Existencia y ser

Este pleito que somos es el único
negocio serio que uno maneja.

F. G.

Por Javier Henao Hidrón

Los interrogantes eternos de la sabiduría: ¿Quién es Dios? ¿Qué es el hombre?, constituyen permanente motivo de interés, búsqueda y angustia en la temática filosófico-vital de Fernando González.

Al contemplar en compañía de Don Benjamín el majestuoso cráter del Nevado del Ruiz —a cinco mil metros sobre sus conciudadanos y sin que nada limite su horizonte— hace una evocación de Afrodita, diosa griega del amor, en procura de ayuda para exponer su metafísica, que por ende no puede ser sino metafísica del amor. Respecto de ella escribe, entonces, en Viaje a pie (1929), lo siguiente:

Somos, querida lectora, metafísicos, y algo poetas debido a la concreción y dureza de nuestras glándulas de treinta años. Quizás en la vejez no quede sino el metafísico. Pero ahora somos amantes aficionados a la filosofía. El amor es para nosotros lo que está detrás de las formas, la médula de lo fenoménico o, para decirlo en forma bárbara, el nóumeno (…) Nosotros no hemos podido llegar a la posición beata de los doctores filósofos para quienes la mujer nada importa. Somos en un noventa y nueve por ciento amantes, y el resto filósofos, pero filósofos del amor. ¡Qué estúpidos e insinceros estos enormes libros, casi siempre en latín, que tratan de la vida, de la esencia de las cosas y no citan el amor! ¿Estos filósofos serios no sabían que la más pura elación espiritual es amor, ya sea religiosa, artística? Se ha creído que el amor es únicamente el amor sexual; pero en verdad esa es la materia bruta de todo lo hermoso y grande (1).

Emocionado ante la contemplación del paisaje que excita su vocación filosófica, exclama:

¡Cuán bella es la vida para el metafísico! Es él quien percibe lo que hay debajo de los fenómenos; el que adivina el hilo madre que sirve de eje para la tela efímera del devenir. ¡Y generalmente se percibe a sí mismo como esencia! Imaginaos una muchacha variada y ricamente vestida. Pues el metafísico es el único para quien ella se desnuda. Los demás, el físico, el matemático, etc., están ocupados en examinar sus vestidos. ¡Nosotros somos los verdaderos amantes de esta muchacha! (2).

Ahí está también el profeta de su futuro: en la vejez no quedará sino el metafísico. Es decir, aquel que contempla “las sombras misteriosas que aparecen más allá del mundo y de sus conceptos limitados”, según había expresado ya en Pensamientos de un viejo.

(En este libro de juventud es sorprendente detectar cómo sus anhelos de enamorado se inclinan por el silencio y la belleza, sobre todo la belleza desarmónica, que es belleza metafísica; y por la posesión de la absoluta libertad, sólo posible con la muerte, “porque entonces se liberta uno de sí mismo”) (3).

Sigamos ese camino, el que conduce hacia la metafísica:

Cuatro años después del Viaje a pie, Fernando González observa, desde Italia, un horizonte nuevo: el de la milenaria Europa. Confiesa que en Génova, donde trabaja como cónsul, acostumbra salir a la ventana de su apartamento, mirar al cielo y llamar a Dios. Quiere tener relaciones divinas. Cuando entra a los templos, permanece parado durante horas contra una columna. ¡Cuán bella y conmovedora esta actitud! Es la época en que busca a Dios, “como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado…”.

Al mismo tiempo considera que su etapa de escritor debiera terminar, ceder el paso… Pero no acierta a saber el cómo daría por terminada, ni de qué modo proceder a reemplazarla. ¿Acaso estará deseando ser un filósofo puro, un teólogo contemplativo? ¿O habrá comprendido, al recordar a Jesús, Sócrates, Gandhi, que escribir es una forma humana de limitarse?

En todo caso afirma: “por mi parte, pasó mi período de escritor y tengo ansias de volar, de darme, pero no encuentro a qué darme(4).

