La prehistoria de
Fernando González

Por Faber Cuervo

Un jesuita suelto, orillas de La Ayurá

Un adolescente flaco, peludo, de mirada incisiva, recorría, de arriba abajo, las cuatro calles empedradas que tenía Envigado en el año 1912. Con frecuencia se le veía, solo, bajo la ceiba diagonal a la iglesia o en las mangas que circundaban el pequeño poblado. Pero, a partir de un día cualquiera del siguiente año, no se le volvió a ver en sus andanzas.

Aquel muchacho taciturno se había rapado la mitad de la cabeza para obligarse a permanecer dentro de su casa, y así poder armar su primer libro, paradójicamente llamado Pensamientos de un viejo. Cuando no escribía, se refugiaba en un rincón de su nido familiar y allí leía durante largas horas a Píndaro, Safo, Nietzsche y Spinoza.

Era un ser precozmente introspectivo. Cargaba, en sus haberes no tangibles, con ocho años de disciplina jesuítica: madrugones, estudio permanente, templanza y reflexión. Sin embargo, era, ya, un estudiante expulsado del colegio San Ignacio de Medellín, por haber negado el primer principio al padre Quiroz, su profesor de filosofía. Era, pues, un jesuita suelto en busca de un Dios interior. Para lograrlo, agregaba vivencias diferentes al estilo estoico de la orden, contraviniendo así, la debida fidelidad a las “cautelas” que proponía el padre Ladrón de Guevara.

A orillas de La Ayurá, lo volverían a ver, al poco tiempo —solitario siempre—, con la única compañía de los mangos y los guayabos que cerraban filas en torno a una corriente musical que surgía de las encrespadas aguas de la quebrada. Un halo misterioso rodeaba sus jornadas de meditación. Entre ese joven y la exuberante geografía se cuajaba una respetuosa armonía; eran como dos fluidos de entidades distintas que se cruzaban en sus límites y se amalgamaban en una sustancia común. Testigos de ello fueron la bella Sabina y sus 100 niños, quienes, desde la espesura, intuyeron esa alianza secreta. En esas correrías preliminares, se fue gestando su original mirada, despojada de filtros y prejuicios; tal vez fue allí donde empezó a labrarse esa mística advertencia que publicaría, veinte años después, en su revista Antioquia:

“No quedará otra voz que la nuestra, lejana y solitaria, orillas de La Ayurá”.

Ese rebelde del espíritu no tendría otro destino que el de ser incomprendido por una mayoría de paisanos que no se atrevían a traspasar más allá de sus ruanas y de sus sombreros, en el cultivo de su individualidad. A la postre, la búsqueda de sí mismo ha sido manjar, sólo para escogidos ermitaños; todos queremos reír o llorar, y sabido es que “el filósofo que entiende, ni ríe ni llora”.

Ese pensador suelto, a orillas de La Ayurá, tuvo que elaborar —él solo— su revista para poder crear filosofía viva, “ese arte sencillo de observar cautelosamente, agrupando hechos que luego se enuncian como proposiciones madres”. Debió encariñarse obstinadamente de los embates contra el gregarismo, para llegar a ser beato, es decir, aquel ser que disfruta intensamente de lo bello sin apropiarse de él, sin corromperse. Entonces, se desencantó del especial vaivén de los santos de palo y devino en religioso cósmico, para poder manifestar su propio estilo, para expresar, con amor profundo al prójimo, el inmenso dolor que le produjeron los sentidos y el presente.

