Poncio Pilatos envigadeño

(Semana Santa en Envigado)

Capítulo I

El Domingo de Ramos

Encontré la plaza alegre, poblada de ramos que temblaban y tornasolaban dentro de la luz mañanera de este bendito pueblo. Resolví observar.

Era como en mi niñez: los mismos campesinos vestidos con ruanas, llevando haces de ramos; los más altos de estos, atados para que no perdieran su bella forma mística. Pregunté a uno cómo llamaban esa palma y me contestó: «Se llama ramo». Es la palma ramo por antonomasia.

—¿De dónde los traen?

—De Las Palmas…

—¿Los venden?

—Los grandes sí, pero ahí regalan hojas, haces de hojas…

Los infantes tenían manojillos de hojas; otros, ramitos, y la gente crecida, ramos hasta de tres metros.

El ramo es en realidad una hoja compuesta; el nervio tiene tres planos; uno de estos está sin hojillas: es el dorso, cubierto de pelusilla café, y los otros dos tienen hojillas largas, como cintas, hasta de un metro, del mismo ancho que el plano en donde nacen unas sobre otras, de modo que forman un rimero que allá arriba se va abriendo en abanico suave, tembloroso, verde-amarillo, que se inclina místicamente.

Verde-amarillo, porque cada hojilla cinta es verde en sus bordes y amarillosa en el centro. Bien miradas, las hojillas tienen la misma forma triedra.

Me parece que el todo es una hoja; que lo que llaman tallo es el nervio y que las hojillas-cintas son el limbo múltiple. ¡Es algo así! ¡Es muy difícil describir!, sobre todo para un colombiano a quien educaron imaginativamente: yo di el examen de botánica sin haber cogido una planta: yo sabía todo el librito, de memoria, y, cuando me encuentro en un bosque, el librito no consuena con los árboles. Colombia, igual a vicio solitario.

Voy a buscar un dibujante para que reproduzca estos ramos, el tallo o nervio, las hojillas cintas, el ramo nuevo, recién cogido, antes de perder la línea, etc.

Para que mi obra quedara perfecta, sería preciso también que hubiera universidad, a donde ir a preguntar por esa palma, por detalles; Universidad en donde uno encontrara maestros, pero en el lupanar que tienen en la plazuela de San Francisco no encuentra uno sino a Clodomiro y Ricardo, que saben de sueldos, pero nada de botánica. ¡Maldita sea!

Pues bien, con estas hojillas, cuando mi niñez, trenzábamos canastas y otras figuras, para colgar de las ventanas; guardábamos los ramos para quemarlos en el fogón o en la forja durante las tempestades. Las viejas guardaban los ramos debajo de las camas, detrás de los escaparates: al quemarlos, el humo evitaba el rayo…

Lo cierto del caso es que no tenemos Universidad, pero que en ningún lugar puede haber una palma tan bella, tan adecuada para celebrar esta fiesta de Jesucristo. Envigado es el pueblo para un Domingo de Ramos. Vayan, queridos lectores, y vean esa plaza que hormiguea de campesinos serios, de ruana negra y nueva sobre camisa blanca, aplanchada; de muchachas de colores vivos, cuyos bustos parecen nidos de ametralladoras; de muchachos de movimientos y de ojos vivísimos; esa plaza con sus toldos de lona blanca, en donde venden la carne mejor del país (el «carnicero» es envigadeño); los «puestos», en el suelo, en donde venden plátanos, yucas, papas, arracachas etc., en costales de cabuya puestos sobre tendido de hojas de yuca y de plátano. Esa plaza, llena de ramos que ondulan, que verdean y amarillean en la sonrisa de las hojillas temblorosas.

El Señor, montado en su mulita vivaracha, pequeña, patifina, color café oscuro, está esperando donde las Hermanas de la Presentación, en la casa que hizo para ellas el doctor Manuelito Uribe Ángel, en una altiplanicie que domina al vallejuelo del Aburrá, lugar deleitoso para que el Señor espere a sus apóstoles Juan, Pedro y Santiago, que irán por él, rodeados del pueblo portador de ramos.

Allá está el Señor, acariciado por las Hermanitas; ellas lo están vistiendo de azul sobre café oscuro; le están arreglando las potencias; le están poniendo palmas y helechos a los lados de la mulita. El Señor está feliz entre mujeres, pues las amaba mucho, nada les negaba, a su ruego resucitaba muertos… Y es preciso que yo describa todo esto, porque los «liberales» les están quitando a las Hermanas esta casa de la virginidad y el año entrante la mulita será arreglada por manos prostitutas.

¡Ya salen por el Señor! Tiemblan los ramos en toda la plaza; la humanidad sonríe en esas palmas que porta: los copos abanicados expresan claramente, con una sonrisa gozosa, que lo que esta humanidad siente y ansía es la beatitud.

Mediten en ese temblor risueño de las hojillas que se recorta en el cielo más azul y vital, y sentirán que este pueblo es grande, que vive esperando a un Señor que venga en una mulita, a salvarlo; un Señor que sepa lo que quiere y que se haga crucificar para el logro… y que nunca llega en Colombia. ¿Por qué, si a todos los países llega este Señor? ¿Por qué a Colombia no llega sino la imagen hecha por don Álvaro Carvajal en Envigado…? A mí, con eso me basta, pues el Señor y la mulita tienen la completa inocencia de mi tierra envigadeña y ya estoy viejo y desilusionado. Pero ¿a los jóvenes? ¿Seguirán adorando al invertido Olaya Herrera o al borracho y ladrón de López?

¡Ya salen! Los campesinos vendedores del «revuelto» y los carniceros de los toldos suspenden su labor y se empinan; titilan los copos de los ramos; todas las almas están tensas hacia el milagro de esta liberación de la carne fea y del egoísmo híspido.

Salen primero los tres sacerdotes, portadores de ramitos, vestidos lujosamente, muy aplanchados, muy peinados y afeitados. El cura Ocampo va en el centro y, como su cuerpo sesentón está algo deforme por la barriga y las caderas, se mueve como vieja, ladeando, y usa del ramo como bordón. Pero está muy bien motilado y peinado: siempre se ve que quiere al Señor y que está alegre de ir a traerlo. Su cara es de mando, viva, fría, ojos observadores. ¡Tiene dones este cura! El coadjutor lleva un ramito y se ve que hace parte de la personalidad del Cura: hay gente que se absorbe a los otros. El tercero es Roberto Jaramillo Arango, alma blanca como su cuerpo, gran poeta, tímido, encerrado dentro de sí mismo; parece que nada viera; está mirando por dentro y creo que por su alma ancha y fresca el Señor va también montado en la mulita…

Luego va saliendo Juan, hecho por Misael Osorio, tristísimo: tiene las manos una contra otra, apretándoselas de dolor, y mira para allá lejos, angustiado. Observé que tiene una barbita de púber en el ángulo del maxilar inferior, barbita juvenil, impertinente… Tiene cierto no sé qué de tristeza femenina: Misael expresó ahí lo mucho que amaba Juan al Maestro. San Juan es de bulto; el manto es muy bien esculpido.