Así, en medio de incertidumbre y ansias divinas, brota de su mente un apotegma. Parece concebido para rectificar el primer principio de la filosofía de Descartes, pero es ante todo un postulado que tiene sentido de ausencia, de irse yendo, de superar el pensamiento y encontrar a Dios en sí mismo:

“NO PIENSO, LUEGO SOY”.

Ese principio constituye el punto de apoyo de su concepción metafísica. Y aunque nacido en 1932 a orillas del mar Mediterráneo —en la época efervescente vivida en Génova— tiene atisbos sorprendentes en Pensamientos de un viejo, dieciséis años atrás. En este libro de juventud, en efecto, al meditar acerca del misterio de la muerte, se califica de escéptico, mas advirtiendo que jamás podrá haber un escéptico verdadero, porque el escepticismo está en el silencio absoluto: “Mientras lleves en tí la vida, estarás repleto de afirmaciones y negaciones”. No obstante, llegará un día en que el pensador experimentará odio hacia sí mismo, lo exasperará el bullicio de su alma, el tormento de la razón, y querrá suprimir el pensamiento…

El desarrollo de la teoría será obra de un largo proceso de maduración.

Dada a conocer en apretada síntesis en las páginas de El Hermafrodita dormido, en la parte dedicada a presentar sus primeras impresiones sobre Italia, surge como un sentimiento obsesivo. La explicación inicial es somera, excesivamente escueta:

Con esto quiero decir que sólo el que es capaz de dominar el pensamiento, es individuo. Se refiere a mi teoría de que el olvido es una facultad que se adquiere en los grados altos de civilización (5).

Sin embargo, en la misma obra sostiene que el fin de la vida es luchar para hacerse consciente. Y que a medida que va elevando su conciencia y adquiriendo mayor conocimiento de sí mismo, el hombre se acerca a la totalidad del Ser.

Por este camino resulta imposible eludir el supremo interrogante. Para obtener una respuesta a la pregunta ¿Quién es Dios?, acude primero a su amigo Lucas Ochoa —su alter ego de aquella época—, quien le contesta: “Es la esencia, lo que no es hecho. Dios no es formal” (6).

Cediendo luego al subjetivismo, en Mi Compadre (1934) entona un canto a las ideas madre y pide a éstas que vengan a sacarlo de las apariencias y conducirlo a Dios. A ese Dios a quien concibe

tan sencillo, tan simple, que cuando lleguemos a él, diremos: ¡Vean, pues, lo que era Dios! ¡Es tan inocente como un niño! Pero si Dios es como los niños, que son bellos aunque no se bañen (7).

Acerca del tema hay también notables intuiciones en El remordimiento (1935) y El maestro de escuela (1941). Y así, al exponer en este último libro su Teoría del conocimiento, distingue entre conocer (familiarizarse con lo fenoménico llamado universo, hasta asimilarlo al “yo”), conciencia (es objetivar lo que conocemos) y razonamiento (expresión de lo conocido por medio de palabras escritas o habladas), tras lo cual sostiene que el culminar del conocimiento es el sentimiento de un sólo ser (Dios). Unión divina; ascenso a Dios. Ahí desaparecen los sentimientos de bien, mal, pecado, dolor y placer, todos los entes morales, entes de la imaginación.

Pero es indudablemente en sus dos últimas obras, las posteriores al consulado en Bilbao y escritas en “Progredere” u Otraparte, en las cuales profundiza y amplía sus ideas respecto del ser y el existente. En ellas emplea distintos nombres para referirse a Dios: es el Ideal, el Ojo Simple, el Ser único, la Intimidad, el Inefable o Padre que sólo existe en los entes, en presencia-ausencia. Por tanto no necesita del pensamiento. No piensa, luego ES.

El hombre, en cambio, es la criatura, el existente. Atormentado como devenir pensante, perturbado por el mundo fisiológico. Enceguecido por los dos ojos: Bien y Mal, Mío y Tuyo. Piensa, luego no es sino que existe.

