Presentación
Isolda
—Noviembre 1.º de 2018—
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Ángela María Ramírez Gil (Medellín) es médica y cirujana de la Universidad de Antioquia con estudios en Artes Plásticas y Arquitectura. Pertenece al taller de escritores de Comedal, dirigido por el escritor Luis Fernando Macías. En 1995 fue finalista en el concurso nacional de poesía, cuento y novela de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los cuentos “11 de abril” («Obra diversa», antología del taller de escritores de la BPP, 2007), “Bigotes de tinta” (revista Cronopio, 2014) y “Escalas del sexto” (Hilo de Plata Editores, colección Líneas Cruzadas, 2018). “Isolda” es su primera novela.
Presentación de la autora y su
obra por Luis Fernando Macías.
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Abres los ojos, no sabes quién eres ni en quién confiar. Solo sabes que necesitas recuperar tus recuerdos y encontrar la forma de sobrevivir. Esta es la historia de Isolda, una chica que lucha día a día por reencontrar su lugar en un mundo hostil, sin tener la menor idea del secreto que oculta su pasado.
La autora
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Ángela María Ramírez G.
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Isolda
Sin historia
—Capítulo 1—
«La vida es simple, naces, creces, a veces te reproduces y decides cuando morir. A veces no logras reproducirte antes de morir».
No sabía cómo empezar mi historia, no tenía una, esa era la cosa. Cuando desperté, si es que así se puede llamar a darse cuenta de que uno existe, el agua me hacía la guerra, se la hacía a todo, me golpeaba y al mismo tiempo me lavaba el dolor, me sabía a sal. El ruido no me dejaba pensar y la respiración húmeda se me cortaba entre llanto y llanto. ¿Por qué estaba llorando? ¿Quién era? ¿Dónde estaba?
Todo me daba miedo, lo que veía y lo que no. El río al frente arrastraba su estruendo y a los troncos derrotados que el cielo mutilaba con su tristeza. No podía moverme, seguía en la orilla, con el pelo pegado a la cara, sin saber quién era ni por qué estaba allí.
Estaba quieta. ¿Se me había olvidado también correr? La luz me sacó por un momento del vacío, el trueno llegó luego. Todo se iluminó y pude ver, nítidos, los árboles de la otra orilla, oscuros fantasmas aporreados por el clima, desprendiéndose de sus hojas a pocos metros de donde estaba, uno de ellos ardió y yo empecé a correr.
Me alejé de allí, el cuerpo se me dobló buscando oxígeno, el cansancio me sabía en la garganta, y en la cabeza me dolía la verdad de no saber por qué lloraba, para dónde corría. Paré y me metí debajo de un cebadero abandonado. ¿Y si allí también caía un rayo?
Vi a un hombre que también se alejaba del río, rápido. Era un manchón detrás de la lluvia, parecía un dibujo blanco y negro. El cabello liso y pegado por el agua parecía cortar la piel pálida, lo detallé cuando tropezó y se agachó, la caja que llevaba en la mano se había abierto. Cerró la caja con prisa y siguió su maratón.
Las tropas de agua vencedoras dejaron la batalla y yo salí del cebadero caminando a ver si me tropezaba con el pasado, sin rumbo. Seguía llorando, cuando vi en el piso una cosa que brillaba, me acerqué y la recogí. Una pequeña pieza de oro con forma de semilla de pino se le había caído al chico, tenía que ser suya, parecía un dije para colgar.
Me miré las manos, tenía las palmas arrugadas y moradas. La falda se me pegaba a los muslos, la sentía pesada. Metí el dije en el bolsillo y encontré otro objeto, lo saqué y observé el pedazo de plomo con su base plateada y remachada. ¿Para qué una bala en el bolsillo? ¿Por qué? ¿quién era, quién era, qué hacía allí? No podía recordar nada y el puño que me di en el muslo lo único que me reveló es que parecía anestesiada, levanté la mirada y vi una línea blanca y moribunda que curveaba en el cielo. El humo salía de la chimenea de una casa medio caída. Salí rauda y me aventé a la puerta que estaba sin cerrar.
Apenas abrí caí al suelo, algo que no podía ver me atravesaba la espalda, el abdomen. No podía evitar que me atragantara, la boca se me abrió y grité. Con las uñas arañé el piso, quería arrancar la sangre, pero no podía. Unas pupilas negras se habían tragado el azul de su mirada.
Abuelo, grité. Abuelo, abuelo. Era lo único que podía decir. Ahí estaba él en mitad de la pequeña sala, y yo supe que me llamaba Isolda.
Fuente:
Ramírez Gil, Ángela María. Isolda. Medellín, 2018.
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