Sale Pedro, que no es sino cabeza, cuello y pies; lo demás es armazón, y lo visten con túnicas y mantos hermosos. Hoy lleva un manto verde de terciopelo, que deja ver la túnica por delante. La cabeza es calva, semiesfera rodeada de cabellera cana, crespa, como la del padre Ochoa. Me le acerqué y me pareció juvenil su piel y vivos sus ojos; luego, más adelante, vi que tenía algunas arrugas. Pero en verdad que Misael cogió muy bien la idea de Pedro: fuerte, regular estatura, algo macizo; facciones de realista, lento, seguro: ¡la piedra de la Iglesia!

Sigue uno de cara menuda, barba corta y crespa, espesa y negra; facciones de astuto negociante de feria, algo parecido a Pachito Pareja; cuerpo ágil, vestido también de túnica y manto, pero menos lujosos que los de Pedro. Se le ven los pies calzados con sandalias. El total de la figura da la impresión de andarín, de hombre liviano. Pregunto a una vieja quién es, y me dice: «¿No le parece muy bello…? Es de la escuela de Misael Osorio, obra de su discípulo Cipriano… ¡Es el apóstol Santiago…! ¡No se pierda la procesión de resurrección!».

Ya fuera, se ordenan para ir por Jesucristo; marchan por el atrio hasta la esquina de la ceiba de don Lino Uribe. Ahí está éste, en la puerta de su caserón, viendo… ¡Está viejo! Se parece menos, ahora, con los impuestos liberales, al general Ospina.

Desde allí dejo adelantar la procesión, para verla en conjunto. Va para occidente, hacia el lugar en donde está, dominante, solitario y muy bello, el Colegio de las Hermanas.

Veo el cielo azul y claro; la montaña del Manzanillo; las mangadas de Guayabal, de donde son esos Londoños, familia la más fértil y de buenas para la plata, y lejos, en el espacio, los solemnes gallinazos, volando en círculo, atisbando para la Tierra. Por la calle marcha el bosque sonreído de seres humanos y de palmas; y, elevados, ladeándose con ese vaivén especial de los santos de palo, van Pedro, Juan y Santiago; éste y Pedro llevan ramitos: Pedro, metido el suyo entre sus dedos de palo, con ese coger muerto que usan los santos, y Santiago, metido por entre el cinturón de la túnica, como una espada de para arriba. Juan va adelante, más alto, retorciéndose las manos en su actitud dolorosa.

Al llegar, se detienen los apóstoles y parte de la multitud a esperar en la calle.

¡Allá salen!, grita una muchacha a mi lado, una muchacha que barre a los fieles con la metralla de protones de sus tetas. Efectivamente, el Señor sale, bajando las escalas que hay en el portón, montado en su mulita. ¡Bellísimo! Su cara es solemne; cara del único hombre que conoce la verdad. Su mirada es autoritaria y dulce a un mismo tiempo, como de quien conoce a su padre. La mulita es pequeña para él; la mulita, es apenas un motivo. Quiere entrar así a Jerusalén para gozar un poco lentamente del único día de indicio de triunfo humano que se permitió en la Tierra.

La mulita es mansa, lenta, obediente, sin bríos; bestia propia para los triunfos espirituales. Una obra maestra de la escuela de Misael.

¿Por qué quiso entrar así a la capital? Porque la doctrina debe entrar así, algo elevada para que la vean, y elevada sobre el animal inteligente.

Los apóstoles se mueven para darle campo. Queda Juan a la izquierda, Pedro a la derecha y Santiago detrás.

En éstas, sube un joven moreno sobre las andas para componerle al Señor una de las potencias.

Luego, detrás de Jesús, salen las hermanitas, de cornetas muy blancas, caderas redondas y pechos como tablas. Parecen palomas. Están emocionadas. Delante de ellas va la Madre, gorda, blanca y purísima.

Cuando nos alejamos, miro y veo en la puerta a una hermanita con una de las huérfanas. Contempla la procesión, poniéndose las manos encima de los ojos, en forma de alero… Contempla a su Señor. Quizá ella fue la obrera, la que lo vistió y arregló, y por eso no pudo venir. Desde la puerta despide a Jesús, que se va con el padre Ocampo hacia el triunfo efímero, el sacrificio y la resurrección.

Al llegar a la plaza giramos para la botica de Esteban, abandonando el camino de don Lino.

Cuando llegamos al atrio, todos humillan sus ramos sobre la tierra y por sobre ellos marchan, primero el padre Ocampo, con sus grandes pies, y luego el Señor y los apóstoles.

Las puertas de la iglesia están cerradas. La comitiva se detiene. Oigo un canto de los curas; es como si llamaran, para que abran a Jesús. El padre Roberto coge el gran candelabro y con él da tres golpes, y las puertas se abren.

* * *

Siguió la misa. Asistí hasta que el cura Ocampo habló. Pretende imitar al padre Mejía: engruesa la voz. Pero el padre Mejía era un gordo de nacimiento y Ocampo es un advenedizo de la gordura. Dijo:

En primer lugar, den la limosnita o la gran limosna para la Semana Santa. Aquellos que no hayan recibido tarjeta al respecto, es porque no los conozco, pues estoy recién llegado, o porque me informaron mal.

En segundo lugar, en las procesiones vayan los hombres por un lado y las mujeres por el otro, para que haya devoción. Hombres y mujeres juntos, ni difuntos, como vulgarmente se dice.

Durante esta Semana Santa roguemos por las necesidades de la Iglesia, de Colombia y de Envigado.

Digo de Colombia, porque se acercan días aciagos. Sabéis que hay hombres que no quieren entender lo que el pueblo exige, lo que quiere el pueblo, que su fe y su religión sean respetadas.

Uno de los monaguillos, hijo de una prima mía, es muy desfachatado. Se mete los dedos a la boca; mira para todas partes, y el pelo, duro y tieso, le nace desde muy abajo por detrás y por delante. Cuando se arrodilla detrás del sacerdote oficiante hace los mismos movimientos que éste. Es un muchacho que le ha cogido mucha confianza al rito.

El cura Ocampo todo lo mira. Piensa en todos los detalles. Ordena a su coadjutor, mientras éste oficia. Es un cura que no se comerán fácilmente las viejas beatas.

Anunció que a las seis de la tarde habría plática para los ejercitantes. Iré.

