Latinoamérica,
un viaje a la defensiva
(Una ponencia sobre viajes y
presencias en Fernando González)
Por José Guillermo Ánjel R. *
La mente está en el cielo
y el corazón en la tierra.
Rabí Israel Baal Shem Tov.
Introito
Desde que nos identificamos como un mundo nuevo, siguiendo la definición que Michel de Cuneo dio a estas tierras, nuestros viajes han sido a la defensiva, los de a pie, los en mula y en barcaza. Una vez descubierta América, nuestras relaciones con el otro y lo otro, han estado regidas por el miedo y la desconfianza. Es que algo puede pasar y por ello no nos extasiamos en un punto específico del paisaje o de la cosa sino que revisamos la generalidad, ese total desde donde puede emerger algo inesperado. Tantas guerras, tantas historias siniestras, tanta oscuridad a plena luz del día, nos han vuelto seres desconfiados.
Pocos han sido los viajes que hemos hecho en calma: el de don José Celestino Mutis clasificando la flora (que dio como resultado curioso que había mucho plátano en estas tierras, lo que hacía que las gentes, satisfechas con la abundancia de alimento, se preocuparan poco por variar la agricultura y hacerse preguntas de fondo sobre las posibilidades del paisaje); el de Humboldt, buscando razones en las selvas, llanos, ríos y cadenas montañosas, que terminó en unos amoríos turbulentos, y algunos del sabio Caldas, estos con cierta angustia porque entre quienes iban con él había traidores.
A lo largo de quinientos años, hemos viajado con temor. Y si bien, como dice la canción del jibarito (y aleeeegre, el jibarito va, cantando así…), algunos han viajado sin mayores preocupaciones como los vaqueros que arrean el ganado ayudados por sus cantos, la mayoría de los viajes han sido azarosos. Así que no nos dedicamos a percibir lo específico sino a revisar lo general, como hacen los radares. En otras palabras, ejercemos el síndrome de mirar hacia atrás y a los lados en lugar de ir hacia adelante.
Sobre Fernando González
Se ha dicho que Fernando González (Envigado 1895-1964), no creó ninguna filosofía ni un sistema coherente que estableciera una tesis filosófica clara (o al menos sistemática), a la manera de Hegel o de Kant. Estos comentarios, hacen parte de nuestra crueldad intelectual, que define a los latinoamericanos como sujetos vacíos y sólo en propensión de ser llenados con pensamientos ajenos, como si siguiéramos siendo animales sin alma. Con nuestra forma de pensar, más de leguleyos que de personas en disposición de asombrarse, hubiéramos negado la filosofía de Voltaire o de Nietzsche si estos no hubieran sido europeos. Y quizá sea la euro-dependencia servil lo que ha enredado nuestro origen y la calidad de las preguntas.
En nuestro medio, buena parte del pensamiento filosófico se ha reducido a la divulgación de ideas y autores ajenos a nosotros, lo que nos ha dado una buena cultura enciclopédica pero nos ha impedido cuestionarnos desde nuestras raíces. Nos gusta que nos lean otros, vernos a partir de otros, soñar con que somos esos otros. Y si alguien nos critica, lo destruimos. De Fernando González se dijo que era un viejito loco, viajero irresponsable y casado con una mujer fea. A partir de estas aseveraciones, su pensamiento era imposible, ya que no era pensamiento sino resentimiento.
Nuestras preguntas han tenido respuestas de otros, hemos buscado la solución en otros y de esta manera construimos un universo bacteriano, dependiente de un analista externo que, como Hegel, por ejemplo, descubre que no podemos pensar debido al calor (cosa que la mayoría sigue creyendo). Y en esto de la negación de la experiencia, aparentamos ser buenos muchachos para que otros y Dios nos quieran. Bueno, contra esto se rebeló Fernando González, que fue un escritor filósofo que hizo un alto en nuestra narrativa delirante para hacerse preguntas y tratar de resolverlas.