Para no ser opinante

Los pensadores, no solamente, se labran en la soledad beata de sus retiros espirituales. Es verdad que ellos han necesitado conversar con los siglos, a través de la lectura esteparia de los testimonios impresos, pero, también han tenido que salir a husmear la realidad y a confrontar sus ideas con las de otros meditabundos, quienes abrigan, de modo similar, inquietudes vitales. Sus primeros aprendizajes han estado dirigidos, tanto por autores universales y perennes, como por otros, contemporáneos y, apenas, en la búsqueda de un sistema de pensamiento que los distancie de “Los Opinantes”, denominación que el filósofo Alberto Restrepo González hace de aquellos que hablan sólo por figurar. Sus primeros balbuceos han encontrado, muchas veces, un oído generoso que les hace eco, ya sea mediante el consejo sabio o el ofrecimiento de un pequeño espacio de expresión, para que empiecen a ensayar el vuelo abstracto.

Este es el caso de nuestro pensador de la autenticidad suramericana, Fernando González Ochoa, un envigadeño autoexpresivo, quien tuvo en su hermano mayor, Alfonso, a un atento oyente, a un comentarista y a un enlace con los editores. Valga recordar que Don Alfonso González Ochoa fue el padre del periodismo envigadeño, pues fundó Vox Populi, el primer periódico que conoció esta ciudad en el año 1912. Don Alfonso prologó y ayudó a su hermano en la publicación de algunas de sus obras filosófico-literarias.

A sus escasos 17 años de edad, y recién expulsado del Colegio de los Jesuitas en Medellín, González caminaba despacio las cuatro cuadras que tenía su pueblo natal. Se detenía en cualquier esquina, observaba y reflexionaba acerca de los rutinarios hechos domésticos, apoyado, no sólo, en la lectura de las obras de los más importantes poetas y filósofos griegos y latinos, en la visión escéptica de Federico Nietzsche y Arturo Schopenhauer, y en rudimentos de la Crítica de la Razón Práctica de Inmanuel Kant, sino en sus propias intuiciones dignas de un inconforme suramericano que anhelaba construir su propia cosmovisión. Es decir, ese muchacho menudo, de mirada penetrante, ya poseía un incipiente arsenal de conceptos que empezaban a fraguar su particular crítica al hombre suramericano, que gusta imitar al europeo en todo y que se avergüenza de su ascendencia indígena y negra. En su mente empezaba a agitarse una palabra nueva para el Nuevo Mundo que la requería para empezar su liberación mental, su ascenso lento y tortuoso hacia la autodeterminación y concienciación. Dicha palabra nueva no daba tregua en el discurso negativo que daba vueltas en la cabeza del joven pensador; la sentía como un mensaje represado que debía compartir con sus paisanos, quienes asistían metidos entre ruanas y sombreros a la majestuosa Iglesia de Santa Gertrudis para escuchar los dogmas, bien intencionados, del párroco Jesús María Mejía.

Bajo este primer impulso creador, y gracias al apoyo que le brindó su hermano mayor, empezó a publicar algunos ensayos en el periódico local Vox Populi. Estos ensayos serían la prolongación y profundización de otros que había publicado un año antes (desde el 22 de diciembre de 1911) en el periódico La Organización de Medellín, con el título Notas. Eran, estos, unos ensayos breves, acerca de la meditación filosófica, el escepticismo, la alegría, la verdad, la perfección y las inteligencias mediocres, en los cuales aparece claramente, una admiración hacia las obras de Nietzsche y de Spinoza.

Aparición pública

En honor al rigor histórico, la primera oportunidad para publicar que tuvo el maestro Fernando González, se la ofrecieron don Libardo López y don Roberto Botero, directores de La Organización, un periódico liberal de Medellín, el cual publicaba artículos de los ensayistas Baldomero Sanín Cano y Luis López de Mesa, del botánico Joaquín Antonio Uribe, del cuentista Alfonso Castro y del poeta Luis Carlos López. En este periódico apareció el primer escrito público de nuestro pensador de la americanidad, fechado el día viernes 22 de diciembre de 1911 con el título Notas I (González contaba 16 años de edad), donde discurre sobre la gradación de las inteligencias. Desde esta precoz publicación, González preanuncia, en una suerte de fatalismo intuitivo, su vida de “lucha hasta morir en el aislamiento”; su propio y arduo camino de batallas filosóficas incomprendidas; su existencia de lobo estepario; su inclinación al dolor, ya que “las inteligencias mediocres se encuentran mejor en el mundo, pues para ellas la vida es más liviana”.