El sermón

Cuando llegué, tenían las puertas de la iglesia entreabiertas. Vi entrar al Cura, apresurado, seguro. Es hombre de mando; las beatas no lo querrán, pero lo respetarán. Hombre organizado, pero nervioso. Lo conocí cuando yo era juez, hace cinco años, una vez en que fue a absolver posiciones. Mi impresión de entonces fue de que trataba con un hombre que no hablaba sino lo preciso, midiendo las consecuencias, esperando a que el otro hablase y se descubriese. Hombre hábil, graduado en la feria de mulas. Se trataba entonces de una casona que edificó detrás del nuevo seminario, en Medellín; vino la crisis, quedó debiendo y lo ejecutaron. No ha envejecido: cara, cabellos y energía permanecen los mismos. ¡Hasta menos gordo que está!

A pesar de que granizó, había mucha gente en la iglesia. Me coloqué bien. A medida que pasaba el tiempo, se levantaban olas de antropotoxina: los viejos huelen mal; a medida que el hombre envejece, los tejidos especializados disminuyen y la eliminación de toxinas se efectúa por los poros. ¡Tan bueno como huelen las muchachas! Recordé que en la mañana había visto en un prado una vaca vieja y una novilla; aquella estaba limpia, pero asquerosa; ésta cagada, pero agradable. Desde hace años se repite en mí esta cantinela: la juventud es bella aunque no se bañe.

El padre Ocampo dijo así, con voz recalcada, sobria, enérgica:

Como aquí, amados hermanos, hay muchos padres de familia y también muchos que contraerán matrimonio, hablaré de los deberes del marido para con la mujer.

El marido debe respeto a la mujer. Muchos se escandalizarán al oírme hablar así desde la cátedra sagrada, pero… ¡el ma-ri-do de-be res-pe-to a su mujer…!

La mujer también gobierna… Ella y los hijos deben obediencia al marido en todo lo que no vaya contra la ley de Dios y de su iglesia; pero la mujer gobierna su casa.

El hombre la debe respetar en cuanto al manejo económico del hogar; no tenerla, como vulgarmente se dice, a ración.

Le debe respeto, no pronunciando en su presencia palabras feas. ¿Hay aquí, en Envigado, alguno que tenga a su mujer dentro de cuatro paredes, que se gaste todo en vicios y que luego vaya a pedir comida para cuya preparación nada llevó…? ¡No quiero saber que en Envigado haya alguno…!

Debe el marido amar a su mujer para siempre. Por eso, no deben casarse por el dinero, sino por amor, pues aquél se acaba y el amor dura.

Yo oí en mi lejana niñez la conversación de dos ancianos que se quedó grabada en mi mente. Decía el uno: «¿Sabes que eso es una desgracia?». Contestó el otro: «No sólo desgracia: eso de pegarle a su mujer es acto de bajos, cobardes y viles; el que desconfíe de su mujer, abandónela, pero no le pegue».

¿Hay aquí algún envigadeño que tenga a su mujer dentro de cuatro paredes, con sus niños, y que le pegue porque duda de ella…? ¡Yo no lo quiero saber…!

La Iglesia concede el divorcio imperfecto, quoad torum, al cónyuge que compruebe, en juicio, que el otro le es infiel. Pero ¡no para volverse a casar…!

¡Sepan que el amor es para siempre! Leí que en Estados Unidos hay diez o veinte mil niños que vagan por las calles, sin conocer a los padres cobardes que los engendraron y que se divorciaron…! ¡Niños que aumentarán el número de habitantes del presidio!

La Iglesia dignifica a la mujer. Entre mahometanos, entre todos los pueblos del divorcio, la mujer es una esclava…

El hombre debe fidelidad a su mujer. Voy a escandalizaros quizá al contaros que hay maridos que llevan la enfermedad a sus mujeres; que hay niños en asilos y hospitales buscando la salud que sus padres no pudieron darles.

A propósito de hijos, sostuvo que se deben tener todos los que mande Dios; que a la pregunta: ¿cuántos hijos se deben tener?, se responde: los que Dios quiera. Dijo que son cobardes los que no los tienen, por ser pobres. ¿Acaso Dios no sostiene a las aves, que ni aran ni siembran?

Salí con la convicción de que dominará al pueblo; que al fin del año nacerán muchos envigadeños que se irán luego a buscar vida. Este cura está bueno para antioqueñizar a Colombia…

— o o o —

Capítulo II

Lunes Santo

Todo el día he estado averiguando por la hora de la procesión; dizque será a las cinco y media.

Ayer me dijo mi hermana que la procesión del lunes era así: sacan algunas imágenes y el gran paso de «La higuera maldita», o bien, el de «La resurrección de Lázaro».

—¿Cómo es éste?

La cocinera, muchacha muy alegre y con diente de oro, exclamó:

—«¡Ave María…! ¡Es lo más miedoso…! ¡Sacan un judío envuelto en sábanas…!».

¡Pueda ser que hoy se trate de «La resurrección de Lázaro!».

* * *

Dije en casa, antes de venirme, que trajeran a los niños, para que se formen las impresiones patrias. Todas estas escenas dejan en el alma las imágenes centros, la patria.

Tarde bellísima. Son las cinco. Estoy en el andén del café de Suso, contemplando las ceibas, cielo, montañas, gente y palomas, mientras sacan «al judío envuelto en sábanas».

En la iglesia estaba eso soberbio, lleno de mil niños de todas las edades, bulliciosos, excitados; había muchas campesinas beatas y muchachas. Había ese runrún especial que precede a las procesiones; los niños hablaban todos en voz más alta de la acostumbrada en tales sitios.

¡Y no era para menos la alegría! Al entrar por la nave izquierda, vi este paso y escena: en mitad de la nave, el Maestro y Santiago el menor sentados en sillas bajas que no se veían por estar cubiertas con los mantos; entre ellos, una mesita de sala, de ésas que usan para floreros; sobre ella, dos panes de a cinco centavos, cada uno ensartado en un tenedor, verticalmente; y sobre el tablado, echada boca abajo, La Pecadora, besándole un pie al Maestro.

Este era el mismo de la mulita; muy bien sentado, con sus brazos y manos en posición doctrinaria; por debajo de túnica y manto le salía un pie en sandalia; pie ancho de andarín y, como el yeso lustroso ha perdido la suavidad en los bordes de los dedos, parecía, dada la sensación, de pie de caminante, limpio pero usado…

La Pecadora, bellísima cara de nariz y ojos puros, estaba boca abajo, apoyada apenas en los brazos, medio soliviada, besando el pie. Su cuerpo, cubierto por manto rojo.

Santiago el menor estaba repantigado, echado de para atrás en su asiento: ojos bajos de hombre que escucha…

Los mantos cubrían el tablado, que era bajo, hasta treinta centímetros del suelo, apoyado en dos bancos.

El paso estaba rodeado de niños comentadores; observé que todos, instintivamente, levantaban las ropas de las imágenes, para ver… Estaban admirados; dudaban de que fueran de madera y, por eso, descubrían los cuerpos. Recordé la respuesta que me dio un viejo negro caucano a la pregunta de cuándo se gozaba más en el amor: «¡Al alzar, miamo!».

