Lágrimas azules
por Simón González

En su oficina amoblada de árboles cantaban y cagaban los pájaros y de vez en cuando se desperezaba un tigre.

Por Jotamario Arbeláez

Se le acumulan a uno los amigos viajeros, si así puede decirse, en las páginas de la prensa, donde a duras penas si se les alcanza a decir adiós. Hace unos días murió el brujo Peppa, el raizal que sostenía sobre sus hombros ese tesoro de Morgan que es San Andrés. Ahora la muerte se la ha cobrado a Simón González, dos veces intendente y una vez gobernador de las islas por voto popular. Y rey de ellas desde siempre por voluntad propia.

Lo menos que le hubiera gustado, que uno lo enredara en esta sarta de palabras. Pero cómo dejar de decir que era una personalidad apabullante, un profeta del presente, un profesor de energía, un poeta de la vida, un mago solar y un brujo lunar, y un enamorado de las diosas de la mar océana, cuya sonrisa es la espuma de cada ola.

El impudor de las notas fúnebres permite que cada uno trate de involucrarse en la historia del muerto para lucir. Yo había invadido, en 1967, no solo la isla de San Andrés, sino una cabaña abandonada que estaba al amparo de la Corporación de Turismo, que manejaba Guillermo Cabo, un industrial antioqueño siempre de bermudas, camisa y sombrero blancos, radicado en la isla y feroz admirador de Simón. Cabo —quien hace poco hizo también el último viaje— amenazaba con desalojarme, así tuviera que hacer pasar un buldózer por sobre la cabaña y mis huesos. Pero nunca lo hizo. Un día los vi pasar señalándome, por enfrente de las cabañas. Se me erizó el espinazo. Pero esa noche se me presentó dulcísimo el atronador Guillermo y me dijo que me podía quedar en la edificación hasta que la tumbaran los vientos, porque ese señor cuya sabiduría él respetaba como la de nadie en el mundo, le había dicho que ese ser flaco y barbudo, a punta de colgar la toalla, ataviado con una túnica de los baños turcos del hotel San Francisco, iba a ser uno de los poetas de Colombia. Tal vez le había creído a Gonzalo Arango, quien era la mar de generoso con sus discípulos. Hoy, los derrumbados por el viento son los tres personajes de este párrafo, mientras yo continúo aferrado a los postes de la vida, dando veraz testimonio de los benditos amigos.

Simón se comportó como el gran gurú en el Congreso Mundial de Brujería, que él mismo dirigiera, y como Gobernador de las Islas de San Andrés, Providencia, Santa Catalina, Serrana, Serranilla y Quitasueño. Hoy esas islas se precipitan en el mar del olvido. Simón manejó la naturaleza de las islas con su brazo de ingeniero y su brazo de mago. Así, capoteaba las huelgas y amainaba los temporales. Pero ya nada queda de sus ejecutorias, y de la barracuda de ojos verdes a duras penas sobreviven las lágrimas azules. Y sólo las parejas que se aman en el archipiélago, como los pintores nadaístas Samuel y Fanny, y Dina Merlini e Iván, siguen viendo la luna verde.

En 1975, Gonzalo Arango solía subir al piso 29 del edificio de Seguros Tequendama, donde funcionaba el Instituto Colombiano de Administración (Incolda), cuyo gerente era considerado un genio financiero y un sabio en las ciencias del comportamiento entre los empresarios que lo consultaban como un oráculo y a cuyas empresas proyectaba a insólitos niveles de productividad creativa. Su secretaria era la bruja más encantatriz del mundo, Matilde Torres. En su oficina amoblada de árboles cantaban y cagaban los pájaros y de vez en cuando se desperezaba un tigre. Era Simón, a quien asesoraba Gonzalo, en sus manejos de mago de las finanzas del espíritu, con las mismas enseñanzas recibidas del brujo de Otraparte.

Murió con la frustración de ver que se tenía que morir, después de haberle ganado la batalla al cáncer de la muerte por más de veinte años, y con la alegría de dejar organizada para sus íntimos la fiesta de su muerte. Que será el 10 de octubre, cuando esparciremos sus cenizas desde el Puente de los Enamorados, que une a Providencia con Santa Catalina, donde viviremos una especie de saturnales, respetando su última voluntad.

Fuente:

El Tiempo, columna de opinión «Contratiempo», miércoles 1.º de octubre de 2003.