Se perfiló desde esa adolescencia rebelde y solitaria, su vocación inclaudicable: pensar (“lo único que me gusta hacer es pensar, por ahí debajo de los árboles”, dijo varias veces). La coherencia, unidad y claridad de ese primer texto, revela la solidez de un proyecto de personalidad que tuvo González desde muy temprana edad. Para tener una mejor valoración de esta primera incursión pública de nuestro pensador, leamos directamente su ensayo y saquemos nuestras conclusiones.

Notas I. Lo perfecto, “en sí”, no existe, sólo existe con relación al hombre; así uno puede calificar de perfecta una obra, mientras que para otro, de superior inteligencia, no tendrá sino muy escaso mérito. No hay nada que choque tanto como ese empeño de algunos en hacer admirar ciertos libros porque a ellos les parecen sublimes. Existe una gradación inmensa en las inteligencias, y por consiguiente deben existir escritores que respondan a todas las necesidades. Los escritores malos son necesarios para hombres atrasados, de cultura rudimentaria. Sucede que cuando un pensador o artista se eleva demasiado, no es comprendido más que por algunas inteligencias excepcionales y privilegiadas que alcanzan más o menos la inteligencia del pensador o artista. Estos hombres nacieron en época anterior a la que les correspondía y vivieron en un medio que no era el suyo, y lucharon hasta morir en el aislamiento. Talvez por eso dijo Hegel: “No hay más que un hombre que me haya comprendido”; y creyendo eso exagerado corrigió: “Y ni aun éste me ha comprendido”. El genio que es sabio como lo fue Spinoza aprende a esperar y guarda su dolor… Y si consideramos el artista cómico, que es superior a su público, y no es comprendido, ¿no resulta trágico y risible? Las inteligencias mediocres se encuentran mejor en el mundo, pues para ellas la vida es más liviana. (Fernando González. En: La Organización, nº 743, Medellín, diciembre 22 de 1911).

Se puede discrepar de la “elevada” estimación que el adolescente González tenía del encumbrado Hegel. Es innegable el inmenso aporte que el teutón hizo al desarrollo del pensamiento occidental y su posición prominente en la filosofía clásica alemana; sin embargo, fue, también, según William Ospina (“Los nuevos centros de la esfera”), el “trompetero mayor de la ideología purificadora —antimestizaje— y discriminatoria de la raza blanca eurocentrista”, negador de la capacidad y valía cultural de las etnias negra e india.

González, también, intuyó una existencia plena de vicisitudes espirituales; de esto dará testimonio el poeta nadaísta Gonzalo Arango, en su bello poema “Medellín a solas contigo”, cuando dice: “Medellín, te debo gratitud, porque esa tu manera de parir ‘monstruos’ me regaló un santo que fue mi maestro Fernando González. Te vuelvo a bendecir por él, a quien tanto hiciste sufrir, y tanto te amó”. Dando por sentado que González no se incluía en esa pléyade de hombres de inteligencias privilegiadas, a los cuales se refiere en su texto, no es lejana ni ajena a su expectativa existencial el que haya escrito: “Estos hombres nacieron en época anterior a la que les correspondía y vivieron en un medio que no era el suyo”.

