El maestro desobediente
Por Reinaldo Spitaletta
Ser maestro en Colombia, uno de los países más inequitativos de América Latina, está conectado con el desprecio del establecimiento por los que en un rol histórico están llamados a sacar al país del subdesarrollo mental.
Tal vez ser maestro en un país en permanente conflicto, como este, sea un riesgo, porque si enseña a abrir los ojos ante una realidad de miserias, puede ser objetivo de aquellos que prefieren tener a la mayoría de la gente en la oscuridad y la ignorancia. Estas dan mejores réditos a quienes han dominado a perpetuidad el feudo conocido como Colombia.
Y en este punto quisiera recordar un texto, una novela, de Fernando González, un tipo que, por otra parte, siempre mostró interés por la educación: El maestro de escuela, que muestra en profundidad el fracaso y la tragedia de un maestro de pueblo, despreciado por la burocracia y los directivos de lo que entonces se llamaba la Instrucción pública (como decir hoy el Ministerio de Educación, por ejemplo).
Manjarrés, que así se apellidaba el maestro, era un hombre que vivía a la enemiga, en una sociedad de medianías y aguas tibias. “Decir lo que sentía y pensaba fue la inmunda práctica de Manjarrés”, un profesor de quinta categoría, con un salario de cuarenta pesos, que vivió empeñado en escribir y enseñar una teoría del conocimiento.
El sujeto en mención era un personaje singular, opuesto al “santo hedor de la caridad capitalista” y en contravía del “santo papa y la santa puta”. Su prédica tenía que ver con la desobediencia, con sus llamados a no adaptarse, a no constituir parte del rebaño, sino a mirar el mundo con ojos críticos. Sabía que el dinero lo tenían los poderosos, y “los poderosos protegen a los que se ‘adaptan’”, y Manjarrés no era adaptable al sistema. Por eso había que joderlo.
Y así, el sistema, con sus tácticas de humillación y despotismo contra quien no se adapta ni se doblega, fue quitándole la pugnacidad al maestro. Y sus ganas de vivir. Su teoría del conocimiento quedó postergada para siempre. Pero para la memoria quedó su actitud de instigador, de propulsor del otro para que piense por sí mismo, y para que no sienta vergüenza de lo propio, de su entorno. Ni de luchar por sus derechos.
Hablar de educación y magisterio es asunto espinoso. Pero jamás anodino ni farandulero. Y en estas sociedades, dominadas por el mercado, el consumo y la digestión light, cuando se cree que el maestro debe propender por sacar mano de obra calificada para la productividad y nada calificada para el pensamiento, entonces aparecen las discordancias. Para los heraldos del sistema, el maestro debe ser obediente, resignado, nada cuestionador. Que no enseñe a sus alumnos a tener preguntas, sino a que aprendan la condición de ser ovejas.
Por eso, no es raro que una ministra de Educación llegue a decir, frente a la desobediencia de los profesores colombianos, que “si los educadores permanecen en paro, no negocio y no hay pago”. Buena estaría para ministra de Represión. Lo dicho: ser maestro en Colombia es estar en la cuerda floja, en una serie de inestabilidades que conduce, como al viejo Manjarrés, a que la teoría del conocimiento se quede en las tinieblas.
Para el científico colombiano Rodolfo Llinás, en Colombia “los maestros son personas que no son tan respetadas como deberían ser. Es decir, en el resto del mundo un maestro de escuela es una persona importante, que les está enseñando a nuestros hijos a pensar; en Colombia es como si los maestros fueran simplemente cuidadores de niños” (El Espectador, 4-05-2015). Y volvemos al quid de la cuestión: en Colombia el sistema no reconoce la importancia de los docentes, y menos si son contestones y no se dejan manosear por las políticas oficiales.
Puede ser una verdad de Perogrullo, pero hay que volver sobre ella: el maestro es un ser esencial en la organización y desarrollo de un país, y hay que pagarle bien. Reconocerlo. Mirarlo como lo que es: alguien muy importante para la humanidad. Por eso, y por otras razones, más que aumentar los presupuestos para la guerra, hay que abundar en los de la educación. Y en este caso el dinero es público, y no se podrá poner como condición (como quiere el sistema) que los maestros (y los estudiantes) sean dóciles y obedientes.
Fuente:
El Espectador, martes 5 de mayo de 2015, columna de opinión Sombrero de mago.