Por supuesto que la facultad de pensar no es inútil, pues sirve al hombre para desear otra realidad, superior a la que vive. A ella llegará, tras largo y dificultoso camino, en la medida en que sea capaz de hacer innecesaria aquella facultad pensante. Sólo entonces adquirirá la plenitud de la conciencia cósmica.

El hombre es ñudo —síntesis de pasado y futuro—, pleito enredado, un sucediéndose. Tiene vergüenza de ser animal y vive desterrado, como si en algún lugar hubiese cometido un horrible crimen. Atormentado por el remordimiento, es un ser moral. Da la impresión de que no se siente bien en la tierra, de que no es poseedor de ella sino habitante pasajero, impulsado a ceder su puesto.

La vida fenoménica, con todo, es posibilidad: cumplida la misión de cultivar la conciencia, se produce con la “muerte” una liquidación y cada hombre tiene definitivamente la cantidad de conciencia adquirida; ya no existimos sino que somos (8).

Consumidos los instintos y en virtud del remordimiento, el hombre asciende. Depura su espíritu. Se liberta.

El hombre abandona la tierra y se mete dentro de sí mismo a buscar el espíritu, la parte inmutable, la indestructible, aquella que no es el deseo, ni la pasión, ni el pensamiento, aquella que no pueden encadenar ni matar (9).

Por tanto, “a cada progreso se nos hace más odioso el hombre que fuimos, el animal que vamos matando en nosotros” (10).

La vida es representación. Representación de la Perturbación Original, de lo que Adán quiso ser: dios de su mundo. El hombre conoció “el bien” y “el mal” y sólo cuando consiga superarlos y unificarlos —así como a los demás opuestos: dolor y alegría, riqueza y pobreza, belleza y fealdad…— mediante el nacer de nuevo, reconciliándose con ellos, habrá trascendido su yo, glorificado su cuerpo por obra de la Inteligencia. De la Inteligencia en gerundio, que es el entendiendo. El entendiendo-liberando. “Somos el animal que tiene en gerundio la Inteligencia o Espíritu Santo” (11). Por eso la Inteligencia no la conocemos ni es cognoscible; pero es vivible. El secreto está, pues, en que cada uno digiera, padezca y entienda su yo, todo su yo.

En el desarrollo de este proceso moral, Fernando González no menosprecia sino que por el contrario, exalta, la función de la mujer como forma de belleza y deleite espiritual. Sin duda que ella es fuente de tormento pero nos sirve para hacer sacrificios al espíritu y adquirir conocimiento de nuestra nada y posterior destino. Se torna camino hacia el Ser, nos va acercando a Dios.

Como es vida santa condicionada por el estímulo sensual, dicha situación se nos presenta en general con las pasiones. Por eso no hay que huir de ellas sino aprovecharlas. Padecer entendiendo.

Es un proceso de liberación lento, difícil, zigzagueante. Pero el único capaz de conducirnos a la verdad, a participar de la beatitud, una vez cumplida la trilogía agonística formada por los viajes pasional, mental y espiritual. Esto es, después de que el sucediéndose haya trascendido el padeciendo, entendiendo, angustiándose y atisbando la Presencia (12), que por esencia no está sometida a leyes ni a representación.

El hombre cristiano cumple su misión cuando lleva su cruz y Le sigue. El existente como nada, supera por este sendero sus coordenadas del espacio y el tiempo, que se acaban o mueren; elimina el pensamiento (estado de amencia) y puede vivir en el Ser, eternamente.

Eternamente, porque la eternidad es categoría de la Intimidad.

El concepto que la gente tiene de la eternidad, es el de un permanente presente, un no sucederse… La imagen la representa Fernando González por dos trenes a la misma velocidad, siempre así durante toda nuestra vida. Pero la eternidad no puede entenderse por la duración. La verdadera eternidad es la Presencia como esencia, o sea, Dios, vivo en cada hombre. De ahí que éste sea síntesis de eternidad y tiempo.

