El único animal
mentiroso es el hombre
Por Félix Ángel Vallejo
Llegué a Georgia a las nueve y media a.m., y ya estaba allí el Mago bebiendo café y leyendo El Colombiano. Como el periódico le tapaba el rostro y al saludarlo lo descubrió para contestarme, quedé asombrado de verlo mucho más viejo que el día anterior. Parecía que durante una sola noche se le hubieran venido encima innumerables años, envejeciéndolo de modo tan palpable y extraño, que me infundió miedo. Vacilé un momento mientras lo observaba y hacía la digestión de mi asombro. Porque aunque estoy acostumbrado a verlo cambiar, a veces hasta de instante en instante, nunca le había visto una tan profunda y aguda transformación de un día para otro. Tuve tiempo para mirarlo y estudiarlo con lentitud, pues se puso a escribir en una libreta que tenía ahí sobre la mesa, diciéndome, sonriente: «Espere, espere… que ya voy a terminar la anotación de una presencia que ahora mismo me visita…». Y al hablar sonriendo, advertí que le faltaban más dientes, que las palabras se le enredaban en los portillos de la dentadura y que le salían sonando como si las mordiera. Además, movía la lengua para uno y otro lado, casi con desesperación, sin saber qué hacer con ella. La tenía pesada, trabada. Pero eso mismo le daba una expresión más graciosa y viva a todo lo que iba diciendo. De este modo me incitaba —yo lo intuía— a que nos burláramos recíprocamente, mirándonos los dos en el espejo de su propia y grotesca caricatura. Recordé entonces que en cierta ocasión, cuando lo visitó en su casa una señora amiga, joven y hermosa, no quiso salir a recibirla porque entre la ropa que le habían entregado a la lavandera Emilia el día anterior iba una camisa del Mago, y en un bolsillo, por olvido, parte de su dentadura. Y como la vanidad, para luchar contra ella, tiene sus bemoles, pues a veces ciega aun a los más sabios, es el caso que el de Otraparte se consideró incapaz de afrontar el oprobio de que la bella mujer pudiera decirse para sí: «¡Cómo está de viejo, que ya se le están cayendo los dientes!».
Tan pronto como terminó de hacer sus anotaciones, me dijo algo que no pude entenderle. Estaba enervado, denso, oscuro y como mohoso para comunicarse exteriormente; pero al mirarlo en los ojos, se le veía muy lúcido por dentro. Cuando el cuerpo se resiste a funcionar o se oxida, ése que vive dentro de él sabe que es poco lo bueno que puede hacer y espera con paciencia, si es sabio, hasta que recupere, en lo posible, su normalidad. Yo vi que él estaba haciendo eso: bregando por poner las cosas en orden en su interior.
Como este mismo proceso lo he seguido muchas veces y él lo sabe, por unos momentos guardamos silencio. Tal es el mejor remedio contra las inhibiciones verbales, así sean causadas por defectos en los reflejos fisiológicos o por lagunas mentales o fugas de la comprensión. Porque todo esto es una sola cosa, ya que el hombre es, en esencia, unidad de alma y cuerpo; pero sometido, dentro de su funcionamiento, como microcosmos, a misteriosa e infinita diversidad. O mejor, en otras palabras: somos síntesis de representación e intimidad o de tiempo y eternidad.
Yo lo iba siguiendo, entre tanto, en su mudez, pues sé muy bien que siempre y cuando esto le ocurre, se aísla del exterior y se concentra a meditar. Es su estrategia para calentar y aceitar su sistema nervioso, sus huesos, sus músculos, sus articulaciones, su cerebro, su entendimiento y su palabra. Y sé de igual modo, por mi convivencia con él, que después de un buen rato de callar y de meditar, de pronto le salta la chispa y ya no para en la fluidez de expresión de verdades vivas, digeridas, y muy sutiles, altas y bellas. Pero sobre todo en él chispean, a esa hora, las agudas intuiciones y las síntesis singulares. A nadie he visto que le caminen tantos mundos por dentro, ni que viva tantas experiencias simultáneamente.
