¿Leyó García Márquez
a Fernando González?
Por Iván Rodrigo García Palacios
Hace algún tiempo, en otro juego de lecturas, proponía un par de hipótesis descabelladas sobre el origen del contenido metafísico en Borges y García Márquez. Pregunté entonces sobre el último:
“Lo que sea, la hipótesis descabellada* que propongo relaciona aquel viaje a Medellín, su amistad con los artistas antioqueños, la lectura y quizás el encuentro con Fernando González y su obra… ¿Qué pudo haber sucedido desde entonces que García Márquez escribe el cuento ‘Los funerales de la Mamá Grande’, con el que descubre el tono profético (mística y metafísica) y demás elementos que concurren en Cien años de soledad, distinto a todo lo que había escrito hasta entonces?”.
Pues bien, ahora y continuando con ese juego de lecturas (quizás acrítico), me he encontrado con algunos elementos ¿casuales o causales? que conectan, de nuevo, aquel viaje a Medellín, la escritura de “Los funerales de Mamá Grande”, la posible lectura de Mi Simón Bolívar y algunas posibles conexiones de su lectura con Cien años de soledad.
Y ¿por qué hipótesis descabelladas? Para efectos de un principio de método para jugar, digo que las hipótesis descabelladas son aquellas que se hace el lector común cuando empieza a mezclar sus lecturas y encuentra conexiones arbitrarias o reales con algo que ha leído en otra parte o con asuntos de la realidad en general o metafísica y para las cuales no tiene aún la erudición de los teóricos y críticos literarios que, para estos menesteres, ya están equipados de un extenso diccionario atravesado de términos, definiciones y conceptos, la mayor parte de las veces ajenas y extrañas al mortal común y corriente.
En el presente caso, las hipótesis descabelladas tienen que ver con aquella que publiqué en el Literario Dominical el año pasado y que conectaba una posible lectura de alguna obra de Fernando González por parte de Gabriel García Márquez. Con posterioridad y también a sugerencia de Ernesto Ochoa (un lector místico del filósofo de Envigado), se dedujo que ésta podría haber sido Mi Simón Bolívar. El hecho de que García Márquez manifestara un gran amor por la vida y obra del Libertador y le dedicara, mucho después, su obra, El General en su laberinto, hace más plausible tal conexión.
En fin, lo cierto del caso es que, como dice la sabiduría popular: “nada nuevo bajo el sol”, en la literatura, como en la ciencia o en la filosofía o en cualquier actividad humana, existe una conexión trascendente entre las obras de los hombres y ésta será más grande mientras mayor sea el aporte nuevo o novedoso que un autor sintetice en la obra maestra que ha realizado. Y la obra de García Márquez sí que ha sido una obra maestra en la que el lector podrá encontrar todo tipo de conexiones y en la que los teóricos y críticos literarios han hecho, hacen y harán su agosto.
La otra hipótesis tiene que ver con otro aspecto de aquella visita de García Márquez a Medellín a finales de 1960, pero ésa se explica por sí misma, pues al fin y al cabo, lo que aquí se pretende es jugar con la literatura e incitar a los lectores a que también lo hagan.
1. Conexiones con una temporada en Medellín
Conectando con la escritura de “Los funerales de la Mamá Grande” por parte de García Márquez y haciendo un bucle de la imaginación, también dije en aquellas hipótesis descabelladas:
“También es real que en aquellos días conoció e hizo amistad con el grupo de intelectuales y artistas que giraban alrededor de la Librería Aguirre y del mismo Alberto, entre otros: Gonzalo Arango, Arturo Echeverri Mejía”.
Quiero llamar a la atención sobre este encuentro, del que existe, en poder de alguien que no recuerdo, una fotografía instantánea, de las que se usaba tomar en la calle Junín y reclamar luego, en la que aparecen tres jóvenes flacos y desgarbados, dos de ellos encorbatados y de traje claro, uno de bigote negro, y el tercero, melenudo, como se decía entonces y de camisa oscura, ellos eran: Gabriel García Márquez, el de bigote, el otro, Arturo Echeverri Mejía y el tercero, Gonzalo Arango, el melenudo. Fueron pocos los días que permaneció García Márquez en Medellín, era una época de ferviente excitación tanto intelectual como vital, eran los años de gloria del nadaísmo, así como del Café Metropol y otros cuantos lugares donde se charlaba desenfadada pero cultamente en agradable compañía y al calor del aguardiente. Ellos eran jóvenes y debieron compartir sus ideas y su humor, de las primeras; sobre la literatura habida y por haber en Colombia y en el mundo; del segundo, humor teñido de irreverencia hacia la solemnidad ritual de una sociedad provincial pero pretenciosa, a la que se subvertían, con sátiras llenas de cinismo e ironía, precisamente algunos de aquellos muchachos. Son ya parte de la historia literaria los textos y poemas irreverentes publicados entonces por los nadaístas. Algo de aquello debió conectar profundamente en el joven García Márquez.