Proseguí. En el altar de la nave izquierda estaban las tres Marías, vestidas con mantos de colores primarios, las manos colocadas en diferentes posiciones de adoración. La Magdalena, de cabellos sueltos y tocada con un velo. Las otras dos llevan moños.

En el altar del centro estaba Jesús, arrodillado ante una roca simulada con gantes, orando: era «El Huerto de los Olivos».

Un poco distantes, San Pedro, San Juan y Santiago, los mismos de ayer.

Volví al paso de La Pecadora. Me conmovía la inocencia de los dos panes ensartados verticalmente en los tenedores. La Pecadora estaba soberbia de belleza inocente. Un campesino estaba sentado allí, casi sobre las piernas de La Pecadora. Una vieja desdentada les decía a los niños: «¡Esa es la Magdalena arrepentida…!». Los niños giraban, levantando túnicas.

En esas llegó el padre Ocampo y apartó a la chiquillería. Me saludó; acarició a mi hijo Simón; lo felicité por los sermones y por la belleza de la Semana Santa. Creo que anda fastidiado de verme por aquí…

¡Sale la procesión! Los tres monaguillos se colocan en la puerta central; muchachos de quince años alzan a las Marías y a los apóstoles; campesinos fornidos se agarran de los grandes pasos, «El Huerto de los Olivos» y «La Pecadora». El cura espera fuera de la iglesia. Hay mucha gente, sobre todo menuda. El monaguillo, mi pariente, me sonríe con malicia: lleva la cruz velada; los otros dos, con sus candelabros de a metro y medio, también me sonríen…

Lo mejor de todo es que por aquí anda Julián, el sacristán en tiempos del padre Mejía; está viejo y parecido ya al padre Mejía: es el poder de los grandes hombres, que sus empleados llegan a asemejárseles…

* * *

Julián estaba parado en el atrio, mirando a las imágenes que salían de la iglesia; pálido; se notaba su intensa emoción… ¡Durante 35 años vistió a las Marías! ¡Durante treinta y cinco años arregló con el padre Mejía las procesiones! Era un sacristán-hombre de mando; ya tenía conciencia de ser dueño de eso… y, después de 35 años de vestir y desnudar a las Marías y a Poncio Pilatos, lo destituyeron… Se hizo maestro en Chinguí y en Sabaneta; hoy está jubilado. Con frecuencia lo veo por los andenes de la plaza, un libro abierto en una mano y en la otra un tabaco, leyendo, paseando y leyendo. No me saluda; indudablemente, cree que soy irreligioso, que no creo en San Juan. Pero yo lo amo. Con el tiempo ha adquirido cierta semejanza con el padre Mejía: cierto vientrecillo. Sobre todo, en algunas arrugas que parten de los ángulos oculares exteriores hacia las sienes, en cierto modo de los ojos alargados, risueños y tristes a un mismo tiempo, recuerda al padre Mejía.

¡Julián estaba ahí! Yo leía en su alma. El padre Ocampo estaba ahí también, solo, vestido bellamente, algo triste, cansado de escuchar pecados. Todos, niños, campesinos, Julián, el padre y yo, y San Juan, San Pedro y Santiago esperábamos a que pudieran sacar el paso de «El Huerto de los Olivos», que no cabía por la puerta. Además, la banda de músicos no llegaba.

El alma de Julián estaba más conmovida que la mía: un cataclismo emotivo había en ella. Veía al padre Mejía; veía la organización que él daba en aquellos tiempos; sentía la muerte, que ya viene, que nos cerrará los ojos, oídos y tacto y ya no podremos ver a San Juan, oír la banda de música y tocar a La Pecadora… Todo esto experimentaba Julián, pues miraba fijamente, intensamente pálido, altanera la cabeza, a San Juan. Comprendí que éste y la Magdalena son sus grandes amores. Sentí la tragedia de su vida. ¿Cómo destituyen a un hombre, cuando ya su amor se fijó? Yo he sufrido eso, me quitaron de Marsella, del consulado, cuando los calzoncitos de Toní eran para mí el eje emotivo. Quitaron a Julián, cuando ya no podía cambiar de amor, cuando su alma se había confundido con estos santos y con las tres mujeres de la pequeña escuela de Betania… Sólo que Julián aprendió con aquel grande hombre, el padre Mejía, a soportar las desilusiones, y fue a Chinguí, y enseñó y ya está jubilado. ¡Sólo la muerte lo vencerá!

Al fin sacaron «El Huerto de los Olivos», quitando las andas: uno de los negros cargueros le puso la mano en las espaldas al Maestro, para que no cayera, al bajar las escalas.

Por fin llegó la banda de música de viento: diez hermosos mulatos de primera generación, casi negros. ¿Por qué, en Colombia, la música es de negros? Nuestra música es africana, indudablemente…

Se ordenó la procesión. Adelante, las tres Marías; luego Santiago, Pedro, Juan y El Huerto de los Olivos; después el Cura, y seguía la multitud, detrás de la banda. ¡Qué alegres los niños! ¡Qué comentarios tan bellos! ¡Son los sentimientos patrios! ¡Esta es la patria, y mis hijitos no han llegado! Pero olvidaba que adelante iban los tres monaguillos: mi primo, con su cara maliciosa y desfachatada, en el centro, llevando la cruz, velada de morado; los otros dos, con candelabros de a metro y medio; iban calzados con botines de cordones largos, botines sapos que contrastaban con las sotanillas y esclavinas tan hermosas. Los tres se creían obispos.

Se echó a vuelo la gran campana, la que hace tan… tan… tan… en los entierros, y las trompetas, bajos, redoblantes y clarinetes comenzaron una marcha triste. El conjunto, o sea, lo para el oído, la música, y lo para el ojo: cielo azul, golondrinas asustadas, y montañas y laderas de todos los verdes; lo para la conciencia y el olfato: vida de Jesús, procesiones de la niñez y olor a incienso; todo eso hacía perdonables los momentos de sufrimiento y las destituciones.

Cogimos por la calle de Misael Osorio, el escultor glorioso, a darle la vuelta a la manzana, a volver a la plaza por la botica de Esteban. En la tienda de Pacho Díez (hoy estanco liberal) miraban los olayistas, conmovidos también: ante las tres Marías, San Juan y El Huerto de los Olivos, cesan las diferencias políticas en Envigado.

Al llegar a la casa de Misael Osorio, en donde se hacían y se retocaban también los santos, se detuvo por un instante la procesión, como un homenaje que quiso hacer el Maestro a Misael… y también a Cipriano, mi compañero de niñez, muerto en Riosucio, prematuramente: se fue por allá, al sur, a hacer santos, y lo cogió la muerte e indudablemente que se lo llevaron «las tres Marías».

