Por los caminos
del Viaje a pie

Viaje a pie, de Fernando González, pretexto para visitar la geografía del Occidente del país.

Por John Saldarriaga

Si el filósofo Fernando González hubiera querido ser literal, en lugar de Viaje a pie, hubiera debido titular su libro Viaje a pie, a caballo, en tranvía, en cable aéreo y en tren.

Viaje a pie es el relato de un recorrido suyo por territorios de Antioquia, Viejo Caldas y Valle del Cauca, en compañía de su amigo Benjamín Correa, efectuado del 21 de diciembre de 1928 al 18 de enero de 1929.

En palabras de su sobrino, el sacerdote Alberto Restrepo, fue un recorrido por la Colombia de Reyes, el presidente militar que gobernó en el primer decenio del siglo pasado —un país de costumbres conservadoras, dogmático, en el cual la Iglesia católica tenía un marcado dominio en todos los ámbitos—, con el objeto de pintarla de manera crítica.

Y en las de camineros como Julio Calle y Jesús Camacho, quienes han hecho el viaje y son seguidores de la obra del Mago de Otraparte, él emprendió un camino por tierras que conocía. Como abogado, litigaba en el Sur de Antioquia y el Norte de Caldas, departamento separado de aquél 25 años atrás, precisamente, en el gobierno de Rafael Reyes.

“Conocí a Benjamín cuando él era un anciano —cuenta el padre Alberto—. Vivía en la Tasajera, su tierra natal. Fue secretario de Fernando en su oficina de abogado, cerca al Parque de Berrío. Fue novicio jesuita. Por eso, inspirado en él, Fernando escribió Don Benjamín, jesuita predicador”.

Según el religioso, los viajeros, luego de apearse del tranvía que los llevó de Envigado a El Poblado, ascendieron al Oriente antioqueño por la loma de El Tesoro, pasaron por Las Palmas, donde, cerca al lugar que hoy ocupa la Comunidad Terapéutica Las Palmas, vieron la antena de Marconi que, si bien todavía está allí, no se destaca como en aquel tiempo, cuando parecía tener “una altura de vértigo. De allí se ve el Ruiz, cuando está despejado”, agrega.

Esta semana, en nuestro viaje, vimos paperos en La Unión. Se quejaban por los malos precios del tubérculo, lo cual los tiene viviendo, más bien, de la leche. Decenas de garruchas tendidas sobre los abismos, con las cuales transportan cantinas lecheras, café y bultos de alimento para animales. “Y cuando las personas ven desde las fincas el bus asomar curvas arriba, se montan en esa misma canastilla y se lanzan a volar sobre los cañones hasta llegar al otro lado, a la carretera. No crea: ha habido muertos. Por el bamboleo, se descuelga la cesta y los pasajeros van a dar a lo profundo de los cañones, cien metros abajo”, cuenta Jairo López, un recolector lechero.

Ruta 24

Los viajeros ingresaron a Abejorral por el camino de Rionegro, después de haber pasado El Retiro y La Ceja del Tambo, y de haber comprado un caballo. Si no entraron, al menos sí vieron La Aduanilla, “sitio en que los arrieros debían registrarse”, comenta William Arboleda, director del periódico El Morabejo, de Abejorral. Esa entidad estuvo situada en lo que hoy es el barrio Las Canoas, habitado por gente humilde y colmado de casas precarias. Tomaron la Ruta Departamental número 24 y, por ella, caminaron sobre la cresta montañosa en la que se recuestan las veredas Los Dolores, Los Eucaliptos, Cachipay, Granadilla, Purima, Potreritos y Los Encuentros, sitio donde se unen los ríos Aures y Arma. En tiempos de la arriería era un camino transitado. Unas 2.500 personas lo usaban diariamente.

“Cuando el viajero va descendiendo, o mientras trepa la vertiente opuesta, contempla cascadas, casuchas inverosímiles puestas en los desfiladeros (…)” dice Fernando González en el libro. Cuando escribió lo de las cascadas, tal vez aludía, entre otras, al Salto del Buey, que se divisa desde lejos e inspiró versos al poeta Gregorio Gutiérrez González:

De peñón en peñón, turbias, saltando / las aguas del Aures descender se ven; (…) / Se ve colgando en sus abismos hondos, (…) como de un cofre en el oscuro fondo / los hilos enredados de un collar.

“El Arma es una barrera natural”, insisten Julio y Jesús, los caminantes. En la época del paso de González, dicen, él tal vez consiguió quién los pasara en canoa de un lado a otro. Por su parte, Arboleda no parece ver tanta dificultad, pues solamente menciona: “Ese río es grande; tal vez lo pasaron en verano, con el agua a la cintura”. Pocos años luego del paso de los viajeros hubo puente, pero muchos años después se lo llevó una creciente. Esa carretera, la que dañó la Ruta 24 en ciertos tramos, es incompleta. Avanza diez kilómetros entre la cabecera municipal, en sentido norte-sur, pero, de pronto, se acaba. Cuenta el abejorraleño que hace tiempos hubo un proyecto de construirla hasta Aguadas, pero gentes de su pueblo se opusieron a ello, con el argumento de que por ella llegarían al pueblo el vicio y la prostitución.