(Al percibir esa verdad en los últimos años de su vida, se autocalificó de Viajero en la Presencia).

Creado de la nada y, por tanto, nada, el hombre encuentra el reino de Dios, asciende a la categoría de la beatitud, cuando la Presencia o Intimidad vive en él. Habrá entonces cumplido con el precepto dado por Jesucristo a Nicodemus de que es necesario nacer de nuevo (13).

El hombre, el existente, la nada (representación), logra reconciliarse cuando se convierte en Nada con Intimidad. Porque entonces es verdaderamente el Hijo de Dios. Pero ante el peligro de caer en la nada (infierno), es necesario observarse, amente, entendiendo; y glorificar el entendiendo por medio de la cruz.

La disyuntiva es a la vez terrible y llena de esperanza:

“Somos posibilidad de nada o de dioses” (14).

Tal es el marco conceptual de la tesis filosófica de Fernando González respecto de la evolución de la existencia humana. Tesis profundamente vivencial e inspirada en un cristianismo renovado; y que, además, es menester entenderla como producto de un largo proceso iniciado con la aparición del Padre Elías y el postulado NO PIENSO, LUEGO SOY. Excluye, por lo tanto, la posibilidad de ser considerada como correspondiente a una etapa específica de pensamiento místico-filosófico, identificada con las postrimerías de su vida.

González es el primer americano —asevera el sacerdote católico, padre Alberto Restrepo— que se empeña en encontrarse viva y personalmente con el Dios cristiano, en una lucha de toda su vida; e insistiendo en la idea: “Es el primero en plantearse como problema radical de América el problema de Dios” (15).

* * *

El propósito central del trabajo de Fernando González en el campo de la metafísica, consistió en elaborar un modo de comunicación que lograra sustituir el mundo ideológico (artificial) del occidente “cristiano”. En este arte nuevo, destinado a trasmitir la desnudez de las presencias, cada uno es al mismo tiempo el viaje y el viajero. O expresando la acción con el empleo de gerundios, es el itinerario que se recorre mediante el padeciendo-entendiendo-siendo.

En el proceso tendiente a hacer de la filosofía una sabiduría (“Retorno al Paraíso o Inocencia), siguió un hilo conductor que sólo después de tres lustros de silencio, logró expresión plena en dos obras estelares: El Libro de los Viajes o de las Presencias (1959) y La Tragicomedia del Padre Elías y Martina la Velera (1962).

De ambas decía que habían sido escritas por la Inteligencia y no por el yo.

En la primera de aquellas obras explicó la teoría de los viajes y las reglas para hacerse viajero guiado como Dante por un maestro (Lucas de Ochoa) y teniendo como ejemplo vivo a Pablo de Tarso, a quien llama el patrono de los viajeros. La principal innovación, en tratándose de reaccionar contra el lenguaje racionalista que toma los conceptos como definitivos, convirtiéndolos en ídolos que producen la quietud (rémoras), consistió en el uso del gerundio, con el que intenta dar a los vocablos una sensación o proyección de “amago de vuelo”, impregnada de una especial connotación en que cada uno va siendo los viajes.

La Tragicomedia…, por haber sido concebida como versión andina de la similar española de Calixto y Melibea, está dedicada en primer término al autor de ésta, Fernando de Rojas y Montalbán. Pero deseoso de reconocer los valores del existencialismo, en el primero tomo incluye también como destinatario al escritor francés Sartre, mientras reserva el segundo para el filósofo alemán Martín Heidegger (16).

