Érase una vez… en Otraparte
Lecturas en voz
alta para niños de
todas las edades
Angelia, la criatura
Coordina: Mauricio Quintero
—Diciembre 15 de 2019—
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Este será un espacio para leer juntos, para acercarnos a las palabras, al disfrute que ellas nos proporcionan desde siempre. Palabras que se trenzarán en poemas y cuentos para chicos y grandes, imágenes que saltarán por las ventanas hasta nuestros ojos, sensaciones de no tiempo y no lugar como en el paraíso de la infancia. Paladear los acentos, los ritmos y las desconocidas sonoridades que llevarán de la mano a nuestros niños (y a nosotros mismos) por paisajes e historias que de otro modo no habríamos soñado.
Se trata especialmente de abrirles a los niños, en su experiencia cotidiana, un lugar para que no pierdan el asombro ni las preguntas, para cultivar su mirada y su sensibilidad, su percepción de la vida. Se trata de restituirles una región de la belleza y el sueño que en esta época de consumo y derroche tecnológico han empezado a perder.
La lectura y disfrutar el arte libremente será para ellos una experiencia enriquecedora que el tiempo, nuestra ciudad, nuestro país y la vida misma sabrán agradecer.
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En esta sesión presentaremos el libro «Angelia, la criatura» de Hernando Muñoz Peschken. Comeremos hormigas culonas mientras leemos y analizamos los mapas, las pinturas y la escultura de Óscar, el arquitecto. María Helena Valencia Uribe nos enseñará un poco de origami y también compartiremos el material de lectura Leer es mi Cuento del Ministerio de Cultura.
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Angelia, la criatura
~ Capítulo i ~
La criatura
Por Hernando Muñoz Peschken
El cielo lloraba sin consuelo esa noche. Los ríos crecidos por la tormenta arrasaban a su paso la esperanza. La oscuridad lo absorbía todo. El mundo temía por su futuro.
Mientras tanto, en lo más espeso del bosque de Índirel se encontraba Reguerta pariendo a una espantosa criatura, a quien más adelante conoceremos como Angelia.
Dentro de la cueva se escuchaban los gritos ensordecedores que salían de la boca de Reguerta, que yacía tendida en un lecho de pieles de animales. Unas pequeñas antorchas iluminaban el espacio dentro de la montaña. A su lado se encontraban dos horribles enanos de las cavernas, también conocidos como gnomos malvados, que corrían de un lado al otro cantando y celebrando el nacimiento de la criatura.
El suelo era de arena áspera y dura, sin ninguna decoración. Era un espacio inhóspito al cual al parecer solo había una manera de entrar: una gran abertura en cuya entrada estaba parado Token, un trol gigante que tenía tres metros y medio de altura. Token era el único que podía abrir la gran roca que cerraba la cueva, y siempre protegía a Reguerta, la temible bruja, que no necesitaba entrar por la puerta porque ella con sus poderes podía aparecer y desaparecer donde quisiera.
Era la tercera noche de gritos y de parto. Se esperaba que la horripilante criatura naciera en luna menguante, como decía la leyenda que les contaban a los niños las abuelas de las abuelas más viejas, para asustarlos y lograr que se comportaran en aquellas épocas en que la Tierra estaba plagada de hechiceros, brujas y monstruos que deambulaban por todas partes como si el bien hubiese desaparecido para siempre.
Un rayo cayó del cielo, e iluminó por tanto tiempo todo el bosque de Índirel, que los aldeanos y residentes de los tres castillos tuvieron tiempo de parpadear varias veces mientras trataban de evitar que la luz encegueciera sus retinas.
Ahí fue cuando para todos en Índirel quedó claro que algo horrible había comenzado.
Un grito de llanto, solo uno, largo y agudo, se escuchó a lo lejos, a kilómetros de distancia. Quienes dormían despertaron sobresaltados sin saber si eran sus hijos o un fragmento de algún sueño dentro de sus cabezas que quería salir a esta dimensión. Quienes lo escucharon despiertos sabían con toda certeza de qué se trataba, de algo muy malo y peligroso que haría que esta oscura época fuera a ser aún más larga y profunda.
En la cueva, los dos gnomos tomaron a la criatura, le mordieron el cordón umbilical, la envolvieron en una pesada piel de oso, le limpiaron la sangre y se la entregaron a su madre, quien la miró fijamente, y atemorizada la soltó de prisa en la cuna de huesos que le habían fabricado.
No pudo volver a mirar a la criatura debido al temor que le tenía a esos ojos miel brillantes y a esas largas pestañas que, como enredaderas, atraían la mirada de cualquier mortal y que, como la bruja lo sabía, esclavizarían para siempre a quien los mirara.