Seguimos. Me gustó mucho la música. Las palomas de las ceibas de la plaza revoloteaban, y también las golondrinas, un poco más altas y en círculos menores.

Al llegar a la botica de Esteban, ahí estaba Julián, esperando. Miraba, alta la cabeza, imponente, pálido, como un Napoleón viejo que asistiera a una batalla ordenada por otros, por sus descendientes. Su expresión era de calma tensa y de paternal aprobación. Por un momento pensé que podría tener amargura, la amargura del destituido, actitud de crítico áspero, pero no: Julián gozaba y pedía al Maestro, a San Juan y a las Marías, por su alma de sacristán y maestro de escuela jubilado: «¡Acoge a mi alma en tu reino, cuando cese de recibir la pensión, es decir, cuando muera!».

Olvidaba: en la mitad del camino nos alcanzó el paso de La Pecadora, que indudablemente fue difícil de sacar, por ancho. Le abrimos paso. Los tenedores se habían caído. Al pasar por mi lado, el joven que ayer le arregló una de las potencias al «Maestro de la mulita», se trepó en las andas a componer los tenedores. ¡En vano! Estos caían.

Las imágenes tienen un metro con ochenta de altas; son figuras verdaderas. Observé muy bien el dulce movimiento que hacen al ser llevadas; es un meneo lateral y tieso; cuando los portadores son de estaturas desiguales, el mecido es mayor y muy brusco.

Por estas benditas calles de esta capital espiritual de Colombia iba la verdadera escuela; esta escuela superior a la socrática: superior en poesía, porque fue de maestro andarín campestre; superior en amor, porque unas tres mujeres lo amaron hasta más allá de la muerte. Jesús es el único filósofo que ha amado de verdad a las mujeres, para quienes guardó sus más discretos y mesurados sentimientos. Jamás tuvo palabra dura para ellas. En su compañía experimentó los únicos consuelos de su corazón humano; sólo de ellas quiso recibir homenajes; sólo de ellas se dejaba cuidar; a ellas defendió siempre; las defendió aún adúlteras. Su cara adquiría seriedad divina cuando acusaban a una mujer. Jesús es quien más ha amado, respetado y sentido a la mujer. Recorriendo sus palabras y su vida, casi se persuade uno de que todas las mujeres irán a su reino. ¿Cuándo fue duro para con ellas? ¿Ante qué mujer no se convirtió en bálsamo? Con ellas y por ellas hizo sus milagros más atrevidos, más difíciles y más paladeados. No les hablaba en parábolas, sino directamente; les adivinaba sus vidas. Jesús se dio todo a la mujer; con los hombres fue duro muchas veces. Es porque el hombre abusa y la mujer nunca…

Ningún filósofo, ningún amante, ningún novelista ha sentido como Jesús la dulzura, la inocencia de la mujer. Si la mujer peca, es por amor; y por eso todo le será perdonado. Tal es la doctrina de Jesucristo.

¿Por qué extraña que las mujeres amen y sigan amando a Cristo, que las iglesias estén llenas de mujeres y que mientras haya mujeres su doctrina vivirá? ¿Por qué se admiran, si Jesús les dio a ellas su reino? Todo el que ataque a Cristo se estrellará en el ejército siempre invencible de las mujeres.

Fue superior la escuela del lago, principalmente, porque puso el corazón más allá de la muerte. Fue doctrina futurista, de superhombres. Tres o cuatro mujeres; doce pescadores y, de vez en vez, un modesto auditorio en el monte; así debe ser una escuela. Ningún empleo público; siempre fuera y por encima del Gobierno; fuera de lo actual, nunca con o contra lo actual. Así debe ser el maestro. ¿Es, por ventura, la imagen de Echandía o de Clodomiro?

El paso de La Pecadora me conmovió. La cena, muy somera: dos panes de a cinco, de donde mi tía Pastora; la comida, una disculpa apenas para filosofar. Santiago escucha, escucha, arrellanado cómodamente. Los ojos del Maestro tienen la autoridad y luminosidad de los castos; toda su energía se trasmuta en doctrina. Es el que engendra a la verdad. Santiago tiene el pecho abombado por la emoción que le contiene el resuello; baja los ojos; escucha. El Maestro habla de amor; pero no es para Santiago para quien habla; aparentemente sí; pero en realidad es para la mujer que está echada a sus pies, besándole uno, y él lo permite, y sus palabras son:

«Vosotros, Santiago, no sabéis la cantidad infinita de amor que hay en estas mujeres; vosotros tenéis la culpa de sus pecados. Ellas pecan a causa del amor, y, por eso, sólo de ellas me dejo honrar en este mundo y todo se los perdono. Todas ellas estarán, con mi madre, en la Escuela Triunfante».

Creo que sólo Cristo ha entendido el amor. Podemos resumir así su doctrina: «El hombre no sabe amar; es un mono perverso que llama amor al espasmo rápido y feo; la mujer, aunque parezca perversa, ama».

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Continuó la procesión, rodeando la plaza por los costados del café de Suso y de la ceiba de don Lino. En la esquina de Suso hallé a mis hijos, asustados. Fernandito y Simón me preguntaban si esos monsieures eran hombres vivos. Se resistieron cuando quise acercarlos; entonces les dije que eran de palo y así fueron perdiendo el temor; Simón le alzó el manto a la Pecadora: el pie y la pierna, hasta la pantorrilla, eran hermosos; luego seguía un tablón. Simón comentó que esos señores eran de leña, y perdieron todo miedo.

Había muchos niños que manoseaban. El niño levanta las ropas de los santos para saber si están o no vivos. Quedé muy contento con este descubrimiento, parecido a los de Fabre con los insectos; la filosofía es arte sencillo; es el arte de observar cautelosamente, agrupando hechos que luego se enuncian en proposiciones madres. Por ejemplo, voy a darles la siguiente, como una muestra: levantándole las ropas a los santos es como los niños pierden el temor, se habitúan al rito, y así es como se van deslizando hacia el periodo por el que todos los filósofos pasamos, a saber: incrédulos de botica, ateos de pueblo.

También filosofar es buscar semejanzas. Por ejemplo, la vida filósofa y la vida ramera se parecen en cuanto ambas consisten en perder la inocencia, los bríos, a causa del tacto: una ramera llega a tal, porque la tocan, y un filósofo, porque la vida real lo toca. De ahí la profundidad de aquella frase del Lazarillo de Tormes: «La vida filósofa y la picaral son una mesma».

* * *

Terminada la procesión, la chiquillería y yo nos dimos a tocar a los santos, pero el padre Ocampo se acercó a dispersarnos. Me retiré un poco, al verlo venir. Me saludó y conversamos. ¿Vendría para ver si estoy observando para escribir? Esta duda me puso intranquilo. ¿Estaría hoy con ese aire reservado, durante la procesión, porque teme que yo ande por aquí yerbeando? ¡Me conocen tan poco en mi patria! ¿Quién ama como yo a Jesús y a su madre? ¿Quién como yo estaría feliz al escuchar la voz del Maestro y al seguirlo? He vivido bregando por oír su voz. Mis versos únicos son para la Virgen; por ella soy capaz de atreverme a cantar.