Aguadas

En Aguadas, donde al ver un entierro el filósofo reflexionó sobre la muerte, un manto de neblina se agita con el viento en la mañana. Casi no se ven las copas de las araucarias del parque y los faros permanecen encendidos inútilmente. Temprano, los jeeps de servicio público veredal empiezan su labor. Algunas ruanas, numerosos ponchos y muchos más abrigos entran a la iglesia de la Inmaculada Concepción.

Antonio Quintero, mendigo viejo y sin llagas, cuenta que Aguadas ha crecido bastante en sus años. Con cigarrillo entre los dedos, habla entre bocanadas de humo: “Las calles eran de piedra. ¿Las araucarias? Uf, esas sí tienen más de cien años”.

El cementerio, que aparece en fotos de esos aventureros de 1928, no es “eterno, inconmensurable”, como lo recuerda el padre Alberto, quien vivió 25 años en el norte de Caldas: fue párroco de Filadelfia. Total, varios terremotos han afectado esos pueblos. En 1938 y en 1962, los más recordados.

En Pácora, Fernando y Benjamín escucharon las campanas más sonoras de Colombia, según cuentan con orgullo los paisanos de ese pueblo. En Salamina, la pila del parque, junto a la cual se paró el secretario para salir en una fotografía, sigue ahí. Según el escritor local Álvaro Maya Londoño, fue instalada gracias al dirigente político Bonifacio Vélez, en 1899. Y las casas del siglo XIX, con balcones coloridos, algunos tachonados de flores, continúan intactos.

El pueblo más pueblo

En Aranzazu se recuerda ese comentario sobre las casas inverosímiles puestas en los desfiladeros. Aún hay allí viviendas sostenidas en guaduas que desafían la fuerza de gravedad. No solo en montes, sino en el pueblo: en el sector del Cementerio, el barrio entero, edificado en ladera, los mundos de vivos y muertos se miran desde zancos.

Aranzazu es un municipio alegre. El último miércoles de mes celebran la feria equina, que, según sus moradores, “no es una fiesta”. Negociantes de caballos llegan al centro en la mañana, ensayan bestias y beben en cabalgata todo el día. La población en general termina involucrada en la rumba de un concierto de música popular y callejeando hasta la madrugada del jueves.

Leyendo los mensajes de un cuaderno de visitas de un hotel, encontramos la nota de Julio Calle, escrita hace un año, a su paso en su último viaje hacia Manizales:

Viajeros a pie de Medellín pasamos en enero 11/11, siguiendo las huellas del camino de la Colonización Antioqueña hacia el sur. Medellín-Manizales en 10 jornadas y con libro en mano a manera de bitácora. Viaje a pie de Fernando González.

Una vieja torre del cable que de Aranzazu subía a Manizales está tirada en una manga cercana al cementerio. El cable en el que Fernando y Benjamín volaron a la capital caldense. Había sido inaugurado el mismo año del viaje y funcionó hasta 1942.

“Se detuvo el alambre; experimentamos el terrible desvanecimiento que debe sentir el ahorcado cuando lo paran sobre la compuerta que tapa el abismo. Así llegamos a Manizales”, dejó consignado el autor de Viaje a pie.

El cable de pasajeros se acabó por los ataques de bandoleros y porque era un viaje de miedo, según ha oído decir el padre Alberto: “Los viajeros pasaban volando en su cajón muy cerca de las montañas y a veces en ellas había incendios que casi los tocaban. O si había tormenta, llegaban ateridos a Manizales”.

En esta ciudad, este medio de transporte y otro que llegaba a Mariquita, marcó una época de prosperidad. Un barrio lleva su nombre, El Cable. Hay réplicas de los cajones de viaje. Está parada la torre de Herveo, en madera. La Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional ocupa la estación. Es una construcción de madera negra.

De allí, los viajeros siguieron a Buenaventura, adonde llegaron en tren, que abordaron en Cartago. “Pero la gran experiencia fue el Nevado del Ruiz —sostiene el sacerdote—. Cuando yo fui a estudiar a Manizales, Fernando me mandó una carta que decía: muy bueno que el espíritu te llevó a la fría Manizales a observar a Dios en el Nevado”.

El padre comenta: “Me sorprende que Fernando y Benjamín aparezcan en las fotografías vestidos siempre de saco y corbata; nunca de ruana”.

Fuente:

El Colombiano, lunes 2 de julio de 2012, sección Turismo.