Sus primeras intuiciones o ideas madre

¿Qué diría Fernando González acerca de tanta simulación de pensamiento, o mejor, acerca de la trivialización de las actuales filosofías de moda, expresión del tedio europeo y norteamericano? No hay necesidad de especular para contestar ese interrogante. Basta con remitirse a otro de sus primeros escritos, que bajo el título Notas publicó en 1912, en “La Organización” de Medellín:

El escepticismo es muchas veces, resultado de detenido examen y meditación; por eso es menester no mirar con mucha atención a las personas y cosas que amamos. “El alma necesita vivir de alguna cosa”, y para eso hay que engullir algunas supuestas verdades sin paladearlas mucho. Pero, entonces, objetará alguno, el examen nos va arrebatando las ilusiones de la vida. Sí, y muchas otras cosas… El sabio no tiene esa alegría vulgar que es la fórmula de la superficialidad; quizá por eso las mujeres y los niños son tan alegres. La mirada del hombre que ha examinado detenidamente esa mirada que no se admira, nos revela que a él, después de tocar con el martillo a los ídolos, le sonaron a hueco, como le aconteció al psicólogo alemán (…) (La Organización, nº 882, Medellín, noviembre 22 de 1912).

Que González “vivía a la enemiga”, no hay duda. Esa sería su digna constante, pues “nuestros copartidarios no están en los papeles que hoy se publican en Colombia, ni entre los gobernantes, sino en vientres vírgenes aún. (…) Solitarios, jamás copartidarios”. (Revista Antioquia, p.p.: 40-41). Prácticamente, toda la obra adulta del envigadeño es una extensión y profundización de las primeras intuiciones e Ideas Madre que tuvo durante su niñez y adolescencia: “Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios y me estoy librando de lo que han vivido los hombres. (…) Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en manifestarnos, en autoexpresarnos” (Los negroides).

El filósofo Alberto Restrepo González argumenta que “en este período de su mocedad, tiene lugar el hecho más decisivo de su juventud y de toda su vida, que orientará toda su tarea, toda su búsqueda por la plena realización viva de la cultura y de la fe: la crisis de la verdad del primer principio”. (Testigos de mi pueblo. Colección autores antioqueños, 1995). Devela, además, aquél: “Al contacto con el pensamiento europeo, no se produjo en Fernando González el fenómeno propio del Opinante americano: transculturar, imitar, memorizar; al contrario, vio en esa realidad europea la confirmación de su vocación nativa de anunciador de la posibilidad de la autenticidad cultural latinoamericana” (Alberto Restrepo. Obra citada, p. 404).

González fue, indudablemente, precursor de una altiva actitud americana: la de pararse frente al mundo real que le tocó vivir. No le dio la espalda a las breñas y selvas de este trópico exuberante; al contrario, se sumergió en éste, y vivió su propio proyecto de vida, de mestizo que libra una lucha de desenredo personal. Contrasta este ejemplo de existencia individual, con la realidad que aún vivimos en América Latina, donde no hemos podido —ni deseado con pasión— vivir nuestras propias vidas y proyecto histórico continental. Seguimos siendo esclavos del pensamiento prestado, y peor, depositarios de la instrumentación positivista y utilitarista anglosajona; sobreviviendo en un contexto de economías marginales, especulativas, pordioseras, rústica despensa complementaria de las economías de los países desarrollados; todo esto exacerbado gracias a los efectos de una generosa globalización, planeada y dirigida, precisamente desde “invisibles” centros de poder.

La búsqueda de modelos

El 9 de noviembre de 1912, González empezó a publicar en Vox Populi (el primer periódico que tuvo Envigado), una columna titulada “De otros siglos”, en la cual describía y comentaba el perfil biográfico de algunos poetas y filósofos. En su primer artículo escribe sobre Safo, la poetisa griega (620-565 a.d.C.). Afirma que muy poco se sabe de ella, debido a la cantidad de fábulas y leyendas que los poetas cómicos griegos acumularon, en razón de su fama. Dice González que, probablemente, le aplicaron historias ocurridas a otras personas, como la que le ocurrió a Calycé, una joven anterior a Safo, quien se arrojó por el promontorio de Léucades, al no poder conquistar el amor de Phaon, joven barquero de Lesbos. El envigadeño cita fragmentos de la Oda a Afrodita y Oda a una mujer amada, y argumenta que el sentido de estos versos ha servido de fundamento para acusar, destructivamente, a Safo por sus “costumbres depravadas”. Podemos encontrar aquí, ya, ese afán que siempre caracterizó a González, por esculcar la verdad, por “no tragar entero”, por rumiar las premisas y configurar su propia interpretación.