Envié a mis hijos para la casa y me fui al café de Suso a componer unos versos de ritmo esotérico, para la Virgen, y a esperar el sermón.

* * *

A la Virgen María

Para Álvaro

Estás muy lejos, fuera del pequeño tiempo
que hay y habrá entre mi nacer y mi morir;
por eso te llamo en mi ayuda, gran señora
que pariste a Jesucristo en el pueblo de Belén.

Muy grande serás, dulce María, que pariste
a uno que conocía a su Padre y su Reino
y que venció a la fría muerte. El único que
mostró que se vive en donde no se come.

Porque Buda, ni Mahoma ni Confucio
y Zoroastro dejaron de podrirse
ni se comunicaron con los terrícolas
después. El único fue el hijo que pariste en Belén.

Muy buena, lucífera, celestial, debías ser
para parir a semejante Rabí;
porque un ser que hablaba del Padre
con esa certeza, procedía de un sol.

Eres pues un ser más grande
que esos cuya luz demora 48 años
de luz. Envíame tus rayos y ablándame
y rehazme: ¡Yo soy como polluelo!

Quiero ser blando a tus rayos, como polluelo
que no ha roto el cascarón. ¡Reniego
de mis durezas de hombre estúpido,
prevaricador, ladrón y codicioso!

Ayer y anteayer recorrí las calles
en busca de mi vida pasada:
no hallé ni un solo día luminoso;
¡todo oscurecido por mis codicias!

No encontré en las calles de mi recuerdo
ni un solo ser que se levante a defenderme
el día en que comparezca ante el jurado
que distribuye las consecuencias.

Por eso te escribo este poema
dedicado a mi primogénito
Dame diez años y sé mi guía,
para rehacerme como si fuera óvulo.

— o o o —

Capítulo III

El lunes y el martes santos se me enredan

Antes de seguir, permitidme una explicación. ¡Mucho qué hacer! Hoy es martes y, a causa de los versos a la Virgen, se me han enredado el lunes y el martes santos. El poema para la Virgen lo terminé hoy en el café de Suso. ¡Y no he reconstruido el sermón de ayer acerca del infierno! La plaza está hoy bellísima; un día de gloria solar; la Tierra sonríe en su atmósfera, montañas y aves. Una de esas mañanas secas, superiores a las italianas de la primavera.

Me acerqué al atrio y había allí un mundo de chiquillos felices, comentando. Algunos me parecieron que eran yo cuando niño; otros que eran Cipriano, Conrado, el Mono de Marceliano y Néstor…

Luego me acerqué al almacén de mi tía Ana Felisa, para averiguar por la procesión de hoy. Conversamos así:

—Me parece muy bueno este cura nuevo, Ocampo… Tiene algo del padre Mejía… Es serio, organizador, no lo mandarán las beatas y, sobre todo, la Semana Santa está muy linda, parecida a las del padre Mejía…

—¡No sabés que sí…! El padre Ochoa es irremplazable, pero no dejo de reconocer que éste es un buen cura.

—¿Qué procesión hay?

—No sé… Ahí tienen muchas imágenes… Creo que hoy se trata de «la resurrección del hijo de la viuda de Naín»…

Apenas me dijo esto, me sentí embriagado. ¡La resurrección del hijo de la viuda de Naín! La cabeza me daba vueltas. ¡Mucho qué hacer! No he reconstruido aún el sermón del infierno y los sucesos se acumulan, me desbordan.

Entré a la iglesia, con mi tía. Ahí estaban como cien niños alrededor del paso que el sacristán preparaba. El sacristán es joven; diecinueve años; los mismos que tenía Julián cuando mi niñez. Es blanco-moreno: es un Julián 1936. Muy hábil. Estaba vistiendo a Santiago el menor: le quitó manto y túnica y quedó en tuniquilla. Lo tenía en el suelo, parado. Entonces vi que Santiago es pequeño, un metro con treinta. Ya en tuniquilla, le puso un pañuelo en la cabeza y se lo cruzó sobre el pecho. En seguida cogió unos lienzos y principió a fajarlo. Los niños le ayudaban, felices. Comprendí que a Santiago el menor lo iban a poner de hijo de la viuda… ¡Pero si tiene barbas!, pensé…; va a quedar un hijo de la viuda de Naín, con barbas. Pero… ¡mejor!, más inocencia en la escena.

* * *

Ya el paso estaba arreglado: un estrado; sobre él, formado de tablones y cubierto con encerados, el ataúd. El Maestro, sin las potencias, con las manos en posición de enseñanza suave, es decir, unos dedos recogidos y otros semiestirados, así como los obispos cuando bendicen; el Maestro, digo, está de pie, al frente del ataúd. A un lado, humilde, mirando al cadáver del hijo de la viuda, una de las tres Marías; al otro lado, la viuda, joven aún, de nariz griega, garganta regordeta, muy bella; se me pareció a Toní, la muchacha mía de Marsella.

Me vine para la casa, renegando de tener que venirme a escribir, pues quisiera asistir a todos los preparativos. Pero tengo que reconstruir el sermón del infierno, pues si no, los sucesos me desbordarán. ¡Maldita sea la limitación! ¡No poder estar en todas partes!

Llego a casa y Margarita me sale con que el sábado tendré que ir a Sonsón, a visitar a Pilarica… ¿Y Santiago, le contesto, a quién están liando allá, en la iglesia, para hacer de hijo de la viuda…? ¿Y la procesión del Santo Sepulcro, el sábado…? ¿Y la resurrección…? ¡No puedo ir! ¿No ves que Libardo, el hijo de don Lino, me dijo ahora que el curita joven, el coadjutor, el que predica a las cinco de la mañana el ejercicio dizque es «una música»…? Llámame mañana a las cuatro. Apenas acabe la Semana Santa iré a visitar a Pilarica…

En casa dicen que abandono a los hijos por escribir bobadas. ¡Qué crueles son los parientes para con los filósofos! Ahora, antes de la procesión, voy a bregar por reconstruir el sermón de anoche.

Sermón del infierno

Hoy deseo trataros de un asunto de gran importancia.

San Jerónimo, San Agustín y otros de los padres de la Iglesia, aconsejan que meditemos frecuentemente en una verdad: el infierno.

No es mi propósito describiros, amados hermanos, el infierno, con imágenes horrorosas. No lo haré, porque me dirijo a un pueblo algo culto. Mi propósito es probaros que existe el infierno. ¡Pero no! No quiero probároslo, puesto que vosotros lo sabéis, sino refrescar las ideas.