¿De quién son las ideas de Fernando González? De mucha gente, así como las ideas de esta ponencia son de mucha gente y de mil partes (el número mil, en el Oriente quiere decir mucho y a veces la cantidad nombrada se sale de nuestra comprensión o memoria). Y si tenemos en cuenta que cuando en nuestro cerebro se dan cincuenta acciones conscientes debido a que éstas han sido empujadas al exterior por once millones de acciones y datos inconscientes, tal como dice Eduardo Punset en El alma está en el cerebro, decir que esto es mío y no de otro, es un caso de soberbia y estupidez. Después de 4.000 años de historia escrita, las ideas de un hombre son de la humanidad y lo que es válido no es la originalidad de la idea sino la reflexión que se haga, que no será siempre la misma sino que depende del contexto y de las circunstancias.
En América Latina creemos que lo original es lo raro (lo distinto), cuando en realidad lo original es lo que tiene origen en algo y lo sigue, llegando a algo más, a lo no dicho en o sobre una situación determinada. Es claro que Martín Heidegger es original porque sigue las fábulas de los bosques de la Selva Negra; fábulas que nosotros consideramos filosofía por aquello de que legitiman el totalitarismo y, en lugar de un estar aquí, propone un ser ahí (Dasein), susceptible de ser excluido. Nos gusta Heidegger porque somos poetas frente a un mundo todavía sin leer.
No sabría entonces de quién son las ideas (las imágenes con las que me ayudo para reflexionar). Podría decir de quien son las reflexiones y las circunstancias en que fueron hechas. ¿Qué alcance tengo para determinar qué dato ajeno se une a un fragmento de experiencia vivida y se pierde en la actividad separable del cerebro? Ahora, las ideas de otros me llevan a pensar en lo mío, que son mis urgencias e intereses. La necesidad (no la voluntad, como dice Baruj Spinoza), esa potencia que me lleva al acto, es propiciada no sólo por lo que vivo o la situación en la que estoy sino por los innumerables datos adquiridos en vivencias anteriores, escritores, inconsciente colectivo y pequeños asombros nacidos de la curiosidad.
¿De quiénes son las ideas de Fernando González? De él y de muchos, de su biblioteca y sus conversaciones, del deseo por alguna muchacha y del susto que da enterarse de que algún conocido se ha muerto. Sentir la vida y estar consciente de ese sentimiento, propicia la reflexión que busca el buen vivir, que es en resumen la filosofía.
Hago esta aclaración porque en América Latina (debido quizá al complejo propiciado por las películas de vaqueros y el querer ser otros y no nosotros, que nos vemos tan feos), nos consideramos sujetos en proceso de creación, en estado de pre-civilización, y entonces, para ser llenados o construidos, nos nutrimos de pensamientos ajenos en tiempo y espacio. Y al estar llenos (no sé si con buenas o malas traducciones), administramos esos pensamientos en calidad de guardias rojos, cuidando con ira lo que damos por verdades absolutas, únicas posibles, solas e inamovibles como el ser de Parménides, ese que cualquier campesino llama nombre. Y para el que cualquier problema es un mundo porque, sin haberlo estructurado, sin recurrir a ningún método, sabe que se encuentra dentro de un sistema en el que cada cosa es interdependiente y está interconectada de manera inevitable. No quiere decir lo anterior que los demás por fuera de nosotros no sean necesarios. Es claro que son necesarios en calidad de confrontadores y de debate con altura. Lo que no son es unos definidores. Hoy sabemos que el hombre es uno múltiple y diverso, igual a la superficie de la tierra.