Convertido el Padre Elías en cura del pueblito de Entremontes, vivió pasionalmente las hermosas manos de Martina y todo el conflicto causado por las perturbaciones a su huerto Progredere, instigado por la dureza del instinto de propiedad: “lo mío y lo tuyo”. Pero después de suspendido del curato por el arzobispo Marco Tulio (a causa de haber escandalizado en una conferencia dirigida a jóvenes universitarios con la exposición pasional de sus tentaciones, presencias psíquicas o daimones), el Padre Elías, viviendo-entendiendo-glorificando su sacerdocio campesino, trascendió las manos de Martina a quien le regaló el huerto para que se casara con Jovino, el causante de aquellas perturbaciones a la propiedad privada. Y así, poco a poco (agonizando, muriendo y viviendo muerto), logró entender el “suicidio cristiano” y conocer la Inocencia (comprensión de todo en uno), hasta habitar el singular y bello mundo de la Amencia.

El superhombre —aquel personaje nietzscheano que había tratado con desdén en Pensamientos de un viejo, porque no nos hace más felices ni más grandes, y luego creyó encontrar en el Libertador Simón Bolívar—, ahora lo advierte con claridad en el amente. El amente es el superhombre, porque en él se reconcilian la Intimidad y la nada, y se realizan las palabras de Cristo: “Seréis uno solo conmigo; y, cuando todo se haya cumplido, entregaré todo al Padre, y seremos uno solo en El y El en nosotros”.

El amente, que ya no piensa sino que vive, es al mismo tiempo el inteligible y la Inteligencia.

Convencido del fracaso de la metafísica tradicional, entregada por entero a la conceptualización, Fernando González demostró que la metafísica es posible, pero no como concepto, ente de razón, construcción mental, sino como VIDA y proceso dialéctico.

Fue por ese camino —el menos paradójico de todos lo suyos— como consiguió lo que anhelaba: descubrir y conquistar su propio mundo. Poseerse, vivir la paz de su intimidad. Es decir, ser brujo. Más aún: brujo o mago reconciliado, para quien todos los reinos son sagrados.

Para entonces, casi tres décadas después de haber enunciado aquel extraño “No pienso, luego soy”, sobre el que edificara toda una metafísica no conceptual, escribió su mejor autobiografía:

Yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo (¡qué asco la filosofía conceptual!), ni letrado, sino brujo: brujería, el mahatma, el dios, el hijo de Dios. ¡Oh felicidad! (17).

Ciertamente es un pensamiento que trasciende la tarea del novelista, del ensayista o del letrado, y que tiene la virtud de expresar dialécticamente, en forma de viajes, el lenguaje conceptual de la filosofía perenne. Por eso el SER es la Presencia; la Presencia como esencia, categoría de Dios, o sea del Inefable, del Ojo Simple; el hombre, un sucediéndose; la glorificación del hombre por la Intimidad mediante el llevar su cruz, Jesucristo; el Paraíso, participación de la Beatitud (lugar existente antes de nuestro nacimiento y en donde se tenía directamente la Presencia); el infierno, la nada; y el poder del Espíritu Santo en nosotros, la Inteligencia.

De allí deduce una profunda y sencilla verdad; que es cristiano todo el que ame a la Intimidad y la busque y vaya realizándola en cada instante de su vivir; y que cuando se supere el dualismo entre cristianos y católicos, todos seremos COMUNISTAS (unos en todos y todos en uno).

* * *

El núcleo desde donde el autor vierte sus vivencias en La Tragicomedia, se llama Perturbación Original, sin la cual cree que no es posible concebir el espacio-tiempo, ni la mente, ni los entes del mundo mental. “La dialéctica o historia no existiría —dice— sin aquel Paraíso en que están los Arboles de la Vida y del Bien y del Mal”.

(¿Pero cómo entiende el Paraíso? Nos lo revela en el Libro de los Viajes Conviene leer con ritmo lento y suave: “El Paraíso no fue en esta tierra y bajo estos cielos, en estas categorías epacio-temporales. En todo caso, había la presencia de La Intimidad en los cuerpos de Adán y Eva, o sea, eran cuerpos glorificados… Sus almas eran la idea de sus cuerpos glorificados en La Intimidad: veían a Dios.