Probaré que existe el infierno, primero con la autoridad de las sagradas escrituras, y luego, por medio de la razón natural. En seguida haré algunas consideraciones sobre aquel lugar y sus penas.

Existe el infierno, porque en el evangelio de San Mateo leemos que el Señor dijo que había un lugar de tormentos para los airados, los deshonestos, los hombres cobardes que no cumplen la ley de Dios. Locus tenebrarum lo llama Jesús. En otro lugar habla de un pozo de fuego para los hombres que no se mortifican, para los desenfrenados: Gehenna ignis. También dijo el Señor: «¡Ahí será el rechinar de dientes!».

La razón natural nos enseña que existe el infierno. Pregunto yo a vosotros, envigadeños. Decidme si un padre de familia que cumple con el deber pascual, que da buen ejemplo a sus hijos, que respeta su hogar, que va a misa los domingos, que se mortifica, que enfrena sus pasiones, que paga diezmos y da limosnas, ¿merece o no un premio…? ¿Sería justo que a este santo varón se le tratara igual que a ese otro, desenfrenado, que ha causado la perdición de muchas almas con sus palabras deshonestas, con sus actos viles, con sus escritos…? Le oí yo a un santo sacerdote lo siguiente: «Vargas Vila ha perdido más almas con sus novelas, que letras contienen ellas».

Voy a preguntaros: San Francisco Javier, ese hombre sabio, sufrido, mortificado, que bautizó un millón de hombres durante sus misiones; ese hombre que todo lo dio, ¿puede tener la misma suerte que Voltaire, perdedor de tantas almas como letras tienen sus escritos, multiplicadas por diez mil? ¿La misma suerte el blasfemo, el perseguidor de Cristo, que el Apóstol?

La razón natural nos está demostrando que existe el infierno para el hombre que envilece su dignidad por un rápido e inmundo acto de la carne; para el escritor que se burla de las cosas santas de la Iglesia y que instiga a las almas hacia el mal. ¡Ay de los escritores escandalosos, blasfemos, corruptores! Porque, amados hermanos, ellos, con sus libros, corrompieron, están corrompiendo y corromperán hasta la consumación de los siglos (1).

Montaigne exclamaba en su lecho de muerte: «¡Ah! ¡Me parece oír la voz de mi juez…! ¿Qué ruido oigo? ¡Maldita la hora en que nací!».

Así pues, amados hermanos, la razón natural y las santas escrituras nos comprueban que hay infierno.

Voy a trataros de algunas características de este lugar.

En primer término, sus penas son eternas; porque eterna es el alma e infinito y eterno es Dios.

Leía en San Francisco de Sales, no como una prueba de la existencia de este lugar tenebroso, sino como ayuda para la inteligencia de la eternidad, las siguientes imágenes:

Que un pajarillo, que un turpial envigadeño, por ejemplo, saliese cada mil años a nuestras montañas y a las montañas todas de la Tierra, y cogiese cada vez un pedacito de hojilla, ¿cuándo terminaría de llevarse todo el follaje de toda la tierra? Pues bien: cuando hubiese terminado el pajarillo su labor, entonces, dice San Francisco de Sales, apenas entonces habrá comenzado la eternidad…

Que un niño, que un angelito, fuese a la orilla del océano inmenso y salobre cada millón de años, y en cada ida mojase la punta del dedo meñique en las aguas, ¿cuándo terminaría de secar los océanos? Pues bien, dice San Francisco de Sales, cuando hubiese terminado con la mar, entonces, sólo entonces, habrá comenzado la eternidad.

Otra característica del infierno: decía alguien que si a un condenado a veinte años de presidio se le permitiese cada año ir a visitar a su familia, esa esperanza lo sostendría; y aunque no se lo permitiesen, el preso es sostenido siempre por la esperanza vaga de lo imprevisto… Si en el infierno, dice un santo, se permitiese cada millón de años salir durante un segundo, tal esperanza quitaría la infinitud al dolor. Pero allí es ¡para siempre! y ¡nunca! ¡Vocablos terribles! El alma se siente allí bajo la soberanía infinita de Dios; un peso infinito es su amargura.

Porque, amados hermanos, Dios creó al alma humana inmortal y, recordadlo siempre, vivos o muertos, eternamente, estaremos bajo la soberanía, bajo la jurisdicción infinita de Dios.

¡Siempre y Nunca! ¡Lugar de tinieblas eternas e infinitas!

¿Qué pasa, al morir? Al expirar un hombre, el alma, como criatura de Dios, atraída hacia la presencia de Éste, busca a su creador, con ímpetu incomparable, imaginable débilmente al pensar en la flecha que al salir del arco busca el hito a que va dirigida. Llega a Dios, pero el blasfemo, el airado, el deshonesto, el no mortificado, no encuentran el rostro risueño del padre. Le dicen: «Tú nos creaste, Señor. Aquí nos tienes». «No os conozco, grita el Señor. Os condeno a yacer eternamente bajo el peso de mi ausencia». Lugar de tinieblas, en verdad, amados hermanos…

Moría aquel santo jesuita, el padre Suárez, que tanto trabajó por el misterio de la Inmaculada Concepción. Agonizaba el santo anciano. El superior de la casa fue a despedirlo, con sus compañeros todos. «Padre, díjole, ¿qué siente usted? ¿Qué siente usted después de setenta años dedicados al bien; a la salvación de las almas?». El padre Suárez levantó la cabeza y dijo: «Señor, jamás creí que fuera tan dulce morir».

Agoniza Voltaire… Ya los médicos le dijeron que no tiene remedio y que morirá en breve. Entonces comienza a revolcarse en su lecho; cae al suelo y allí sigue revolcándose. Sus amigos se van alejando uno a uno, disgustados. Entonces fue cuando gritó: «¡Maldita la hora en que nací y malditos los padres que me engendraron! ¡Maldito ese Galileo a quien no he podido amar y en cuyas manos caeré en breve!». Sintió sed y pidió de beber… No había nadie para llevarle una gota de agua… Se retuerce y revuelca entonces en el suelo; siente que su alma va cayendo bajo la soberana jurisdicción divina y, en últimas contorsiones, mitiga su sed satánica con sus propios excrementos…

¡Escoged, envigadeños! ¡Escoged entre la muerte de un santo sacerdote y la del impío Voltaire, corruptor del género humano…!

Preparativos para la procesión del martes

Se me acerca Bernandino a conversarme. Me cuenta que el sacristán es un hijo de Misael, el imaginero; que el joven que estaba vistiendo a Santiago el menor para hijo de la viuda, es Ochoa; que el coadjutor es Hernández, de Rionegro; que Ocampo se llama Luis María. Para incitarlo le dije: ¡Este padre Ocampo es un gran sermonero…!, ¿no? ¡Nada como el padre Mejía!, contestóme. ¡Nada como unas siete palabras del padre Mejía!