Y en ese juego de conexiones imaginarias, hay que conectar dos cosas que estaban de moda en Medellín por aquella época, la una, recitar de memoria la “Canción de Sergio Stepansky”, del poeta antioqueño León de Greiff, muy celebrada especialmente en medio de unos cuantos tragos. Pues resulta que en esa canción se notan con especial énfasis las retahílas que el poeta acostumbraba para la melodía y sentido de sus poemas. La otra, era común un juego chistoso entre los muchachos, el que consistía en enumerar en retahíla la mayor cantidad de objetos y asuntos de notoria importancia o celebridad, como componentes de un museo absurdo de la irreverencia, por ejemplo: los zapatos del Judío Errante, el brasier del Seno de Abraham, la otra mitad del medio ambiente, el olor de santidad, la mugre de la ropa sucia lavada en casa, en fin, objetos y asuntos que ridiculizaban tanto las convenciones sociales como lo sagrado y lo profano, quizás en un afán de rebeldía inofensivo pero no inocente.
Y con esas dos modas quiero conectar la escritura de “Los funerales de la Mamá Grande”, que como se dijo, fue escrito después del paso de García Márquez por Medellín y que es el primer cuento o narración en el que su autor usa la retahíla; por supuesto, la retahíla no era patrimonio exclusivo y ya en antiguas literaturas era elemento satírico y humorístico, del que tanto los poetas, como los narradores y el pueblo común se nutrían y divertían. Algo de ello le cobraron algunos críticos literarios con posterioridad, pero eso no importa, ilustro las semejanzas de aquellas dos modas con una cita de “Los funerales de la Mamá Grande”:
“Sólo faltaba entonces la enumeración minuciosa de los bienes morales. Haciendo un esfuerzo supremo —el mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para asegurar el predominio de su especie— la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas monumentales, y con voz dominante y sincera, abandonada a su memoria, dictó al notario la lista de su patrimonio invisible:
La riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de belleza, (…), etc.”.
Una retahíla que continúa y que no es la única del cuento, y que, en un juego libre de lecturas, alguna conexión puede tener, así sea sólo para divertirse en otros niveles de esa lectura… al gusto de cada cual.
2. Un juego de lecturas entre Mi Simón Bolívar y Cien años de soledad
En las líneas finales del cuento “Los funerales de la Mamá Grande” se lee:
“Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia, lección y escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del mundo se quedara sin conocer la noticia de la Mamá Grande, que mañana miércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de los siglos”.
Y lo que siguió fue que él sacó el taburete y se dedicó a la escritura de Cien años de soledad.
Si Gabriel García Márquez leyó con detenimiento Mi Simón Bolívar de Fernando González, luego de su breve visita a Medellín a finales de 1960, se encontró con ideas sobre la escritura como ésta:
“Mi lenguaje será el de mi tierra y de mi gente, el de mi patria. Escribiré como hablo y como pienso, pues la vida del idioma y de las ideas es la del pueblo de cada uno. Se burlan de los modismos de los pueblos débiles, pero imitan los de los pueblos de carácter. ¡Mi pobre patria! Todo lo suyo es despreciado por sus hijos. El sombrero de Aguadas nos tiene que venir de Panamá.”.
O, yendo un poco más allá, ideas metafísicas como ésta:
“Lo que mi mente creó se hizo realidad y existe, pues las cosas primero son y luego existen”.
O, ésta, mucho más filosófica:
“En todo caso, lo evidente es que Lucas y yo sostenemos como un primer principio que el hombre es centro del universo, el cual es alimento para su conciencia”.
En fin, ideas estéticas o metafísicas, o lo que fuera, que bien pudieron tener algún significado o influencia para el joven escritor que buscaba escribir su gran obra, pero cuya influencia es imposible demostrar de manera alguna y que aquí sólo se mencionan como juego de lectura.
Pero como la lectura es eso: juego, este es otro juego, el de las trascendencias textuales y otras relaciones de la literatura y sus obras, juego al que los críticos literarios dan nombres tan académicos y le ponen tanta seriedad que deja de ser juego… pero, eso es asunto ellos.
A mí me gustan más los juegos que sí son juegos, como este que propongo: el de las conexiones posibles o imaginarias, en el que por ejemplo se puede decir que José Arcadio Buendía, el patriarca de Cien años de soledad, en algún momento se parece a Lucas Ochoa, que como bien saben los lectores de Fernando González, siempre fue un buscador de Dios en todo y todos, que puede tener alguna conexión con el José Arcadio Buendía, que en un momento de su vida, aún en el período de la fundación de Macondo y en el tiempo en que Melquíades se instaló allí definitivamente, quiere probar la existencia científica de Dios:
“Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios”.
O, en otras conexiones más elaboradas, como ésta, en la que Mi Simón Bolívar podría jugar como diccionario conceptual para dos de los personajes de Cien años de soledad:
Se dice de Melquíades y sólo tomo esta breve cita, pues el lector interesado deberá completar el retrato del personaje con su propia lectura:
“Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas”.
En conexión, Fernando González define así al hombre sabio:
“Nosotros llamamos sabio al que ha sentido vivir el universo y ha vivido con él”.