No había el mismo sucederse, tiempo y espacio, que hay aquí. No había muerte. Otras coordenadas, otro mundo. Y lo mismo eran los elementos, minerales, plantas y animales: ‘Toda la creación espera angustiada la segunda venida del Hijo de Dios’ (Pablo de Tarso). En nada había dolor, placer, bien y mal, sino participación de la beatitud, que es aquiescencia y contentamiento en La Intimidad”. Ibídem, pp. 258 y 259).

Solamente unos cuantos privilegiados han vislumbrado el Paraíso y la Perturbación Original: Moisés, Saulo de Tarso, Soeren Kierkegaard… También tuvo esa sublime intuición el padre Elías, en cuya vida, descripción de su apariencia, logró patentizar los variados instintos: el de reproducción, inducido por las hermosas manos de Martina; el de propiedad o noción absorbente de “lo mío” y “lo tuyo”; el de dominio, mediante el cual el donante busca hacer felices a los otros y, núcleo de todos los anteriores, el instinto de vivir.

Si aquel tema es el fundamental de la metafísica, y accesible sólo para privilegiados, entonces habrá que explicar el porqué se quedaron en mitad del camino, pensadores de la talla de Kant y Fichte, así como aquellos a quienes admiró como sus maestros, Spinoza y Nietzsche. Responde que estos son viajeros conceptuales que casi olieron el Paraíso, pero como en brumas, las brumas de la mente.

De Spinoza dice que no obstante haber subido al Inefable, se quedó en el vacío a causa de que no fue, no pudo hacerse la Perturbación Original. Murió prematuramente, desgastado en el esfuerzo de hallarle explicación “lógica”, “racional” a lo que él llamaba NATURA NATURANTA, o sea, a los mundos estético y mental (Natura Naturans manifestada).

De Kant afirma que fue la culminación del mundo mental, y concluyó con esta tautología, que en su tiempo fue genial deposición del orgullo satánico: El mundo mental es humano; la Mente es racional y no conoce sino la Mente; no están a su alcance o en su jurisdicción EL SER, LA LIBERTAD NI LA ETERNIDAD. Para el filósofo alemán, nada sabemos mentalmente del Ser, ni podemos saberlo, porque el espacio y el tiempo son categorías de la mente humana. De tal manera que la metafísica no se halla al alcance del hombre, pero “del actual hombre, de este sucediéndose racional que somos”, explica el pensador colombiano. (Si la mente endiosa esas limitaciones nacidas del aparecer a los sentidos, los “conceptos” y éstos le sirven tan sólo para construir juicios y razonamientos, los convierte en obstáculo para la realización del proceso dialéctico de conocimiento vivo. Según F.G., los “conceptos” son material para el camino y la mente no es un ente, sino el procedimiento reconciliador de los mundos de cada existiéndose).

De Fichte, continuador de Kant: “Creyó encontrar explicación en el salto del Ser al Aparecer y concluyó con la soberbia ignorancia hindú de Yo igual a Ser; Yo soy El. Cuando, precisamente, el yo es la ausencia de La Presencia, ausencia en presencia. Pero Fichte olió el entendiendo, el Medidor en nosotros. Estuvo cerca: podría decírsele, como en el juego del escondite de los niños: ‘Por ahí humea’ “.

Respecto de Nietzsche, el maestro de su juventud, considera que le faltó ese pasito milagroso y que viene por Gracia, de vivir que Cristo no es OTRO, un “rey externo” que premia y castiga, sino que es nuestra INTIMIDAD (Las Cartas de Ripol, op.cit., pp. 70 y 71). O en términos más explícitos: Que la Inteligencia o Espíritu Santo no es presente, ni pasado, ni futuro, pero se manifiesta en nosotros como entendiendo, en gerundio, de modo que “no lo conocemos ni es cognoscible; es vivible; es lo más íntimo nuestro, lo más cercano, como si fuéramos en Ella, como si fuera nuestra madre quien nos gesta” (La Tragicomedia…, op.cit., t. II, pp. 39 y 40).

Con cuánta deleitación disfrutaba, por lo demás, del lema nietzscheano: “¡Cava hondo, cava hondo! Deja que los oscurantistas digan que debajo está el infierno”.

