«Sermón sobre Don Benjamín»

Por Bernabé

De Fernando González se sabe aún poco. ¿Cuánto más se sabrá? Difícil pregunta en un país sin críticos. De lo poco que se sabe se saca en claro, y no ha sido fácil, la unidad fundamental que preside una obra de largos años y variadas facetas. Porque es, sobra decirlo, una unidad proteica. Si algo la uniforma es su cualidad de poesía, esa extensa imprecación furiosa y tierna a través de los laberintos de la belleza. Para Fernando la vida (su inmenso amor) es verdad, y la verdad belleza. En sus manos de artista místico se incubó siempre la forma atormentada del Hermafrodita, como una síntesis de vida y muerte y plenitud que nunca dejó de soñar, y de soñar como un sueño posible que acaso —nada puede asegurarse en contra— logró alcanzar por fin. Dentro de la unidad proteica que El Tío insinúa, no son muchos los que se han detenido en el gran escritor, como si su recorrido de búsqueda hubiera sido expresado en otra cosa distinta que el lenguaje. El libro que ahora publica Colcultura (Don Benjamín, jesuita predicador, seguido de otras prosas) nos invita a hacerlo. Buena cosa seria aprovechar esta ocasión, excepcional si bien se mira.

* * *

Porque este libro, inédito como tal hasta ahora, no hace parte primordial de las obras filosóficas o socio-históricas del autor. (Las comillas, lector, quedan a tu arbitrio). Podemos leerlo, pues, sin temor a entregarnos al deleite de su forma literaria, que es su esqueleto básico. Gracias a él podemos reconocer en González un escritor excepcional, uno de los mejores en toda la historia de las letras colombianas. (Varias de sus mejores páginas están, para el Tío, en Cartas a Estanislao. Como reverso de lo dicho, muchos no lo han percibido por considerar éste, y erróneamente, un libro menor en la producción fernandiana). No intenta aquí Bernabé el recuento de los méritos de Don Benjamín, pero sí ensaya a decir, parafraseando a alguien, que Fernando González es el gran novelista que le faltó a Colombia en las décadas del 30 y el 40. Su ejemplo narrativo, tan insólito como subestimado, no tuvo seguidores: toda una veta literaria quedó allí abortada e inconclusa, y esto es doblemente triste en un país cuya literatura ha demostrado ser capaz de muy pocas opciones. González era un espíritu disperso y agónico, ajeno a especialidades. Aun así, pocos han tenido su facundia de contador de cosas, hechos y milagros. Añádase su desprecio por los géneros: Unamuno llamó nivolas sus novelas. Alguien ha dicho que El padre Elías es una novela nietzscheana. ¿Qué son Don Benjamín, «El entierro de Valerio Sapo»? Pedazos de vida, si se quiere, pero expuestos del único modo que puede hacerlo aquel que escribe: el de la servidumbre y el don de la palabra. La palabra de González, horadando, fustigando, esperando y amando, es la palabra de un gran escritor. Lo que equivale a decir un gran poeta. Por si fuera poco, un soberbio narrador. Agréguese en fin que él, como ninguno de sus colegas colombianos, ha sabido hacernos reír de nuestra comedia tropical. Fernando el envigadeño es nuestro primer escritor mamagallista. Corrección: el único.

* * *

No terminará el Tío su sermón sobre Don Benjamín sin una última referencia al prólogo de Miguel Escobar Calle. En pocas páginas, y sin la más leve concesión a la literatura (la eterna tentación de los literatos), Escobar sitúa la obra, su intención y sus alcances, con ese conocimiento sin alardes que ha hecho de él, hoy por hoy, el mejor investigador la otra antioqueñidad. Alguien proponía para Miguel, en rueda de amigos, una beca de por vida. Eso le permitiría ir sacando, como el mago de su sombrero, hazañas insólitas (e incógnitas) de cuanto artista y rascaplumas ha dado esta provincia multiforme. Innumerables cosas, y de las mejores, ignoramos de Antioquia. Miguel Escobar sabe muchas, y muchas más sabrá. Con beca o sin beca. Seguramente (en Antioquia estamos) sin ella.

Fuente:

Bernabé. Columna de opinión «Café, copa y puro». El Mundo Semanal, sábado 7 de julio de 1984, p. 8. Ver ilustración por Elkin Obregón.