De pronto, y con un no sé qué de socarronería, sacó parte de la dentadura de un bolsillo, se la puso (me dijo que no soportaba lo postizo o artificial) y empezó:
Los animales, los vegetales y los minerales, siempre dicen o expresan la verdad. El único ser mentiroso, entre todos los de la creación, es el hombre. O sea que el idioma que habla todo el universo, a excepción de los humanos, es claro y veraz. El de estos, en cambio, no sólo es muy confuso en la mayor parte de los casos, sino falso. Hablamos casi siempre como escondiendo algo o alterando o falsificando sistemáticamente la verdad. Por eso las plantas, los animales y los minerales, etc., son muy peligrosos en cuanto no mienten. El manzanillo, por ejemplo, está ahí como en espera de que alguien se le acerque y lo toque para comunicarle, de inmediato, la desnudez de su vivencia ponzoñosa. Y los hongos que padecen los árboles son muy peligrosos y dañinos, pues en estos días que he estado bregando por quitárselos a los de mi finca para ver si mejoran, me parece que me he contagiado o los he absorbido, porque desde entonces me estoy sintiendo más enfermo. El perro muerde cuando tiene que morder, y la mula patea, ídem.
Estaba diciendo lo que acabamos de copiar, cuando una de las negritas de «Minga» —madre esta de muchos hijos, pues se hace abultar del primero que la coge cada vez que está dispuesta—, se asomó por la ventana que da al saloncito en donde estábamos, con una criatura en los brazos y en compañía de una amiguita. Como el Mago les da siempre centavos, las tiene acostumbradas, y no se le acercan sino para pedirle. Pero en ese momento, al verlas, les dijo, sonriendo: «Hoy sí no tengo nada». Sin embargo, las negritas permanecieron quietas, tranquilas, sonrientes, tal como si no le hubieran oído.
Poco después la negrita de «Minga», en gesto muy expresivo y como lleno de admiración, exclamó, dirigiéndose a la compañera y mirando con ojos asombrados al Mago: «¡Parece un alemán!». Él no alcanzó a oír lo que ella dijo, pero como sí vio sus movimientos solemnes y su mirada de asombro, me preguntó qué era lo que había dicho y yo se lo comuniqué. Entonces, levantándose del asiento y riendo entre satisfecho e irónico, le dijo: «Espérese un momentico yo voy a cambiar esta moneda de veinte, pues no le voy a dar sino cinco, por lambona». Sin embargo, regresó en seguida con la misma moneda y se las dio, diciéndoles con ancha sonrisa de agrado: «Tómenla, es para las dos, ya que esta es la lección de hoy» —comentó, dirigiéndose a mí—.
Y vivaz, alegre y rejuvenecido, prosiguió más o menos así:
Nosotros, los que estudiamos la vida y leemos libros, y dizque nos enseñaron muchas cosas en la Universidad —por lo que nos creemos sabios—, nada sabemos realmente ante la negrita de «Minga». Ella, sin estudiar nada, sabía con seguridad absoluta que yo le daría, y por eso, a pesar de mi negativa aparente, se quedó impasible ahí en la ventana en espera de que sucediera, tal como ocurrió. Yo estaba decidido a no darle y ella, en cambio, no dudaba de lo contrario. Y vea usted cómo tenía la presencia, de modo inconsciente, de lo que debía hacer para obtener el resultado que deseaba sin previa deliberación ni estudio. Obró así intuitivamente o por visión interior del complejo colonial que padecemos los colombianos, pues ella me dijo eso de «alemán…», porque sabe, por sabiduría instintiva, que nosotros tenemos por dentro eso otro de que los alemanes son mejores que nosotros; y entonces la persona a la que se le atribuye tal condición, se siente favorecida o mejorada y dispuesta a beneficiar de inmediato al adulador. Este es el secreto de la mayor parte de las sutiles enseñanzas políticas de Maquiavelo.
De manera que no es que la negrita de «Minga» haya hecho lo que hizo, consciente de que por ese medio yo le daría, sino que con esa presencia ella estaba segura, por sabiduría intuitiva, mejor, inconsciente, de que en ese momento, contra mi negativa, le iba a dar, y por eso no se fue cuando le dije que no tenía nada. Y esa secreta seguridad fue la que le permitió continuar tranquila en la ventana sin dar las más leves señales de desagrado o impaciencia. Estaba cierta de su victoria.
Fuente:
Capítulo VI en: Retrato Vivo de Fernando González. Medellín, Instituto de Integración Cultural, 1982.