En América Latina (habitada por descendientes de emigrantes europeos, árabes, orientales y judíos; por esclavos e indios, y por las mezclas diversas entre unos y otros), lo urgente es lo necesario ya, esto que es apenas el fragmento de vida reconocible y usable (seríamos casi pragmáticos). Y como dice Bertrand Russell y luego reflexiona Fernando González (sin citarlo y quizá sin conocerlo porque a una idea se accede de múltiples formas y no sólo leyendo), la vida es un sin tiempo que gira entre lo pequeño y lo casual. Es decir, es un fragmento atemporal porque el pasado se ha ido y el futuro no ha llegado, y sólo queda el presente que no es nada, ni siquiera la posibilidad de decir soy (de acuerdo con la constante de Planck, que se simboliza con la letra h, que es muda). Pero ese presente vuelve porque tenemos memoria.
La vida como viaje
Fernando González, definió la vida como un viaje en el que acontecen episodios varios. Estos episodios son los que dan una idea de tiempo y de memoria. Y en la suma de esos episodios configuramos el pasado (la biografía) y las huellas que dejamos, sea con base en acciones o desvíos. Y eso que no hacemos (pudiéndolo hacer), es un desvío, una intensidad. O sea que somos intensos, desviándonos.
En este viaje episódico, que vamos conformando con el lenguaje nuestro y el de los otros, con esa carga inevitable que son las circunstancias, esto que nos da la identidad y el origen (en Latinoamérica más mítico que real y definido, pues pareciera que nadie quiere ser el que es), nos hacemos una biografía que se amplía en la medida en que actuamos con otros, que son quienes nos muestran el mundo en términos hipostáticos (de ser en la realidad) e imaginarios. La noción del otro es un pensamiento extendido (en sístole), distinto al pensamiento del yo, que es comprimido (en diástole). En relación con el otro (en calidad de sujeto), hay más palabras que en relación con el yo propio. El viaje (la vida), entonces, es un asunto de más palabras y, a través de estas, de más mundo verosímil. Así que hay más en tanto viajo y propicio el encuentro, en tanto que el otro se evidencia.
Hasta finales del siglo XIX (el siglo de los bulevares y los parques), el viaje de la vida se plantea en términos de lentitud. Y cualquier espacio, por mínimo y simple que fuera, tenía una narración externa y un diálogo. O sea que del acontecimiento se sacaba el mayor provecho (no en vano el siglo XIX es el siglo de la ciencia y el del inicio de la fenomenología). Una novela como Los miserables, de Víctor Hugo, se plantea como una Biblia humana, pues, como dice el autor, buscó que en la vida de Jean Valjean no faltara nada de lo posible por suceder: amor, envidia, angustia, terquedad, etc. El siglo XIX es el siglo de las grandes novelas (con algunas extensiones en el siglo XX, como La montaña mágica). Todo debe ser leído, reflexionado, integrado a la memoria; es quizá el último inventario de la vida lenta, ya amenazada por el mundo de la administración (Phileas Fogg) y de la tecnología, que se confunde con la ciencia.
Fernando González, es un hombre ilustrado (lento) que vive en tierras de paganos como las que narran Leonardo Sciascia, José Restrepo Jaramillo y Darío Ruiz Gómez. Para él, la vida es algo que se debe vivir en lentitud, para que valga la pena ser vivida. La vida no es un episodio rápido, como una carrera de cien metros planos, que tiene al final una medalla pero no un conocimiento adquirido. La vida no es un movimiento sino las palabras que aparezcan en ella. Y a más palabras definidas, más vida, ya que las palabras me llevan de significación y me revelan lo insignificante, que es el contenido de mi ignorancia. Y la palabra es la que conforma el hecho, que es el real contenido del mundo, como dice Ludwig Wittgenstein, para quien las cosas no son mundo si no hay relación con ellas. Así que a más situaciones más vida. Y la situación sólo puede ser vivida en estado de lentitud, pues de lo contrario no habrá realidad sino apariencia. La enseñanza de Don Quijote es clara: en los últimos días de un hombre viejo (don Alonso Quijano), éste decide vivir el mayor número de episodios lentos (por eso cabalga en un rocín). Y al final muere tranquilo porque supo aprovechar esa última oportunidad: la de vivir reflexionando a medida que iba de un lugar a otro. Es que la cosa es nada si no se ha entrado en ella, como dice Martín Buber.