Safo fue la primera representante significativa de la poesía lírica griega. Su cultura, inteligencia y ambición, hicieron que ella presagiara su inmortalidad. Nóside, otra importante poetisa griega, le escribió versos emotivos; Horacio le dedicó vibrantes odas; Baudelaire tuvo que presenciar la mutilación de su obra Las flores del mal y la reprobación de su poema “Lesbos”, porque en él Safo se eternizaba, venciendo la muerte. Safo fue una mujer muy sensible; escribió epigramas, epitalamios y odas, donde el tema predominante es el amor a los hombres y en especial a las mujeres. Una tradición conservadora —esa misma que criticó González— ha pretendido demeritar la obra de la poetisa, apoyándose en su homosexualidad y en su suicidio. Para Safo, el amor consiste en la fruición de un placer trascendental que deleita el espíritu y los sentidos, un frenesí erótico que la hace gozar y sufrir, producido por la belleza de sus amigas y por el encanto de la naturaleza. El amor como lo más bello y preciado en la concepción de Safo, es elevado a la categoría de sentimiento universal e irresistible que puede llevar a una mujer prudente como Helena a abandonarlo todo, y a la misma Safo a lanzarse al mar Egeo por el rechazo que sufrió, supuestamente, de un joven pescador.

En un segundo artículo publicado el 23 de noviembre de 1912, González aporta los datos biográficos esenciales de Píndaro, el máximo poeta griego (518-438 a.d.C.); destaca las bruscas transiciones (dulzura y aspereza) de su estilo, y coincide con el crítico Macaulay en que en Horacio eran imitaciones, mientras que en Píndaro eran una necesidad. El filósofo termina su ensayo biográfico así:

Los griegos refieren que un día estaba dormido Píndaro en un jardín lleno de flores, y un enjambre de abejas vino a hacer la miel en sus labios. Esto se puede traducir del siguiente modo. Obra de amor es la obra del poeta. El poeta debe tener la dulzura que prestan los besos de una boca amada: debe servir de panacea en los días de tristuras.

Podemos advertir aquí, que González, antes de ser filósofo fue un admirador de la belleza del lenguaje, quien valoraba con juicio las invenciones de los grandes poetas de la antigüedad. González… ¿filósofo de la estética? El ensayo sobre Píndaro: ¿Germen de la construcción de El Hermafrodita dormido? Píndaro se consagró a la glorificación de los dioses de Hesíodo y Homero, cantó a los cultos tradicionales y a las Olímpicas, a través de himnos, peanes, ditirambos, prosodias, escolias y Threnos. Antes de ser célebre, fue derrotado en cinco sucesivos concursos de poesía, en Tebas, por Corina, otra excelente poetisa griega, su maestra. Los dioses concedieron a Píndaro lo que él les había pedido: la mayor felicidad posible, la muerte “vencido por el sueño”.

Encuentro con un Maestro

Un tercer ensayo, esta vez sobre Sócrates (470-399 a.d.C.), aparece publicado el 10 de diciembre de 1912. González exalta allí el método de enseñanza predilecto del ateniense: la mayéutica o conversación dirigida. Pero, veamos, antes, cómo lo presenta:

La filosofía, es decir, el examen de la razón y valor de las cosas, nos despoja de las ilusiones de la vida. (…) Kant inventó con seriedad verdaderamente alemana, la razón práctica que debía evitarle el escepticismo. Pero la razón práctica no pudo tampoco evitarle el infierno del no creer en nada. Nietzsche, menos compasivo, o mejor dicho, más fuerte, bebió e hizo apurar a los demás un veneno que lleva a la desesperación y a un pesimismo más horrible que el hosco de Schopenhauer. Cuando una sociedad viene, mediante el examen, a este punto, necesariamente aparece un hombre menos resistente al dolor. Pues bien, Grecia estaba ya en tiempo de la guerra del Peloponeso, al borde de este abismo, y entonces, apareció Sócrates, el hombre compasivo, el hombre que tenía todas las malas pasiones, pero que había logrado dominarlas.

