Viajar y volver
Por David Escobar Arango
Querido Gabriel,
A ciertos ejecutivos y directivos les da temor viajar, sea por trabajo o por vacaciones, debido a los gastos, o para no disgustar a sus jefes, para «darle ejemplo» a sus equipos, como si no viajar tuviera algún mérito. ¿Ejemplo de qué?, me pregunto. ¿Será que su gestión tiene que ver con las horas que pasan en la oficina? Vivimos en tiempos de conexión e integración, en los que el liderazgo puede ejercerse desde cualquier lugar. Además, ante una crisis, pocas regiones verdaderamente lejanas quedan ya en el mundo. ¿No crees que los viajes de quienes trabajamos en las empresas y en las entidades públicas aceleran el desarrollo, inspiran posibilidades y mejoran la calidad de vida de las organizaciones? ¿Hablamos sobre por qué los líderes, y todos los demás, debemos hacerlo con frecuencia?
La primera razón es simple: viajar es tremendamente útil. Al hacerlo, se aprende de lo que vemos, lo que oímos y de la gente que encontramos; también de nosotros mismos, en esos silencios profundos que únicamente los viajes propician, en hoteles, cafés, aviones o buses. Comprendemos mejor, ganamos perspectiva, nos conectamos con nuestra esencia. Para ello, desde luego, necesitamos los sentidos aguzados y el alma abierta. «Para viajar hay que estar despierto», escribió Gonzalo Arango. Solo verdaderamente despiertos podremos detectar el misterio de un idioma, el secreto de una ciudad antigua, admirar las músicas del mundo, hablar con desconocidos y leer el universo como lo que es: la enciclopedia original, la única completa.
La segunda razón es el placer de encontrarnos con la vida. Viajamos para probar comidas exóticas que nutren sobre todo el espíritu; para caminar, perdernos y encontrarnos; para correr por bosques o calles, como exploradores, para sentir nuestras buenas piernas abrazar los paisajes del mundo. Fue corriendo en el país de los canales donde descubrí, por ejemplo, la amistad con tu tocayo. En un bus en las montañas ecuatorianas aprendí con mis hermanos de la vida cómo decir «te amo» en quechua. Meditando en una iglesia antigua en París, o en Mompox, he descubierto que todo lo vivido vale la pena. Viajamos para hacer amigos con la naturalidad de los niños. Los eslovenos, árabes, guatemaltecos, mexicanos, gentes de otras partes, y colombianos de todas las regiones que puedo llamar amigos fueron, casi todos, regalos de periplos viajeros. «A los jóvenes les conviene viajar, para convencerse de que la felicidad, la verdad y la belleza, etc. no tienen patria», escribió Fernando González.
Al final, aún con argumentos tan contundentes, el viaje no requiere de razones ni métodos. «El único sistema para viajar es la lentitud y la facultad para demorarse donde nos coja el amor», escribió el filósofo de Otraparte.
Sin embargo, conviene regresar para que el viaje florezca con todo su sentido. Luego de la expedición aventurera, del recorrido dulce o el audaz, en el trabajo nos esperan los nuevos proyectos inspirados en ese mundo que traemos, y en la casa nos aguardan las pequeñas dichas, el fuego del hogar. Viajamos mejor cuando tenemos puerto, cuando hay una cocina adonde llevar los frutos recogidos. Como dice mi mamá, «muy rico viajar, pero mejor llegar». Viajamos para compartir con los amados lo aprendido, ese nuevo ser que somos, todo lo vivido, porque en los viajes también aplica el viejo adagio: «una pena compartida es media pena, una alegría compartida es doble alegría».
Fuente:
Escobar Arango, David. «Viajar y volver». Periódico El Colombiano, Envigado, domingo 20 de octubre de 2019, p. 34.