La vida, entonces, es la lentitud. Pero en América Latina, por estar huyendo o buscando llegar antes que el otro, la lentitud no ha existido. Todo fluye como un río enloquecido, que toma cosas de la orilla y las destruye. No hemos descubierto la belleza, que es todo aquello que se muestra en orden. Y la vida se nos da soledad, en agonías (el transcurrir de la vida) y entierros (la certificación de que otros se mueren). Y de vez en cuando, en la aparición de alguna muchacha (el deseo, con ansias de ser apagado).
Los asuntos de la generalidad y el fragmento
En el mundo de Fernando González, somos en la urgencia y en lo interesante (aquello que está dentro de nuestros intereses), como tantos hombres de tantas partes. Sólo que no vemos el fragmento posible (la certidumbre), sino que seguimos inmensos en la generalidad, en la premonición del cansancio (percibimos el último tramo sin haber ingresado al primero) y en negarnos la vida como única posibilidad.
En América Latina, quizá por la premura del sobrevivir y habitar el sitio equivocado (todo esto tiene un dueño y si no alguien que lo desea), por desear en lugar de tener, no hemos encontrado la quietud. Seguimos conquistando, nos queremos liberar, nos escondemos. Los catecismos (los manuales) religiosos, geográficos, históricos, científicos, son textos que explican lo general. Las respuestas son exactas e imposibles de rebatir porque, si se rebaten, se entra en los terrenos de la herejía. En lo general (que ha sido la constante en la educación), asistimos a actos de fe, no importa que el efecto niegue la causa.
En lo general se ve el bosque pero no el árbol, la cadena montañosa pero no el camino en la montaña, el género humano pero no el hombre. En Viaje a pie (libro escrito en 1929), Fernando González se hace este cuestionamiento: por asistir a lo general, a lo inmenso, a la palabra sin destino, no vemos el fragmento, el hecho, nuestra relación con la cosa. Y posiblemente evitamos este encuentro con la realidad porque (como le dijo una mujer por un camino, llevando a cuestas un gran peso) para esto se necesita ánimo, es decir vitalidad, ganas de vivir, saber dónde se quiere llegar. En América Latina se trabaja, pero nadie sabe realmente en qué lo hace ni siguiendo qué métodos ni buscando qué resultado vital. Sólo tenemos una vaga conciencia de que trabajamos, es decir, nos movemos. Y de igual manera amamos y elegimos presidentes, sin hacernos preguntas específicas sino admitiendo que hay democracia, amor, esperanza. Palabras enteras que nos negamos a fragmentar.
Es claro que la generalidad niega el fragmento. Y si bien la generalidad (que plantea la magnitud) nos asombra, también es evidente que lo general es una actitud de seres primitivos (simples) que asisten a un mundo sin ninguna ordenación y sin posibilidad de descomponer nada. Como los primeros hombres (todavía sin adaptarse a hechos concretos y más dispuestos a la aventura y al azar que a tener un sitio específico para detenerse), en América Latina persistimos en la generalidad. Y en eso general, somos latinoamericanos, sin diferencias entre nosotros, lo que impide el intercambio y el aprendizaje, el entendimiento de lo cercano y la creación a partir de la parte. Somos en los andes, en la selva, en los llanos, en el mar total y nunca en un espacio concreto. Queremos dominarlo todo a pesar de que los chamanes enseñan que el conocimiento se logra en lo limitado, en un espacio dado y no en la infinitud. Aclaro que ningún chamán ha leído a Aristóteles para llegar a esta conclusión.