Al igual que en el caso anterior, el lector encontrará en su lectura de Mi Simón Bolívar otros elementos e ideas que complementan esta breve definición y mediante las cuales podrá conectar mejor a Melquíades como el hombre sabio.
El otro personaje que traigo a conexión es al coronel Aureliano Buendía, de quien se dice:
“Sólo seis meses después supo Aureliano que el doctor lo había desahuciado como hombre de acción, por ser un sentimental sin porvenir, con un carácter pasivo y una definida vocación solitaria”.
En principio, dice así Fernando González del aspecto dinámico del “hombre de acción” en Mi Simón Bolívar:
“¿Y quién ha sido más hombre de acción, más heroico que los Balboas, que en vértigo de locura desafiaban selvas impenetrables, plagas desconocidas, soledades infinitas, enemigos apenas presentidos; que en unos dieciocho días se abrían trocha desde el Atlántico en busca de un Océano desconocido y de un Eldorado imposible? Y eran dueños de una inmensa humanidad para saciar en ella todas sus ansias”.
Como podrá darse cuenta el lector, el coronel Aureliano Buendía (al igual que otros de los Buendía del árbol genealógico de José Arcadio y Ursula) terminará por conectarse mucho mejor con la definición del “hombre de acción” de Fernando González a medida que pasan las páginas y la existencia de este personaje ya épico en la literatura universal se aproxima a otros aspectos de ese tipo de carácter, en el que están presentes tanto los aspectos reflexivos como los dinámicos, como puede verse en esta otra presentación del coronel:
“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la República.
Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía”.
En fin, sólo un par de ejemplos para insinuar un juego que podría llegar mucho más lejos y más profundamente, pero que aquí apenas quiere insinuarse para que otros también lo jueguen libre, desprevenida y divertidamente. Juego que podría también incluir conexiones con otros autores y obras, como el caso de la rebelión de Ursula y las mujeres de Macondo conectando con la tragedia griega, o con la difamación injustificada de plagio de García Márquez a Rabelais, o las influencias de Faulkner… y un largo etcétera que podría no tener fin, pero sí mucha diversión, hasta el punto de también poder concluir como Cien años de soledad:
“(…) en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Fuente:
Periódico El Colombiano, Literario Dominical , abril 14 de 2002.
* * *
* Nota:
“Hipótesis descabellada”
Por la información biográfica conocida de Gabriel García Márquez, se sabe que a finales de 1960 él vino a Medellín por unos pocos días, ello con motivo del lanzamiento de la primera edición de El Coronel no tiene quien le escriba, que había realizado quijotescamente Alberto Aguirre.
Ese es el hecho real. También es real que en aquellos días conoció e hizo amistad con el grupo de intelectuales y artistas que giraban alrededor de la Librería Aguirre y del mismo Alberto: Gonzalo Arango, Arturo Echeverri Mejía, entre otros.
De lo que no tengo prueba cierta es que hubiera tenido un encuentro personal con Fernando González, pero sí se puede afirmar que conoció y leyó sus libros.
Para empezar, estaba recién publicado El libro de los viajes y las presencias, editado también por Alberto Aguirre, y segundo, alguna vez contó Simón González, hijo de Fernando González, que García Márquez le dijo que él había aprendido a escribir con la obra de su papá, cierto o ficticio, como tantas cosas que ha dicho García Márquez de sí mismo y la creación de su obra, para efecto de esta hipótesis, es significativo, como se verá:
Pues resulta que cuando García Márquez vino a Medellín, ya tenía escritos los cuentos del libro Los funerales de la Mamá Grande (publicado en 1962), menos uno, el que le da título al libro. El lector suspicaz notará algo ya sabido, ese cuento es diferente, de muchas maneras, a los demás del libro, pero que también es el que abre la puerta a la irrupción de Cien años de soledad, libro que García Márquez dijo que lo escribió en 18 meses, en una labor de la que le era imposible desprenderse, algo así como un estado de éxtasis.
Lo que sea, la hipótesis descabellada que propongo relaciona aquel viaje a Medellín con su amistad con los artistas antioqueños, la lectura y quizás el encuentro con Fernando González y su obra… ¿Qué pudo haber sucedido desde entonces que García Márquez escribe el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, con el que descubre el tono profético (mística y metafísica) y demás elementos que concurren en Cien años de soledad, distinto a todo lo que había escrito hasta entonces? Se sabe que desde su época de Cartagena, él estaba tratando de escribir una inmensa novela (en aquel tiempo ese mamotreto de manuscrito se titulaba La casa, del que, de alguna manera, surgieron La hojarasca y El coronel no tiene quién le escriba, temas y fantasmas que confluyen en Cien años de soledad). Algo sucedió y lo que se diga sólo contribuye a que el misterio de la creación sea aun más asombroso. Esto último vale igual para Borges y todos los grandes artistas que con sus obras maestras y geniales nos hacen cada vez más humanos.
Fuente:
Fragmento tomado de “Dos hipótesis descabelladas – Místicos y metafísicos en Borges y García Márquez”, periódico El Colombiano, Literario Dominical, Medellín, junio 10 de 2001.