Los dos gnomos que estaban presentes en el nacimiento, llamados Hurta y Renata, se encargaron de cuidar a la criatura. Hurta era mayor, era un gnomo de ciento veinte años, y su amiga Renata, quien se jactaba de ser muy menor, solo tenía noventa años. Ambas eran adultas entre los gnomos, que pueden llegar a los doscientos años. Eran de pequeña estatura y orejas puntiagudas. Su piel era oscura y llena de arrugas, y sus gordos cuerpos parecían volverse como de piedra si se quedaban quietos por mucho tiempo mimetizados contra la montaña. Hurta y Renata eran primas de los gnomos del bosque, que tenían una apariencia mucho más amable, eran de color azulado claro y su piel no hacía ni pliegues ni arrugas.
Hurta estaba encantada con la belleza de Angelia. La criatura era perfecta, pequeña e indefensa, de piel blanca, y tenía unos piececitos y unos deditos que provocaba morder y morder; su pelito castaño, delgado y suave, sus labios grandes y coloridos, y los imponentes ojos cafés, abiertos como planetas, eran como una ventana a otro universo oculto dentro de esta pequeña dulzura, un universo misterioso, profundo y sabio. Uno podía quedarse mirando dentro de sus ojos y perderse en ellos para siempre.
Como Reguerta desapareció, Hurta y Renata conseguían leche de murciélago para alimentar a Angelia. No era fácil sacarles la leche, pero en la cueva había muchos murciélagos; además, los hombres de las cavernas, que vivían dentro de la montaña, conocidos por los humanos como málicos, les traían provisiones que entregaban a través de una puerta secreta que comunicaba con la caverna. Los málicos eran de estatura media, tenían brazos alargados y su piel era muy clara por la falta de luz; sus ojos eran grandes, de color claro, azul, gris o verde, y tenían cabello largo, que caía por entre sus orejas puntiagudas y muy sensibles. Sus cuerpos delgados y sus dedos largos, tanto los de las manos como los de los pies, les permitían moverse muy bien por la montaña. Los málicos de las cavernas tenían su ciudad dentro de la montaña, con casas, fábricas de herramientas y de armas, almacén de alimentos y todo lo que necesitaban para permanecer escondidos, y raras veces tener que salir por provisiones.
Ellos eran aliados de la malvada bruja, porque ella hacía muchísimos años les había ayudado a vencer a los guerreros de Dorian, del poderoso imperio Tónor. Sus tierras se encontraban hacia el Norte, cruzando las islas y una vasta extensión de agua, con vientos huracanados, olas mortales y todo tipo de peces y bestias submarinas.
La criatura comía mucho y crecía rápido. Nunca lloraba: solamente un grito al nacer, y después de esto solo risas y murmullos. Reía a carcajadas cuando Token el gigante, cuyos dedos eran más grandes que la bebé, intentaba darle biberón. Entre sus dedos el biberón se veía del tamaño de un peón de ajedrez. La bebé terminaba siempre chupando una gran verruga negra que Token tenía en el dedo gordo de una mano, que tenía que tenía un pelo grueso que le hacía cosquillas a Angelia.
Los días pasaron entre biberón y largas siestas. Los málicos, enviados por el rey Éfither, rey de los málicos de las cavernas, le rendían tributos a la pequeña. Tenían prohibido acercarse. Además, el miedo que les provocaba la criatura cuando dirigía sus ojos a ellos era suficiente para que quisieran permanecer lo más alejados posible.
Cuando Angelia cumplió dos años, en la puerta de la caverna que daba contra el misterioso e inmenso bosque de Índirel apareció un gran lobo de color café oscuro, de ojos profundos y azules. Desde la distancia los málicos de la montaña lo habían visto acercarse y estaban preparados para cualquier peligro que la fiera pudiera representar. Desde lo alto de la entrada a la cueva, Renata, que llevaba en la mano un pequeño bastón del cual emanaban unos destellos eléctricos, gritó:
—¿Quién anda ahí? ¿Qué quiere? Si se acerca más, hay un inmenso trol detrás de esa roca que hay frente a usted, y va a estriparlo como a una cucaracha. Después yo lo freiré con mi rayo eléctrico y se lo daremos de comer a una criaturita que conocemos.
Hurta reía a carcajadas mientras oía la amenaza de Renata.
—Es una horrible criatura la que tenemos adentro —continuó Hurta—. Come todo tipo de sapos y huevos podridos, le encantan las lombrices, y su alimento favorito son las hormigas culonas.
El lobo solo miró hacia arriba. En ese momento pareció sonreír. De su colmillo salió un pequeño destello, y de repente todo se quedó quieto y en silencio. Hurta y Renata quedaron congeladas con sus bocas abiertas, y de ellas quería salir una carcajada, pero no alcanzó a salir. No se escuchaba nada, nada se movía, el tiempo había quedado detenido.