Ahora, al retornar tras largo silencio a su vida de escritor —que por ningún motivo quiere que sea tarea de publicista—, se sitúa de nuevo en esa línea de pensamiento que alguna vez llamara “la ciencia nueva del espíritu”, a la que pertenecen no solamente Kant, Fichte, Spinoza y Nietzsche sino también Schopenhauer, Freud, Einstein y Bergson, de todos los cuales llegó a decir que eran “hijos de Buda”, porque es al hindú a quien debemos los conocimientos del subconsciente y del superconsciente y la afirmación de que al Espíritu no se llega por todos los caminos… (18).

La idea central consiste en mostrar y demostrar, mediante la narración pasional, mental y espiritual de su propia vida, la manera como va realizando su tragedia individual —porque no puede ser de otro modo—, en pleito constante consigo mismo, cada hombre. Este quiso tener un mundo, ser su dueño y señor, conocer el bien y el mal… y desde entonces vive como un ser pretencioso, tentado, angustiado, insatisfecho y muy avergonzado; tiene vergüenza hasta de su cuerpo. Por eso, colocado en posición de perturbado-perturbador, “inventó (encontró en sí mismo) la de-co-ra-ción; el arte decorativo, todas las artes (ocultarse avergonzado)”.

La vida del hombre y su destino, según Fernando González, serían inexplicables sin el Paraíso y la perturbación en el Paraíso: de allí proceden el árbol del bien y del mal (los dos ojos), el espacio-tiempo, el yo y los otros, el manejo del concepto de culpa (la posición orgullosa y facilista que consiste en buscar siempre un culpable, distinto de uno mismo), y el razonar… Arrojado del Paraíso a un mundo de vanidades, el ser humano debe emprender un largo camino de retorno. El proceso de liberación exige digerir el mundo pasional con la ayuda de La Inteligencia o Espíritu Santo y sustituir el mundo mental, creador de ideologías, por el mundo del entendiendo en el cual el viajero y el viaje son uno mismo, de manera que en ese itinerario dialéctico, originado en el contraste entre Ser y nada, el hombre se convierta en un padeciendo-entendiendo-siendo.

Y como para explicar esos temas trascendentales es preciso utilizar un lenguaje diferente del tradicional, el empleado tanto en el Libro de los Viajes como en La Tragicomedia gira esencialmente en torno del gerundio, forma verbal en la que se apoya para tratar de comunicar la dialéctica pasional-mental y el destino espiritual del hombre. Su uso “ya es de por sí expresión de amago de vuelo fuera de lo conceptual imaginativo…”.

Por eso La Tragicomedia, concebida como segunda versión de aquella española de Calixto y Melibea, es trilogía agonística: el padre Elías amando (primer acto) y el padre Elías agonizando, muriendo y viviendo (tercer acto), de modo que la novela no es narración imaginativa sino experiencia viva, representación del pecado original. Esa novela “es el padre Elías”, patentizado en sus coordenadas espacio temporales y entendiendo.

Como ser histórico, el hombre es un sucediéndose (19). En la medida en que entiende, se va liberando, convirtiéndose en viajero que se identifica con el viaje o proceso de reconciliación. Al final, trascendidos los cuerpos pasionales y mentales, el existente adquiere su estado más alto. Surge entonces el auténtico superhombre: aquel en quien se reconcilian el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, la Intimidad y la nada. (Es el éxtasis de la completa unificación: la vivencia del juicio de identidad).

Por obra del hombre que ha entendido que el último criterio de verdad es Cristo y que luego de áspero proceso ha logrado unificarse con El, la metafísica —la esquiva, abstracta y lejana señora que había querido mantenerse más allá de la realidad humana— habrá podido cumplir su misión.

Para lograr tal propósito y dar una nueva dimensión a los atisbos que como pequeñas colinas emergen de sus libros anteriores, ha sido necesario construir una anti-teoría, a la vez ontológica y existencial y mística, en la cual el “yo” es glorificado por el entendiendo.

