Un paseo en compañía
de Fernando González

Por Jaime Darío Zapata Villarreal

El padre Daniel Restrepo González es sobrino de Fernando González. Mientras el filósofo vivió, fueron muy cercanos, dando paseos por las viejas calles de Envigado. En esta primera entrega de dos sobre su vida, el padre recuerda esta y otras historias junto a su tío, el filósofo de Otraparte.

Impresiona la lucidez de la memoria: la exactitud de las fechas, de los sucesos, de los nombres. Cuando el padre Daniel Restrepo González hilvana sus recuerdos, lentamente, como sacándolos de un baúl recóndito, las historias parecen desfilar ante quien las escucha, recreándose y exhibiéndose en un paseo continúo por el presente. Nació en Envigado en 1932, el 16 de febrero. Esto lo dice con voz firme, pero con los achaques normales de la edad. Afirma que no le gustan las entrevistas, pero puede hablar durante horas seguidas sobre su vida, sobre sus paseos con su tío Fernando González o sobre su papá, el “ilustre” médico Francisco Restrepo Molina: “Mi papá era médico. Ilustre en su medicina, ilustre en su cristianismo, ilustre en su conservadurismo. Un santo varón de mi Dios, porque entregó la vida al servicio del prójimo, gratis, porque nunca le cobró a nadie”.

Con su tío, el filósofo de Otraparte, el padre recuerda las largas caminatas desde su casa hasta la casa de un amigo político del escritor, que funcionaban como una especie de recorridos intelectuales por diversos momentos del pasado del escritor, de su Envigado inicial, de sus lecturas —hablaba de escritores y filósofos como si lo hubiera leído todo—, y que además se acompañaba de los libros que siempre cargaba en un morral.

“Cuando yo tenía seis años él venía a mi casa a buscarme todos los días para llevarme a Itagüí a visitar a este señor, muy instruido como él. Hablaban de filosofía y política, como por cinco horas, e intercambiaban libros y recomendaciones. Yo me quedaba sentado, absorto, pero sin entender nada. Lo que más recuerdo de esas caminatas era la sabiduría con la que hablaba de las plantas y flores, él era botánico, y aprovechaba las largas caminatas para recolectar plantas y flores para su colección”, recuerda el padre, desde su cuarto en el refugio Bernarda Uribe Restrepo, donde vive desde hace 15 años.

Hay una anécdota que el padre suele recordar con entusiasmo: el día en que el presidente Alfonso López Pumarejo fue a visitar a su tío, en su casa de Otraparte, sin avisar. “A mi tío no le gustaban las visitas de sorpresa y menos de desconocidos, así fuera el mismísimo presidente”, dice. Ese día, González estaba en el jardín frontal de su casa, cuando Pumarejo con su séquito, desde la acera, esperando las venias correspondientes, le dijo: “Maestro, vine a verlo”, a lo que González responde, con una sinceridad sin concesiones: “Bueno, ya me conoció de frente, ahora conózcame por el culo”, y se entró para su casa.

Para ese entonces, a González lo veían como un demonio, en gran parte porque creían que el filósofo era un ateo sin remedio, rebelde, anticlerical, oscuro, un diablo, decían, cosa que el padre Daniel niega con énfasis ya que, dada su cercanía con su tío, lo pudo conocer en sus facetas más íntimas, de orador empedernido, el González que pocos conocen y que guardaba en su bolsillo un Evangelio de San Lucas y una camándula.

“Mi tío tenía una finquita muy modesta en Santo Domingo. A veces nos llevaba a los sobrinos por allá, para que pasáramos los días rodeados de naturaleza. Él hacía algo muy particular, aunque consecuente con su forma de ser desinhibida: después de enviarnos a acostar, se desnudaba y se ponía a rezar un rosario por las habitaciones, orándolas mientras las recorría. ¿Cómo me van a decir que esto lo hacía un ateo?”, comenta, mientras muestra el libro que escribió sobre el filósofo con base en citas de sus libros, que tituló San Fernando González: doctor de la Iglesia, en un intento personal por santificar a su tío y, además, demostrar que había otra cara distinta del González que todos conocen.

Fernando era como era. Un hombre sincero, cristalino, sin pelos en la lengua. Así lo recuerda y lo quiere recordar siempre el padre González, quien se ha dedicado también a traducir los libros de su tío al latín, como un homenaje íntimo a la memoria de ese hombre cercano que alguna vez le regaló una Gramática Latina de Caro y Cuervo para que se instruyera, para que reforzara el latín que aprendía en el seminario, sin saber que medio siglo después esta seguiría intacta, en casa de su sobrino, ayudando a descifrar y a trasladar a otra lengua (muerta) los pensamientos de ese viejo sincero de Envigado.

Fuente:

Zapata Villarreal, Jaime Darío. “Un paseo en compañía de Fernando González”. El Mundo, Medellín, domingo 26 de febrero de 2017, sección Literatura.