Páez y Chávez
Por Ernesto Ochoa Moreno
Comentando la sonada pelea verbal (casi de verduleras) entre el presidente Uribe y el mandatario venezolano en plena cumbre de Río, el colega Alberto Velásquez Martínez, agudo periodista y certero historiador, anotó en su columna del miércoles pasado, que “el coronel ha querido en sus permanentes escarnios contra el país y contra sus funcionarios, revivir en la historia más a Páez que a Bolívar”.
Es cierto. Más que la reencarnación del Libertador, como él se cree y lo quieren hacer ver los ideólogos del socialismo castrista-bolivariano que se sacó de la manga el coronel golpista, Chávez es una versión, ni mejorada ni corregida, del general llanero que acompañó a Bolívar en la gesta libertadora y que dejó en Venezuela el gene totalitarista que ha hecho de esta nación un país de dictadores.
Los encuentros y los desencuentros de Uribe y Chávez son simplemente el regreso a la época de la Gran Colombia. Como lo he dicho varias veces, para entender a Venezuela y a Chávez, es bueno leer el libro Mi Compadre, de Fernando González, así como leer el libro Santander, también del filósofo de Otraparte, que fue publicado hace 70 años, puede dar muchas pistas para entender tanto a Uribe y al uribismo reeleccionista que lo ronda. Más que a Juan Vicente Gómez o a otros de los dictadoras que en Venezuela han sido, Chávez encarna a Páez.
“La enemistad entre Páez y Santander nos va a perder a todos”, decía el Libertador. Hagamos un poco de historia. El 4 de mayo de 1830, en Bogotá, Bolívar deja la presidencia de la Gran Colombia y asume, en forma interina, Domingo Caicedo. El 6 de mayo, José Antonio Páez declara la separación de Venezuela. El día 13 se separa también Ecuador, de la mano de otro venezolano, Juan José Flores. En menos de dos semanas se da al traste con el sueño del Libertador.
La lucha entre centralistas y federalistas, al amparo de un furibundo y taimado odio a Bolívar, más la reacción contra el gobierno dictatorial que el caraqueño implanta en 1828, con presidencia vitalicia incluida (una herencia perversa que hoy Chávez y otros pretenden reeditar) fueron algunas de las motivaciones para que naciera el triángulo de odios y desencuentros (Caracas, Bogotá, Quito) que, a la vuelta de casi dos siglos, estas naciones que se dicen hermanas se empecinan en revivir.
Flores asume oficialmente la presidencia de Ecuador en ese año de 1830. Páez, que tiene también el poder tras la separación, es nombrado presidente de Venezuela en 1831, y Santander, que es llamado del exilio, asume la presidencia de la Nueva Granada en 1832. Atrás quedaban, como escombros trágicos del naufragio, el asesinato de Sucre en Berruecos (con Flores entre bambalinas), en septiembre de 1830, y la agonía y muerte de Bolívar en San Pedro Alejandrino, en diciembre de ese año.
Chávez no revive, pues, a Bolívar, sino a Páez. A quien retrata así Fernando González: “Tenía Páez una figura de bull-dog; cuadrado el rostro y poderosas las mandíbulas; (…) los ojos separados y las cejas levantadas afuera, en arco, como si hiciera esfuerzo para abrir aquéllos. (…) Pero lo mejor era la cabeza: un adorno del rostro, así como la inteligencia lo era de su voluntad. Las mejillas y las sienes muy anchas; las orejas estaban muy lejos de los ojos. Frente abombada y encima de ella, allá atrás, una cabellera bellísima en mechones. No había sino cara, frente y pelo. Parece que no tuviera nada detrás de la frente. Era epiléptico e impulsivo. Bolívar era su Dios y su religión”.
(Las cursivas son originales y, curiosamente, parecen adoptadas hoy por Chávez).
Fuente:
El Colombiano, sábado 27 de febrero de 2010, columna de opinión Bajo las ceibas.