Lo general, la abundancia de ese algo que se multiplica, nos asombra y en ese asombro, que es como mirar el cielo, todo lo vemos cierto pero lejano, lejos de nuestro alcance. Lo general, ese cielo, ese llano, esas montañas, genera una certidumbre, pero a la vez la magnitud nos abate. Y en esa generalidad, lo que se presume es que eso que vemos es más poderoso que nosotros e inevitable (una de las palabras más usadas por García Márquez), porque nos mira y nos rodea. Así, seguimos haciendo parte de la naturaleza que se nos viene encima, que es algo demasiado grande, y eso nos desborda.
Por esta razón, dice Fernando González, es necesario hacer un viaje a pie, pero no para deshacerse de una moral molesta (como el del Zaratustra de Friedrich Nietzsche) sino para construirse como ser humano entrando despacio en cada una de las inmensidades que tenemos en frente. En el viaje a pie, metáfora de lo único posible en la vida (estar donde nuestro pie deja una huella), lo inmenso se convierte en parte, en experiencia vivida, en amor a alguien, en deseo definido, en esperanza en algo concreto. El paso que damos, la huella que dejamos, hace que el mundo deje de ser un compuesto de cosas y se convierta en un espacio de hechos.
El viaje a pie es lento, no depende del tiempo sino de la sensación, del intermedio entre la causa y el último efecto, del aprendizaje. No se trata de llegar a lo deseado (al oro, al Perú), sino de avanzar. La vida es un sentir, no un almacenar. La vida no es una meta (el futuro es siempre un azar), sino un camino por el que se va aprovechando cada fragmento.
En el viaje comienza la presencia. Y en la presencia, que se manifiesta en el afuera, está la hechura de nosotros, lo que hay en nosotros, eso que está en el yo y actúa como un guardia que admite o rechaza la presencia. La reacción inicial es interior y obedece a nuestras circunstancias. Y si admitimos la presencia del otro o de lo otro, ese fragmento de lo existente, lo que presenciamos se convierte en una pregunta no resuelta, en una urgencia, en un deseo definido. La presencia me saca de la generalidad y me coloca en la parte que interesa, en lo frente a mí para que actúe como un tú que confronta y, al confrontar, da y recibe. Martín Buber también dijo algo parecido.
En el Libro de los viajes o de las presencias (que se llama libro porque es memoria y por ello biografía), Fernando González dice metafóricamente que el papel de las muchachas es el de resolver la presencia ante un paisaje (lo general), definido en la parte deseada (la muchacha, que es la prolongación de la vida). El inconsciente guarda los deseos que tenemos, unos más fuertes que otros, y la presencia extrae el deseo inconsciente y trata de satisfacerlo en la profundidad del encuentro. De esta manera, aparece lo significante (el significado, el deseo que se satisface) y lo insignificante, aquello que no deseo porque soy ignorante de ello.
El alma son las ideas que tenemos, las presencias habidas que me han dado una versión del mundo que he hecho mía. El alma es lo entendido y el conocimiento que nace de ese entender lo otro, que no es una certidumbre completa sino la creación de una conciencia. Diría, entonces, que no se trata de coleccionar presencias sino de hacerlas partícipes de los actos de nuestra vida consciente. La presencia (el fragmento), al ser admitida, se integra a mi yo y me hace más sensible a otros tú. O sea que a más presencias (o a la misma presencia entendida de manera más profunda), un mundo más amplio a través de las partes, que niegan la generalidad (el caos) y crean el necesario estar aquí, no para estar en vecindad a sino para ser juntos en lo que ya contiene un significado.
Los todos son incontrolables porque, al moverse y revolverse, sólo crean apariencias (esto se ve claro en una licuadora funcionando, donde hay más ruido que imágenes). Es decir, los todos se manifiestan en una totalidad que deslumbra y, en ese exceso de luz, no se ve nada y se presenta la alucinación y el ofusque.
