el negocio… ¿No dicen que todo es economía?
El maestro enciende otro cigarrillo. Fuma como un párvulo que estrena vicio. Tiene una salud de hierro. Mientras gasta su cigarrillo, comienza a contar algo:
—Son muy bobitos… Aquí estuvo una vez un jefe comunista colombiano y un ministro conservador llegó a los pocos minutos. Como en un juego de escondite, el jefe rojo se fue a un cuarto que tengo en mi casa, aislado. No quería contaminarse. Yo me tuve que poner de intermediario, y le dije al jefe marxista: Pero hombre, por qué le choca estar con Ma (…) [ilegible]. Es un buen tipo… (…) [ilegible] un whisky muy bueno (…) [ilegible] camine, no sea bobito. Pero el hombre no cedió y se fue con unas señoras. Si empiezan por negar, ¿a dónde pueden parar?
Dejamos el tema político de lado. Fernando González habló mucho sobre la situación nacional y universal. Se quejó de la falta de amor, de la escasez de entendimiento en las gentes que crecen. Colombia le pareció más árida que nunca y la juventud menos prometedora que siempre.
—¿Los poetas? No me haga esas preguntas.
—¿Recuerda usted lo que dijo Ortega y Gasset de su obra?
—Algo supe. Arciniegas publicó no sé qué sobre eso, pero una vez le dije que era un “patón” y no volvió a publicar una sola palabra.
Fernando González ríe de buena gana al recordar el desagrado de Arciniegas cuando le recordaron el número de sus zapatos. Le preguntamos por los escritores nacionales, y responde:
—Recuerdo que Balzac dijo una vez a Gourmont, cuando éste le llevó, tímidamente, uno de sus primeros escritos: Este es mi consejo:
Pero antes, el maestro anota: ¿Usted recuerda en Europa esas avenidas sembradas de matas de plátano que arreglan muy bien? Bueno, Balzac dijo a Gourmont: Cuando sea capaz de describir uno de esos árboles de manera que continúe siendo el mismo árbol hermano de los otros, pero completamente solo, con sus características “personales”, podrá usted escribir. No se trata de enunciar la idea: árbol, perro, hombre. Hay un árbol especial que es ése. Hay un perro definitivo que es mi perro, hay un hombre que es único, Oscar Hernández o Marañas, algo que no se volverá a repetir. Un hombre es un genio. Todo hombre es una maravilla que no se ha descubierto y no ha mostrado ante sí y ante los demás sus grandes misterios y sus bellezas. No es el perro, ni es el hombre ni es el árbol; es cada cosa que tiene su nombre, su ámbito, su vida propia y especial. Eso de generalizar es para los bobos.
—¿Quiere una naranja, maestro?
No responde, coloca el dedo sobre su amplia entrada, encima de la frente, y continúa hilando uno de sus pensamientos, mientras el gato, con su seco color gris crudo, cerca de la visita. Nadie quiso naranjas. El tema político volvió a florecer en los labios de Fernando González:
—Esta Colombia… Ese Rojas es un bobo, una cocinera, y muchos de los que le rodeaban unos idiotas. Una vez en Bilbao…
La historia es interesante. Los personajes son: San Ignacio de Loyola, Rojas pinilla, una delegación de decenas de personas, y Fernando González.
—¿Qué pasó en Bilbao?
—Cuando el centenario de Loyola, Colombia fue el único país que envió una delegación especial a los actos conmemorativos. Se votó una partida de doscientos mil pesos para que la gente fuera hasta el lugar de las ceremonias. Yo fui al hotel a esperar al jefe, un hombre que trabajaba en un banco, y llevé un carrito que había comprado, con el ánimo de sacarlo a pasear o de prestárselo. Pero en el día fijado no llegó. Fui al otro día, esperé, y llegó muy tarde. Había un ministrico español o no sé qué, un gobernador, y el hombre aquel que había enviado Colombia no me reconoció minutos después. ¡Vaya al carajo!, me dije, y no volví.
—¿Qué más pasó?