Explica González, a continuación, que a Sócrates se le encontraba donde hubiese reunión disputando con los sofistas, a quienes aniquilaba con su dialéctica. Argumenta que estos últimos y los demócratas lo odiaban, pues lo consideraban un conspirador. Recordemos que Sócrates hacía preguntas que resultaban incómodas para el sistema político griego (esclavismo democrático); conducía a la gente a que pensara por sí misma, para que fuera sana de la mente, pues la filosofía era ya para ese tiempo la medicina del alma; la filosofía como parenética (que orienta) y protréptica (que exhorta), hacía preguntarse siempre: ¿y esto (lo que hago o aprendo), qué sentido tiene para mi vida? No es que la filosofía sea algo parecido a la salud, sino que es la salud misma. Pero, sucedió que, en Occidente, la filosofía dejó de ser medicina; la terapia dialógica que produce el filosofar se fue diluyendo con la expansión del positivismo y la racionalidad científico-instrumental. La filosofía se volvió, entonces, “actividad de ociosos o improductivos”, y ¡ah decepción!, para un padre, cuando recibía la noticia de que su hijo o hija quería estudiar esa disciplina. Con el triunfo del totalitarismo del lucro, se convirtió en idealismo inútil el testamento del estoico Séneca (4 a.d.C.-65 d.C.):

Lo primero que promete la filosofía es el sentido común, la humanidad, la sociabilidad; y de esta profesión nos alejará todo radicalismo… Es de saber que nuestro propósito es vivir según la naturaleza; y va contra la naturaleza violentar el cuerpo, odiar el sencillo aseo…, la filosofía exige frugalidad, no penalidad…

Complementemos, interpretando a Nietzsche: lo importante de la filosofía no es enseñar a discutir sino enseñar a vivir, a torear los mensajes tecnocráticos y deshumanizantes de la modernidad occidental. La filosofía que repite platonismos, juegos de palabras y discursos al servicio de tal o cual, es retórica o filosofía mercenaria. Los imperativos categóricos van contra la condición humana, pues cada circunstancia requiere una moral y cada persona elige autónomamente su virtud; a nadie le gusta que le digan cómo debe proceder.

En el ensayo que, sobre Sócrates, escribió González, tal vez esté el estímulo que hizo madurar su inclinación a hacerse acompañar de un interlocutor-caminante, como una forma de afilar sus pensamientos; también, los orígenes de su obra Viaje a pie, unas reflexiones a través de una correría por varios pueblos. La mayéutica, las preguntas sucesivas o el “arte de la comadrona” están presentes en la obra de González. También, la ironía socrática y los alegatos contra las afirmaciones dogmáticas. Tan significativa fue la influencia de Sócrates en el pensamiento de González, que éste revelaría posteriormente en el “Ensayo acerca de la supervivencia del yo”: “Sócrates y Jesús son la fuente de mi religiosidad; me aferro a ellos para conservar la esperanza de no ser borrado como individuo del libro de la vida” (Revista Antioquia, nº 6, 1936).

Una Tesis

Una tesis fue el trabajo con el cual el filósofo de Envigado se graduó, en 1919, como doctor en Derecho y Ciencias Políticas en la Escuela de Derecho de la Universidad de Antioquia. Esta obra, también de temprana juventud, es una muestra de atrevimiento en el ejercicio de pensar desde nuestro mediodía americano, sin filtros gnoseológicos impuestos por “autoridades académicas” o por juegos de verdad y poder, extensiones estos de ideologías dominantes coyunturales.