La gran piedra que cerraba la cueva se abrió lentamente sin producir ningún sonido y sin que nadie la tocara. Atrás estaba Token con su garrote de hierro lleno de clavos soldados alrededor, que le habían fabricado los herreros trols, quienes no poseían talento para las armas delicadas y finas, pero eran capaces de hacer armas pesadas y mortales.
El lobo entró despacio en la cueva con tranquilidad absoluta. Solo se escuchaban leves sus pasos sobre la roca húmeda y unos suaves murmullos que Angelia hacía mientras observaba al lobo acercársele. Ninguno de los dos parecía inquieto o asustado, ni siquiera cuando las enormes fauces del lobo estuvieron sobre la cuna de huesos de Angelia. La criatura solamente estiró los brazos hacia las fauces y hacia la lengua que sobresalía, como si entre los enormes colmillos hubiera un juguete.
El lobo se acercó lentamente a observar por primera vez la carita de un bebé humano, y con su lengua la lamió varias veces mientras ella reía con el cosquilleo que le producía.
El encuentro duró apenas unos minutos. El lobo parecía estar muy a gusto con las caricias y el jugueteo de la bebé, que le sonreía sin ningún temor.
El enorme lobo intentó levantar a la bebé tirando de la piel de oso en la que estaba envuelta. Levantaba con fuerza, pero, por alguna razón, no podía lograrlo. Observó por debajo de la cuna, por los lados, y no podía ver qué era lo que sujetaba a la criatura. Después de muchos intentos sintió que su hechizo se acababa, y se alejó de la bebé lentamente, y con cautela salió por la enorme puerta de la cueva y corrió hacia el bosque de Índirel.
Cuando ya el lobo no podía distinguirse en la distancia, el extraño hechizo que tenía a todos congelados se dispersó. Hurta y Renata volvieron a carcajear, pero de inmediato cayeron en la cuenta de que el intruso ya no estaba donde lo habían visto. Token, el gran trol, asombrado saltó de su lugar al ver que la enorme roca que cerraba la puerta estaba fuera de su lugar, y gritaba en un idioma que solo los gnomos y las más nefastas criaturas podían comprender:
—¡Rerttgaart fudisfer rolfedin! ¡Rerttgaart fudis fer rolfedin! ¡Rerttgaart fudisfer rolfedin! ¡Rerttgaart fudisfer rolfedin! ¡Rerttgaart fudisfer rolfedin! ¡Rertt gaart fudisfer rolfedin!
Hurta y Renata dejaron de reír y corrieron inmediatamente a la parte baja de la cueva en busca de su preciado tesoro. Los málicos que cuidaban la montaña comenzaron a disparar flechas en el bosque, y un centenar de ellos fueron desfilando por la puerta de la cueva desde lo más alto de la montaña, enviados por el rey Éfither a buscar al invasor, cargados con armas de acero y armaduras. El sonido inquietó a Angelia, porque sentía que algo sucedía, pero se divertía escuchando ese alboroto de cascabeles metálicos.
Hurta gritó desesperada cuando vio la cara lamida de la bebé, temió por la vida de la pequeña, y la examinó por completo. Hurta y Renata no entendían lo que había sucedido, pero ambas sabían que la bestia había tenido contacto con la pequeña.
Al terminar de examinarla, y al comprender que la pequeña no había sufrido ningún daño, le ordenaron a Token cerrar la enorme piedra de la cueva. Renata se acercó al oído peludo de Hurta, y en secreto le preguntó:
—¿Qué debemos hacer?
—Nada —respondió Hurta.
—Pero sabes que Reguerta fue muy clara en ordenarnos que nadie de afuera de esta cueva podía acercarse a la criatura jamás —le contestó Renata.
—Nadie va a saber esto, nadie tiene por qué saberlo jamás, fue solo una bestia, un lobo, y no la dañó. ¿Sabes lo que nos haría su maldad Reguerta si se enterara de esto?, ¿sabes que nos lanzaría la peor de las maldiciones? —replicó Hurta.
Hurta temblaba mientras sufría en su interior pensando en la malvada bruja.
Renata seguía insistiendo en que la malvada Reguerta se enteraría de alguna manera, y agregó:
—Los málicos vieron lo que pasó. El rey Éfither envió un pelotón a buscar la criatura, alguien se enterará y se lo contará a ella.
Fuente:
Muñoz Peschken, Hernando. Angelia, la criatura. Sinapsis Editores, Medellín, octubre de 2019, pp. 15 – 24.
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Mapa del bosque de Índirel