—Ahora viene lo que pasó. La gente de la delegación, cuando llegó, era ya tarde, los discursos habían comenzado. Y nuestra delegación comenzó a irse, sin asistir al centenario. Que tienen que ir a Roma… a Florencia… a pasear. Nada de centenario. Eso no les interesaba un comino. Ocurrieron muchas cosas por el estilo.
—¿Como cuáles?
—Algunas dan risa. Cierta vez me enviaron un cable que costó dos mil pesos.
— ¿Una carta, entonces?
—Algo más. Un editorial de Calibán y la respuesta de Rojas. Y eso lo hicieron por todo el mundo. ¡Imagínese cuánto gastarían! Se podía mandar por avión a un costo de veinte o treinta centavos. ¡Dilapidadores!
—¿Estuvo en Madrid?
—Sí.
—¿Qué tal?
—¡Una choricería! Las ciudades españolas las ha perdido Franco, es un estúpido que explota esa vanidad hispánica y la alimenta. ¿Que nos morimos de hambre? No importa, ¡somos españoles!
—Pero, el pueblo es valioso.
—Todos los pueblos son valiosos. Hay gentes en Castilla que tienen misterio y que están vivos. Pero en las ciudades está el falso decorado, los hombres falsos. Mucha estafa para los visitantes, mucha porquería.
—¿Qué tal la literatura española?
—No hay nada. Con decir que un Camilo José Cela es el mejor escritor. Franco los ha pervertido a todos. Está acabando con España. En las dictaduras no florece ninguna cosa. Cuando Hitler no hubo nada, cuando Stalin, menos, y con Franco sí que es verdad.
—¿Le gusta Picasso?
—No mucho. Al final son unos hombres con siete u ocho mujeres. Mucha pose y mucha mentira. Lo mismo que ese otro bigotudo andaluz.
—¿Dalí?
—Ese mismo. Es un bobito.
—¿Qué opinión tiene de Sartre?
El filósofo hace una mueca de desagrado para referirse al gran pensador francés, y comienza su respuesta:
—Primero sus libros de filosofía, después sus novelas, una de las cuales leí y me pareció asquerosa. La Náusea. Después, el comunismo y unas novelitas muy sucias.
—Es un gran pensador, un pensador lleno de novedades, le decimos.
—Me gusta de él únicamente El Ser y la Nada. Lo demás, dramitas, argumentos de cine y esas novelitas…
De Francia pasamos a Envigado, tierra del filósofo. Nos habla de Uribe Ángel y de Marañas, un personaje metido en la historia de Antioquia. El recuerdo de Marañas lo une al de los ricos del departamento y cuenta algo de aquellos tiempos.
—Alguna vez dijeron a Marañas, que era un genio matemático para contar corozos: ¿Cuántos corozos hay aquí? El hombre los cogió en la mano, jugando a los pares y nones con Uribe Ángel, y exclamaba: noventa y ocho… pero inmediatamente agregaba: me equivoqué en dos, y la cuenta era perfecta; había noventa y seis corozos. Uribe Ángel salía siempre “pelado” de aquellas lides.
—Usted, maestro, ¿recuerda la muerte de Marañas y sus famosos dichos?
—Claro. El decía siempre, para todo: “No hay seguridad… No hay seguridad”. Cuando estaba agonizando en el hospital, una hermana de la caridad se acercó para decirle: Usted está muy mal, ¿le ponemos los Santos Óleos? Marañas repuso: Sí hermana, póngamelos todos que no hay seguridad… no hay seguridad… Tenía sus valores Marañas. Cierta vez le preguntó un señor quién le había dado un billete de diez pesos y mencionó el nombre de un potentado como dispensador de tal generosidad. Pero tuvo que agregar: Ni modo de culparlo…
Con eso comprobó el maestro González su tesis: cada hombre es un genio, una maravilla sin descubrir. El mismo Marañas, gente de pueblo, humilde exterior e interiormente, tenía sus grandes cosas. Marañas, al decir de Fernando González, tenía la “presencia” de los corozos. Noventa y ocho… me equivoqué en dos…
—¿Cómo se llama el gato?
