La Caperucita de
Fernando González

Por John Saldarriaga

Marta Eidelman, de origen judío, ha tenido una vida de película. De niña fue vecina del Filósofo de la Autenticidad, quien ya era célebre. Una anécdota narrada por Alberto Restrepo dio pie para contar esta historia.

Quienes pensábamos que Marta Eidelman es un personaje sin par sólo porque siendo niña Fernando González la trató de Caperucita Roja, estábamos equivocados.

Su historia es de una intensidad asombrosa. Basta decir, para empezar, que en esa época cercana a 1940, en Envigado la conocían como la Niña Judía.

Ella, quien hoy supera los 77 años, dueña de una memoria de elefante, vive orgullosa de ser paisana de Jesucristo.

Sus padres, de origen rumano y religión judía, la concibieron en altamar, a finales de 1929, a bordo del barco carguero que los trajo hasta Buenaventura, en un recorrido de cuatro meses, huyendo de los rigores de la persecución nazi. No había empezado la gran guerra, pero ya la situación era difícil para los de su raza. Nació en el 30 y la nombraron Molka. Molka Eidelman. Sólo que ella, para evitar confusiones —y peligros, con tanto antisemitismo—, más tarde se hizo bautizar Marta.

Su madre, Paya Doñetz, no habría de durar mucho. En la precariedad hospitalaria de entonces, murió cuando Molka tenía tres años, a causa de una infección. Total, la penicilina, descubierta por Alexander Fleming cinco años antes, todavía no era fácil de conseguir por aquí. Y el padre, Peicer, conocido como Pedro, quedó a cargo de la chiquilla, sin dominar el español y, menos aún, los cuidados de una bebé.

Fue entonces cuando él —quien, por cierto, ya había venido al país en el 24 como polizón— conoció una pensión del centro de Medellín y, en ella, a Carlina Tamayo de Arango, su dueña. “Esa señora no era un ser humano: era un ángel”, exclama Marta al evocarla.

Le contó que había quedado viudo y a cargo de su hija.

“Y ¿cuándo me va a presentar a la niña?”, le preguntó la señora colombiana.

Desde el día siguiente, Marta quedó al cuidado de esa mujer. Su padre viajó a Buenaventura, buscando que el nombre de ese puerto se hiciera realidad en él, pues hasta el momento su pobreza era comparable con la de ciertos personajes de Charles Dickens. Y dejó a Marta con la mujer de la pensión, quien pronto, encariñada con la Niña Judía, se la llevó a vivir a su nueva casa, situada al lado de la finca Bucarest, en la entrada de Envigado.

Dicho de otra forma: ella, con ancestros en Bucarest, la capital rumana, llegó a vivir al lado de Bucarest, la finca envigadeña. En una casaquinta con jardines alrededor y un bosque de pinos al frente. Fernando González, Margarita Restrepo y sus hijos eran sus vecinos.

“Era una familia queridísima. Qué tristeza cuando murió Ramiro, de una enfermedad llamada púrpura. Yo soy de la misma edad de Simón, quien llegó a ser intendente de San Andrés”.

La niña solía situarse en la entrada de la casa, a ver pasar la vida por la verja. Tenía seis años, aproximadamente, cuando el Filósofo de la Autenticidad, cuarentón por entonces, solía detenerse a saludarla y decirle que ella era su novia. Un día, a estas palabras agregó que se casaría con ella. Crédula, la niña le contestó: “Usted no me gusta, porque está muy viejo y tiene las orejas muy grandes”.

“Tengo las orejas tan grandes, para oírte mejor”.

Cóndor perseguido

Marta entró a estudiar a la Presentación. Las compañeras le hacían burla por ser judía. Una de las monjas no la dejó entrar a la capilla por el mismo motivo.

Inconsolable la encontró la madre superiora, una francesa cuyo nombre es quizás el único detalle que logró huir de la memoria de Marta Eidelman. Pero no que la tomó de la mano y, tras escucharle entre sollozos la razón del llanto, la llevó al lugar del culto, la sentó en su silla cerca al altar, ante la mirada asombrada de las compañeras.

Carlina, el ángel, quien la esperó ese día, como de costumbre, a la salida del colegio, notó que a la niña la habían hecho llorar. Apenas conoció la situación, le dijo: “Usted no va a volver a llorar. Usted es paisana de Jesucristo. Y ese judío que está en el Cielo ayuda mucho a los de su pueblo”.

“¡Me sentí tan importante! —recuerda Marta—. Me sentí como un cóndor y podía volar muy alto”.

Desde entonces, a las monjas les dio porque tenían que bautizar en el catolicismo a la Niña Judía. Aprovecharon la visita del Arzobispo, Tiberio Salazar y Herrera, para plantearle la inquietud. Él habló con la niña, ésta le contó su historia y él terminó comprometiéndose con el caso.

