Una inquieta calavera
Por Juan José Hoyos
Me gustan las tiendas de barrio por las historias que guardan entre sus muros. En una de ellas escuché por primera vez la historia de la calavera de Fernando González. Me la contó un antiguo empleado del Departamento Administrativo de Seguridad.
La segunda la leí en Los caballitos del diablo, una bella novela de Tomás González.
El libro dice que, después del robo de los restos ocurrido en el cementerio de Envigado en 1973, estuvo escondida en un taller, entre una pila de chatarra. Que luego fue llevada a una casa en la montaña. Que allí fue acomodada en una repisa de una biblioteca. Que “era voluminosa, y sus anchas cuencas, como pozos sin fondo, parecían todavía obstinadas en descifrar la espinosa belleza del mundo”.
La última la leí en El Colombiano, en una crónica de John Jairo Saldarriaga. La artista Marta Lucía Villafañe dice que la vio en una casa de campo donde ella vivió con su esposo, que era sobrino del maestro. “Cuando llegué a la casa vi dos huesos largos que se salían de una olla de barro precolombina. Al lado de la olla, una calavera”.
El 7 de junio de 1979, el mismo en que falleció Margarita Restrepo, la viuda de Fernando González, el padre Daniel González, otro de sus sobrinos, pidió a la familia que subieran a la montaña, reclamaran esos restos y “solucionaran de una vez ese asunto de la calavera”.
Al final, Fernando, el hijo del escritor, los recibió y, en compañía del padre Daniel, los llevó a la cripta de la iglesia de San Marcos para juntarlos con los demás. Existe otra versión según la cual la calavera fue puesta con sigilo dentro del ataúd de doña Margarita.
La primera historia es esta: en 1973, cuando ocurrió el robo de los restos, Carlos Alberto Caro era jefe del grupo de Policía Judicial del DAS. Su oficina estaba situada en la calle Ayacucho. Una mañana, un desconocido que no se identificó llegó a la portería con una pequeña caja de cartón. Lo atendió un agente que estaba de guardia. “Ahí le dejaron esa caja”, le dijeron a Carlos Alberto cuando llegó a recibir el turno. Apenas la abrió, encontró una calavera con una nota escrita a mano. Decía que era el cráneo de Fernando González. Los huesos tenían rastros de una pintura opaca, de color dorado.
El desconocido pedía devolverlos a la familia. Él averiguó por la investigación judicial en varios juzgados. Ninguno le dio razón del caso. Entonces le escribió una carta a Simón González, hijo del maestro, quien entonces vivía en San Andrés. No sabe si la recibió. Nunca tuvo respuesta. Al final, archivó el material en el fólder de correspondencia. El cráneo lo puso sobre un archivador. Toda la gente que entraba a su oficina podía verlo.
Hoy, 40 años después, no sabe qué pasó con él. Sea cual fuere la verdad, parece que la calavera de este hombre de mente inquieta tampoco se quedó quieta después de que fue sacada de su tumba.
Fuente:
Periódico El Colombiano, domingo 11 de marzo de 2012.