Mediante esa forma de conocimiento el autor comunica sus mundos en forma viva y dialéctica. Reconoce, empero, que la palabra es un instrumento inadecuado para expresar ese ir desnudándose, digiriendo su propia nada hasta alcanzar el reino de la Intimidad o presencia infinita; la palabra es adorno engañoso que sirve más bien para esconderse, como medio de defensa… Por eso con sinceridad metafísica y elación poética, expresa a modo de conclusión: “El temblor de las espigas en la brisa matinal es lo único apropiado”.

Durante esos viajes insondables que constituyen el proceso de representación de la vida, el viejo maestro en ningún momento dejó de ser ni temperamental ni sarcástico. A tal punto, que al final se tornó excluyente. De ahí esta frase, rotunda y además irónica:

“Lo demás es paja filosófica-mental…” (20).

Notas:

(1) Viaje a pie, op. cit., pp. 122 y 123. Volver
(2) Ib., p. 123. Volver
(3) Pensamientos de un viejo, op. cit., pp. 76 y 134. Volver
(4) El Hermafrodita dormido, op. cit., p. 44 (Subrayado del texto). Volver
(5) Ib., p. 44. Volver
(6) Ib., p. 8 (Subrayado del texto). Volver
(7) Mi Compadre, op. cit., p. 11. Volver
(8) El Remordimiento, op. cit., pp. 33 – 115. Volver
(9) Ib., p. 154. Volver
(10) Ib., p. 117. Volver
(11) Tragicomedia…, op. cit., t. II, p. 27. Volver
(12) Debido a lo imaginero del idioma español, a la Presencia la llama también Néant, palabra con la cual los franceses entienden el no ser cosa, ninguna cosa, nada objetivo para la imaginación; lo que está en el todo y en cada parte, pero que no es la parte ni el todo (Libro de los viajes…, op. cit., p. 207). Expresiones equivalentes son el Padre, la Intimidad, el Inefable. Pero… “son tartamudeos. La palabra no sirve en esas regiones, y el usarla es impropio” (Ib., p. 65). Volver
(13) Libro de los viajes…, op. cit., p. 142. Volver
(14) Ib., p.233. Volver
(15) RESTREPO GONZÁLEZ, Alberto, “Testigos de mi pueblo” (Fernando González, testigo de la madurez de la fe), Editorial Argemiro Salazar, 1978, p. 23. Volver
(16) Fue sólo en sus últimos años cuando Fernando González descubrió y admiró profundamente al pensador alemán, a juzgar por las palabras de incrédulo que intercala en el Libro de los Viajes: En el librito de Heidegger que me trajeron de Bogotá acerca del ser y de la nada, veo que es conceptual y muy pretencioso (filosofía de “maestro consagrado”). Pero apenas lo he hojeado (Ib., p. 212). Lo de Heidegger es una carta para un libro editado en homenaje a otro “maestro” que cumplió 60 años. Me suena mal eso (Ib., p. 212). Volver
(17) Libro de los Viajes…, op. cit., p. 99. Volver
(18) Los Negroides, op. cit., pp. 88 y 89. Volver
(19) Del mismo modo que Dios es trino: Intimidad (Néant o Padre), Nada (Manifestación o Hijo) y Espíritu Santo (Conciencia de la Intimidad en la nada o creación), el hombre es un sucediéndose trismegisto: Extensión (cuerpo), Intimidad (pensamiento) y Espíritu (Conciencia de la Intimidad). Libro de los Viajes o de las Presencias, op. cit., pp. 316 a 318. Volver
(20) En carta al padre Antonio Restrepo Pérez, 28 de mayo de 1963. Volver

Fuente:

Fernando González, filósofo de la autenticidad. Javier Henao Hidrón. Editorial Marín Vieco Ltda., tercera edición revisada, Medellín, febrero de 1994, capítulo 17, pp. 225 – 239.