Tres años después, el jerarca volvió a la Presentación diciendo que había conseguido permiso del Papa. El bautizo fue el 31 de marzo de 1940. Envigado marchó en procesión para celebrar el bautizo de la Niña Judía.

Un tal Carlos Bawn, vendedor de mercancía en Medellín, se enteró del ritual y llamó a Pedro al puerto, donde prosperaba con su almacén El Porvenir, para ponerlo al tanto.

El padre de la niña se apareció en casa e invitó a las mujeres, que además de Carlina y Marta eran dos hijas de aquella, a viajar con él a Cali en el tren, en un tramo recién inaugurado.

En la Sultana, ya en el hospedaje, el judío les dijo que estuvieran contentas, porque serían los últimos días juntas. Que Marta se iría con él.

Esa noche, ellas no durmieron. Se la pasaron pensando cómo fugarse. Como la puerta estaba cerrada, las mujeres decidieron que al amanecer, cuando la abrieran, dirían que saldrían a comprar leche. Y así fue. Salieron para no volver.

Pero Pedro no era tonto. Adivinó sus intenciones y pronto lo tuvieron corriendo detrás suyo.

Un policía detuvo a las mujeres. Ellas dijeron que ese hombre robaría a la chica y ésta le aseguró al uniformado que nunca lo había visto antes.

Con protección policial llegaron a la estación del tren, no sin antes llamar a Envigado a contar lo ocurrido. Esta llamada valió para que algunos parientes y amigos fueran hasta La Pintada a esperarlas y cuidarlas de todo mal y peligro.

Desde ese punto y hora comenzaron las persecuciones de Pedro, apoyado por las autoridades colombianas —pues tenía sobre ella la patria potestad— y de la colonia judía. En breve se radicó en Medellín y le fue más fácil realizar su acoso.

“En mi casa, la señora colombiana y sus hijas cavaron un sótano en el solar y por la noche sacaban la tierra en tarros de galletas. Pusieron una tapa de tablas y yo cabía sentadita en un cojín. Y así, quietecita, me quedaba hasta una hora cuando llegaba la policía a buscarme”.

Pedro consiguió que el gobierno determinara que le entregaran a la niña en Otraparte, ya habitada por Fernando González. El día señalado, las mujeres se untaron Mentolín en la cara, para aparentar lágrimas, y juraron que a la niña la habían robado de la casa.

El padre González, de Santa Gertrudis, la llevó a esconder en el convento de las Siervas del Santísimo, en Moravia.

Hasta el Gobernador de Antioquia dictó orden de captura contra las mujeres, pero “el papel se le voló por la ventana de su despacho”.

“Un rumor decía que me habían llevado escondida en un carro de galletas a Bogotá, pero eso no fue cierto”.

Pasó a estudiar al Central Femenino, pero en general fue poco lo que salió en años. Cumplió la mayoría de edad, tiempo en el cual el tío José Eidelman, otro ángel, trató de convencer a Pedro de la bondad de Carlina. Y si bien no la buscó más, tampoco quedó a gusto con la conversión de ella al cristianismo.

Pedro murió en 1954 y el velorio fue en la colonia judía. Marta asistió y vio, como es la costumbre, el cuerpo de su padre tendido en el suelo y cubierto con sábanas negras.

Los asistentes, resentidos aún con Marta, le decían que pidiera perdón. Ella no lo hizo y sintió como si su padre se revolcara en su sitio.

“Tengo tres personas muy queridas en el cementerio judío: mi madre, mi padre y mi tío José. Yo voy a visitarlos algunas veces. No llevo flores; acomodo las piedras, como es la usanza”.

A la muerte de su padre, Marta estaba casada. Una de las primeras cosas que hizo Octavio Cárdenas, su esposo, fue darle 5.000 pesos para que comprara un Volkswagen.

Recibió el dinero y pensó: “¿Qué hago yo con auto sin tener casa?”. Más bien se endeudó en otros 5.000 para hacerse a un terreno en el sector del Estadio.

Y este fue, sin duda, el despertar de su vida de negociante. Ahorró, prestó en bancos y tuvo visión para invertir. Fundó un almacén de miscelánea en el centro —Carlina pudo ver su sede del edificio Coltejer, en 1972, poco antes de morir—. En fin, salió adelante, a pesar de no haber tenido ejemplo en este tema. Le rindió hasta para recorrer el mundo y traer de sus viajes mariposas de cristal.

“Es que ser judío no es únicamente decirlo: ¡se lleva en la sangre!”.

Fuente:

El Colombiano, domingo 2 de marzo de 2008, sección Vida y Cultura, página 8c.