—Manuel. Casi habla. Cuando mi hijo viene por la noche, le va a encontrar hasta la puerta de la casa que está a unos cien metros. De noche llega hasta mi cama y allí le doy leche con bizcocho. Anoche (los ojos del maestro se abren con su luminosa expresión profética) estaba en celo, no apareció por ninguna parte. Pero por la mañana ya estaba tranquilo y le di el desayuno.
Manuel es un gato con algo de persa. Parece forrado en plomo seco y tiene cerca de dos años. Está siempre cerca del maestro, cuando no está en celo, y atiende las visitas. En otro artículo que escribí sobre Fernando González, dije que la presencia de este gato me hacía recordar la palabra Pascal, pero ahora es distinto. Ya no recuerdo palabra alguna. Ahora es un gato simplemente, un animal amoroso y serio, como su dueño, que come bizcocho humedecido en leche. No hay nada de Pascal, es solamente el gato de Fernando González.
El maestro va a publicar un libro. Una editorial antioqueña está encargada del trabajo.
—No podrán quitar una sola palabra de lo que he escrito. Por eso lo hago con mi dinero. Todo lo que escribí quedará tal como está.
—¿Cómo se llama el libro?
Comienza a hablar emocionadamente de su libro, mientras reprocha a ciertos visitantes que le elogian por su “Viaje a pie”:
—¿Cómo se les ocurre felicitarme por algo que ya no es mío, que escribí hace cuarenta años? Si a un carpintero le dicen que hacía bonitas mesas, le ofenden gravemente. Mi mejor libro no es ninguno de los que he escrito. Mi mejor libro lo estoy haciendo siempre. Es muy peligroso triunfar con el primer libro, porque se pierde completamente la libertad.
—¿Por qué?
—Porque ya nos han dicho: De este modo está bien. Tiene que escribir de esta manera si quiere que las cosas le salgan bien. Así, ya ha quedado preso en su victoria. No podrá salirse de allí, porque si hace otra cosa, le van a decir los zoilos y los demás: Perdió el estilo, lo que hizo es muy bueno, pero esto no nos gusta. ¡Al diablo con todo eso, siempre hay que buscar un nuevo camino!
—¿Qué hay de su San Ignacio?
—Nada. Por ahora no pienso publicarlo.
Minutos antes, cuando el maestro González hablaba con nosotros sobre escritores y poetas, llegó a la mesa el tema de Pablo Neruda, unido al de la situación política y a los hombres que se matriculaban en uno u otro bando.
¿No le agrada Neruda?
—Nada, es un gran poeta, pero es un prostituto. Escribe sobre una cosa que le han dicho, le han quitado la libertad, ya no puede tener caminos. Además, los de su partido le dan cosas, muchas cosas. Eso no me huele bien…
—¿Sigue usted siendo un anarquista?
—Sí, es lo que más me gusta. Hay cosas muy distintas al dinero, a la economía, a la planificación. Pero estas cosas hay que entenderlas en un cuarto, solos, encerrados.
—Los alimentos, maestro… Los nuestros y los ajenos…
El filósofo vuelve a ser el ángel de otros minutos, deja sus sonrisas y pone el dedo en la cabeza…
—No crea mucho en eso, Hernández… No crea mucho. Esos son enredos de índole social estrictamente, el hombre de verdad es algo distinto. Y el hambre no es tan mala cosa… Además, hay muchas guayabas por ahí, en las mangas… Lo importante es “la presencia”, la presencia del sufrimiento. En medio de la holgura no se ha hecho nunca nada valioso. Dicen que se precisa tranquilidad económica, pero no hay tal. Recuerde a Shakespeare, a Cervantes.
Y claro que lo recordamos. ¿Cómo olvidar que a don Miguel un famoso rey lo hizo encarcelar por deudas? ¿Cómo olvidar tanta vicisitud amarga en la carne don Alfonso el bueno? ¿Cómo olvidar el desgano nacional para un valor Universal como el de Fernando González? No es posible hacer la vista y el oído gordos frente a las necias palabras de los beatos de todos los colores que, cuando se les habla de la publicación de las obras completas del maestro, exclaman con un miedo de comadres:
¡Ah… no! ¡Dice muchas palabras feas!
Fuente:
El Correo, Medellín, viernes 10 de abril de 1959.