Desde el título, su trabajo de grado está provocando al lector: Una tesis o El derecho a no obedecer. González no hace de su tesis una “casa de citas”, como dice el profesor Gonzalo Soto, es decir, una lista enorme de pies de página con nombres de autores y de libros que terminan quitándole identidad a un escrito y, más bien, hablan de lo que otros pensaron, no de lo que el autor de la tesis piensa. Esta sola característica de Una tesis ya es un aporte al medio intelectual criollo, que en su época hacía gala de un fastidioso afrancesamiento y sajonamiento. Los trabajos de grado valían según la cantidad de citas que se hicieran de autores famosos, o según el estilo retórico y ampuloso grecolatino. La falta de carácter que ha predominado en la academia colombiana, ratificada por cortes de opinantes aculturados, es objeto en Una tesis, de una tácita y demoledora crítica. González las emprende contra los que aceptan sin rigor alguno y sin digestión cerebral, teorías de moda introducidas por “élites intelectuales”.

El joven graduando despliega en esa época de “calma chicha” un discurso personal que despierta recelo en las gramáticas jurídico políticas de la Escuela de Derecho. Los académicos vetan el nombre original del trabajo (El derecho a no obedecer), y González, quien no se iba por las ramas, decide titularla simplemente Una tesis. Se manifiesta como un pensador independiente que se atreve, con criterio propio, a lanzar su teoría de que “En Colombia no ha regido la ley de la proporcionalidad de las actividades”, con el argumento principal de que “en Colombia hay muchos doctores, muchos poetas, muchas escuelas y poca agricultura y pocos caminos” (Una tesis. Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana, tercera edición, 1995). Una tesis no descubre el agua tibia ni propagandiza ideas oficiales; propone un análisis nuevo partiendo de la realidad. Allí se puede ver, en miniatura, lo que sería su permanente contacto con los hechos cotidianos, con las esencias fenoménicas, pues las formas se las dejaba a los opinantes. Mejor que como lo dijo el pensador Alberto Aguirre es difícil expresarlo:

González fue siempre alguien que no se dejó encasillar por el concepto. Al tiempo que buscaba el mundo, se buscaba en el mundo. Buscaba el ser. (…) Como vivió atisbando el mundo, con la curiosidad de un animal o de un niño, sus conceptos están preñados de realidad. Como untados del barro vital. (…) El pensamiento de Fernando González va adherido a la realidad. El concepto deriva de la realidad, no de otro concepto. (…) Aplicando el oído a la realidad, sin pedantería —sin la pedantería de los conceptos—, logró hacer una sociología de Colombia. Que la visión crítica de una realidad ha de surgir de ésta y no de las teorías. (…) La filosofía brota de la vida y no de los infolios casposos (Revista Antioquia. Introducción. Medellín, Editorial universidad de Antioquia, 1997).

El atrevimiento, la independencia, el carácter, el apartarse de los “juegos de poder y de verdad”, la ironía, su comunión con la esencia histórica, son características de la obra adulta y madura de Fernando González, las cuales ya están presentes en sus escritos de adolescencia y temprana juventud, es decir, en su prehistoria de escritor y pensador. Desde allí, se puede columbrar al filósofo de la inconformidad, al retratista con escalpelo de una fingida sociedad; pero, en especial, al admirador de la belleza y del poder develador —no encubridor— de la palabra. No en vano, llegaría a convertirse en un hondo narrador y ensayista, cuyo pensamiento influiría y sigue influyendo en importantes figuras de la literatura y de la intelectualidad colombiana.

Fuente:

Cuervo, Faber. La frágil tolerancia de Occidente. Grafiformas Ltda., Itagüí, primera edición, abril de 2003, p.p. 77 – 85.