Presentación
Un hombre
entre dos siglos
Antología, poesía y prosa
—Noviembre 3 de 2011—
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Óscar Hernández Monsalve (Medellín, 1925) estudió en las universidades de Antioquia y Pontificia Bolivariana. Es poeta, narrador y periodista. Durante su vida —que se ha extendido entre el siglo XX y el XXI— ha desempeñado numerosos oficios: autor de libretos para radio y de canciones populares, actor de cine, boxeador y futbolista en su juventud. Fue cofundador del diario El Sol, donde publicaban Manuel Mejía Vallejo, Fernando González y otros escritores de la época.
Trabajó en El Correo como columnista, jefe de redacción, jefe de armada, traductor y cronista. En El Colombiano también tuvo diversos cargos, llevando más de 50 años vinculado a esa casa editorial donde todavía escribe semanalmente su columna “Papel sobrante”. Fue director de Vea Deportes, corresponsal de las revistas Estampa, Arco, Deporte grafico, Paulina, El obrero y otras.
También fue traductor de la Agencia France Press, director de la Imprenta Departamental y de la Colección Autores Antioqueños. Periodista en Radio Sutatenza por más de 15 años. Libretista en RCN, Ecos de la Montaña, Emisora de la Universidad de Antioquia, Radioperiódico en Turbo y otras emisoras radiales.
Fundó la Editorial Papel Sobrante (la llamó así porque literalmente salía a recoger papel sobrante de las imprentas para hacer los libros). Editó 12 libros gratuitamente para autores de escasos recursos. Fue coordinador del Festival Latinoamericano del Libro en Bogotá, Caracas, La Habana y Medellín, logrando ventas de dos millones de ejemplares.
Sus libros publicados son “Los poemas del hombre”, “Mientras los leños arden” (cuentos), “El día domingo”, “Las contadas palabras”, “Habitantes del aire”, “Al final de la calle” (II Premio de Novela Esso, 1965), “Versos para una viajera”, “Poemas de la casa”, “Cristina se baja del columpio” (novela) y “Un hombre entre dos siglos” (antología).
Presentación del autor por
Lucía Donadío y Lucía Estrada
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Óscar Hernández Monsalve es el escritor colombiano de quien debemos jactarnos; entre los demás de antes y de ahora los hay distinguidos pero todos son pintarrajeados de “otros”, pretenden ser “otros”, escriben como “otros”.
“Napoleón y los totes” son dos páginas que sólo puede escribir el que haya vuelto al Paraíso, es decir, el que no esté manchado por envidias, por ambiciones de ser “otro”; por el orgullo satánico de eso que llaman “pensamiento” y “pensar”. […]
Óscar Hernández es como casa sin puertas y por eso vive o está en él La Realidad, La Vida. Óscar Hernández es uno de aquellos de quienes se dijo: “Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios”.
Fernando González
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En la poesía de Óscar Hernández palpita, en cada uno de sus versos, un sentido humanista y un adentrarse en la ciudad como un termitero precisamente humano, nunca visto como una escenografía. Hernández Monsalve es, además de un testigo de su tiempo, un testigo de sí mismo, de su crecimiento como hombre en un medio pocas veces propicio a lo que no sea el sonar de las cajas registradoras y el paso camandular de las horas. Antes que ceder al llamado del desaliento que propiciaba la ciudad de su juventud y de adocenarse en la hipnosis de una literatura costumbrista arrullada en su narcisismo, se formó en la calle y en poetas insumisos como César Vallejo, lo mismo que en las letras líricas y perdularias de algunos tangos, pero sobre todo en el trasiego de la ciudad, en la lectura de sus gentes y paisajes.
Después de Vidales y antes que Rogelio Echavarría o Mario Rivero, es un poeta transeúnte, un callejero que, como sufre de una especie de claustrofobia, de aversión a la celda, busca en los otros un diálogo, una interlocución sin importarle su oficio: guitarrero, bailarín, camionero, malandrín, pescador, caminante, ladrón, camillero, pues en todos ellos encuentra a su otro. […]
A la poesía de Hernández hay que llegar despojado, en la humildad de una palabra descalza, sin artificios: nada de palabras exuberantes, nada de sonoridades y grandilocuencias, solo la palabra desnuda, descabalgada y callejera, la de de todos los días, la que dice “hombre, caballo, alambre, arroz”.
Juan Manuel Roca
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Óscar Hernández Monsalve
Foto El Colombiano
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Poemas de
Óscar Hernández M.
Los nombresDe repente aparecen * * * La voz del hombreY además, para que todos sepan, * * * La patria en la puertaGolpean la puerta |
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Nuestro Fernando González
Por Óscar Hernández Monsalve
—Ese es. Aquella es la cabeza del maestro.