América Latina es una región ofuscada, pues lo mira todo de manera general. Y en esa generalidad se desborda y construye mal, viviendo al azar. Quizá se deba a que todo fue unido sin establecer diferencias. O como dice Octavio Paz en Mesa y harmonía (los compuestos de una cosa), todo se mezcla y así no hay un reconocimiento exacto de nada. En la comida dibujamos el mundo que tenemos y en la manera de comer, el uso que damos a ese mundo. La acción de servir y comer es la metáfora del homo sapiens y el homo faber, que ordena, mira, engulle y transforma.
Para Fernando González lo general está representado por la oscuridad (que son todos los colores juntos sin luz). Y para salir de la oscuridad, causa del ofusque, invita a vivir las presencias, a detenernos frente a ellas y establecer una relación vital, o sea, ser en ellas, lo que implica lograr más conocimiento. Invita entonces a un ejercicio fenomenológico y a tener un yo buberiano, que entra en el tú y disuelve el eso (Das), aquello que está lejano y sin leer, propiciando el encuentro: esto que nos confronta y al tiempo nos define. Y al definirnos, darnos un lugar y un ahora.
América Latina, como lo vemos a través de la historia, es territorio de desencuentros. La diferencia está en no encontrarnos, en crearnos en el eso de Buber, que es una presunción y una invención y, en eso que se inventa, nos mantenemos en estado de naturaleza que, a más de egoísmo, es un estado permanente de agresión. En estado de eso, de lejanía, sólo asumimos lo general y, a partir de ahí, todo encuentro se dificulta. Entonces, tomando la palabra teshuvá (regreso) como referencia (palabra que posiblemente Fernando González no conoció), la única oportunidad que tenemos es el viaje a pie, que es un volver al principio. Y en ese empezar de nuevo, ingresar de manera lenta en la generalidad y dispuestos al conocimiento, asumiendo los fragmentos como presencias.
En Viaje a pie, Fernando González, plantea que lo básico es encontrarse con el otro, acercarse al eso y convertirlo en tú. Así su viaje es diferente a los primeros viajes (a tantos viajes de hoy en día), en los que se hizo el camino huyendo, imaginando el ataque y evitando encontrarse con cualquiera. Viajes realizados con el oído y no con los ojos y el tacto. Pasó en la conquista, pasó en las tantas guerras, pasa hoy en las ciudades cuando tememos el encuentro con el otro y por eso queremos tener un carro particular. Fernando González, entonces, nos indica el viaje que no hicimos, el que debe ser filosófico, lento, en calma, buscando la belleza y entendiendo nuestras urgencias a medida que las presencias (el yo-tú) se van dando y el alma se llena de ideas adecuadas (como las propuestas por Spinoza). Es que el mundo, además de un compuesto de palabras, lo que contiene es ideas que nos vamos haciendo de lo existente.
Toda idea nace de la lentitud, aun la idea de velocidad. Y cada idea es un fragmento del todo, una presencia. Y la presencia no es un presentimiento ni una suposición de eso, sino un encuentro, una fragmentación que hacemos del espacio general. Es el ojo puesto sobre el punto y el dedo sobre un espacio. Pero en América Latina no hemos querido entender esto. Es que aquí, parece, cuando procrean hay falta de esencia vital (de ánimo), y ajustan la simiente con orines. Y de la mezcla de pobre vitalismo y urea, no puede salir más que un negroide, que no es un mulato sino una forma débil de pensar, decía Fernando González. Un pensamiento que nace del auto-odio y del pedir más que del dar. Es que semos pobres, señor, se lee en un cuento de Juan Rulfo.
Escrito en Medellín, una tarde asoleada después de muchos días de lluvia, cumpliéndose la ley de la incertidumbre. Agosto de 2008.
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* José Guillermo Ánjel. PhD en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana y profesor de la Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades de la misma Universidad.
Fuente:
Ánjel R., José Guillermo. “Latinoamérica, un viaje a la defensiva”. Unaula, Revista de la Universidad Autónoma Latinoamericana nº 28, Medellín, noviembre de 2008, p.p.: 157 – 166.