Cualquiera de nosotros dijo la frase. La maravillosa cabeza de Fernando González es algo que no se olvida. Al lado de su noble cabello florecían naranjos y contaba gotas una fuente de bronce. La misma vitalidad de siempre. El maestro no envejece sino que se acerca a la muerte con la más clara naturalidad que pueda imaginarse. Allí estaba, sobre su silla, como uno de aquellos personajes absolutos de William Saroyan. Estaba, como dijera el mismo armenio americano de una criatura suya que murió limpiamente, perfecto.
Yo sé que Fernando González no necesita de ayudas exteriores para vivir. Una visita más o menos no va a agregar una maravilla a su alma. Pero la visita fue hecha con el ánimo de no quedarnos solos nosotros. Después de tanto espíritu menudo ensayando poses torpes de inmortalidad, nada mejor que hundirse en la sabia mansedumbre del extraordinario envigadeño. Además, en mucho asunto es padre nuestro, profesor silencioso de protestas, profeta criollo que empezó a acertar con sus dedos desde que se hizo fotografiar con el índice taladrando la sien derecha.
No sé por qué miraba al gato del filósofo, y le encontraba un hálito pascaliano. Repito, no sé por qué, pero pensaba en el gato, y repetía en mis interiores: Pascal. Luego, recordando también que alguna vez nos encargó conseguirle en París las obras completas de Spinoza (encargo que no cumplimos) relacioné su figura con la de Pablo Picasso y le pregunto:
—¿Usted lo conoce personalmente, maestro?
—No… ¿al español ese…? No, sé que anda con un loco llamado Dalí, unos bigotes largos y retorcidos, enmelotados. Algo así…
—Tiene usted gran parecido con la cabeza del español ese… ¿No le gusta Picasso?
—Hay mucha comedia en todo eso. Yo no acepto amorosamente sino la verdad. Lo malo o lo bueno, pero la verdad. Son detestables esos hombres que sonríen todo el día y al anochecer se quitan un puente que les maltrata. Esa gente de sombreros redondos, tan honorable, tan decente, tan circunspecta, debe tener mucho que ocultar.
De Picasso derivamos a las verdades suyas. Pasamos por un leve recuerdo de Juan Vicente Gómez. Llegó a las manos infantiles de Fernando González el nombre de Kalinin y luego comenzó a hablar de un hombre “misterioso”:
—Un gran hombre. Es lo mejor que ha producido España.
Unía sus dedos, llamaba hacia sí aquel nimbo especial y de él solo, que llega cuando sus manos quisieran ser dos nuevos labios, y entonaba, como un salmo encantado la palabra.
La espada y el hábito de San Ignacio le absorbían. Desde hace veinte años anda tras la huella del santo, y hoy está ya en posesión del secreto. Lo dicen sus ojos. El maestro tiene al santo de hierro como una vivencia propia, tal como él dice de las experiencias que hacen la vida. Se sumó a Loyola, ya lo respira y le anda por la sangre. Entró en el territorio de sus pertenencias espirituales.
Pero vuelve a salir de sus pensamientos. Se apoya en una alegre escalerilla de humor, y comienza a parearse, otra vez, como siempre lo ha hecho, con las cosas menudas que tiene el existir. Hace chistes buenos a sus buenos amigos. Se ríe del politburó y vuelve a emocionarse, enamorado, con la pelusilla negra que nace en el cogote de los estudiantes jóvenes.
—Eso… eso que se encrespa detrás de la nuca (recuerdo a un joven en un tranvía), es lo más hermoso que tiene la juventud.
Pasa el tiempo. El agua. Pasa la felpa gris encorvando su espinazo pascaliano. A todos nos dice que nuestras producciones son hermosas.
—Su novela, Manuel, es muy buena.
—Usted, Arturo, ha luchado. Quevedo, cómo está de gordo. ¿No será la conciencia, no?
—Muy hermoso aquel drama suyo, Hernández. Lo recuerdo mucho.
Yo también lo recuerdo y sonrío al hacer memoria de lo que Fernando González me decía en una carta:
“Usted es usted, usted se afirma. Usted es un imaginero. Imagineros eran Dante y Miguel Ángel…”. Yo me sentía con alas.
Nos íbamos y comencé a sentir vergüenza de esta vejez de treinta años frente a ese adolescente sexagenario. Con una sonrisa (también me aprieta un poco el puente) dije un sincero: Hasta pronto, maestro. Y adentro, allá donde crecen el absurdo y el ridículo, hablé con cierta seriedad:
—Adiós, Pascal.
Fuente:
Hernández Monsalve, Óscar. Un hombre entre dos siglos. Sílaba Editores / Alcaldía de Medellín, Secretaría de Cultura Ciudadana, colección Letras vivas de Medellín, 2011.