—¿Eran muy buenas?

—¡Ah…! La voz, atronadora; como sufría de la garganta, Julián le llevaba al púlpito una media de ron y, cuando se ocultaba, al terminar una palabra, se metía su trago. ¡Siete! Por eso acabábamos siempre llorando él y nosotros. ¡Esas sí eran Semanas santas…!

—¿Le gustaba el trago?

—Como vicio, no; pero era hombre de gusto. En su casa tenía buenos licores. Jamás se embriagaba, pero amaba todo lo bueno y lo bello.

Me conmoví. En realidad, el padre Jesús María Mejía, neirano, cura de Envigado durante medio siglo, era un hombre: amaba todo lo bueno y lo bello. Nadie enterraba un cadáver como él. ¡Y cuánto gozó en sus viajes a Tierra Santa y a Roma! Tenía pasión por los viajes. Vino de veinticinco años, hermoso; durante las guerras civiles del siglo pasado, recorrió todos los campos envigadeños, todas las cañadas, boscajes y abras, huyendo de la persecución liberal. Tocaba la guitarra y cantaba, cantaba con su voz semejante apenas a la voz de Aarón… Pero, dejemos esto; el viernes, cuando las siete palabras, recordaremos conmovidos al grande hombre.

Me dice Bernandino que el padre Ocampo es hermano de don Inocencio… ¡Maldita sea! Por eso tiene esa frialdad en la mirada, esa calor fría y biliosa, esas orejas tableadas en su borde y como alas de silente y frío murciélago. Por eso es su capacidad organizadora; por eso tiene en un puño a viejas y beatas; por eso «nada se pierde», nada se filtra; por eso el sacristán es un muchacho de catorce años, hijo del gran imaginero Misael… ¡Ya comprendo todo! ¡Qué hermosa es la vida, sometida siempre a la armonía, siempre bajo la causalidad, bajo la ley, bajo la soberana voluntad del Señor! Don Inocencio, el hermano del Cura, delgado, frío, frío, fue el que buscó el general Ospina para recaudar, y el Tesoro se repletó; no hubo liberal ni godo que escapara de los impuestos. Inocencio fue recaudador meticuloso, frío y duro como unas tenazas o como la ley de Dios…, y, sobre todo, don Inocencio me ejecutó por una vieja contribución, liquidada con intereses moratorios al 2% mensual y el papel común cobrado como si fuera papel sellado por el Gobierno y… tuve que vender las bonitas arras que deposité en las dulces manos de Margarita aquel día feliz en que nos unimos para filosofar y para siempre. Ha habido en Antioquia hombres muy verracos para la plata, pero ninguno como esta trinidad: el general Ospina, don Inocencio y el padre Ocampo.

La procesión del Hijo de la viuda de Naín

¡Muchos niños! Más que siempre. Hay también automóviles de Medellín, llenos de señoritas y de señoritos de esos de las minas, de esas familias que se han enriquecido ahora con las minas. Se conocen en el peinado: lo más lindo del mundo y lo más pendejo es un señorito de almacén, hijo de minero de Medellín. ¡Ese peinado! Se parece al del judío que trajo de Barcelona el padre Mejía. ¡Y esos calzones tan anchos, tan vaporosos! Como estoy cegando, una tarde rijosa se me confundió uno, desde lejos, con una muchacha.

Hoy salen tres curas y los tres monaguillos; me dicen que el jefe de estos es mi primo, el peludo y de mirada desfachatada; los otros dos, los que llevan candelabros, dizque son hijos del imaginero Misael. Hoy van con roquetes y esclavinas nuevos. Todos los niños los envidian. Los sacerdotes son Ocampo, Hernández y Jaramillo Arango.

Sacaron primero a las dos Marías, pues la otra está en el paso del Hijo de la Viuda. La Magdalena es lindísima: cabellera rubia que cae despeinada por la espalda; la cabeza tocada con un velillo; es la única de nariz judía; los ojos tristes, amortiguados por el llanto; mira para el cielo, por allá al Boquerón.

Luego sacaron a Santiago y a Pedro.

¡Un bullicio! Sacan el paso de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. En las escalas, al bajar, la viuda, la que se parece a mademoiselle Toní, se cayó; hizo ruido sordo; la chiquillería se amontona y los sacerdotes salen a ver que la Toní no se haya hecho daño. El golpe seco repercutió en mi corazón. ¿Cómo es tal descuido? Observé que el coadjutor hacía un gesto de censura y creo que de temor al padre Ocampo. Pero éste miró fríamente a la Toní. El Ochoa que ayuda levantó en sus membrudos brazos a la Toní y la colocó de nuevo en su puesto. El golpe fue en el occipucio y se rajó algo la cabeza; se averió un pie.

Sigue el paso de Judas traidor. Son dos soldados romanos de casco; uno con barbiche igual a la del signore Balbo, y el otro, de cara enérgica, de gesto enérgico y bruto: un verdadero fascista. Entre ellos, una bolsa roja pendiente de una mano, menudito, con patillas y cabeza motilada a máquina, está Judas: sus ojos son cúpidos, alargados. Hombre menudo, rapado, ágil. Quitándole las patillas, sería el vivo retrato de Gallito, el prestamista. Un Gallito de veinticinco años.

A un lado de ese grupo de los fascistas y del Gallito que efectúan el negocio bizco, está el Maestro, manso, la cabeza inclinada y los brazos en posición de entrega, para que lo aten.

Luego, salió Juan, y, por último, la Dolorosa. Esta es hermosísima estatua de talla, compañera de San Juan: los ojos tristes, la nariz perfilada, la color muy pálida; el conjunto es de una tristeza que inunda.

Vamos para el norte, derecho hacia la entrada de Medellín a Envigado, pasando por la casa del difunto imaginero don Álvaro Carvajal.

Voy al lado de los músicos. Es banda de envigadeños, como ayer. Tocan una marcha lamentosa, consonante con el todo, llamada «¡Ese Judas!». La marcha del ayer era «El huerto». Terminada la marcha «¡Ese Judas!», tocaron otra titulada «La viuda» y luego otra, «El beso». Todas ellas consonantes con el estado anímico y con el lugar, compuestas por el maestro Santamaría, envigadeño.

Durante un rato marché junto a los sacerdotes; leían en sus breviarios. Después me fui con los monaguillos. Luego me adelanté, para contemplar el conjunto al pasar por «la casa del ángulo» (2) .

Pero antes, al pie de la palmera de don Álvaro, observé que la viuda de Naín tenía unos pechos vírgenes, de esos que hieren la blusa… ¡Igual a la Toní! ¡Maldita sea! Esto me conmovió y me causó honda nostalgia.

En «la casa del ángulo», en la verja que rodea a la Virgen que pusieron ahí dizque para presidir a los que entran y salen, la chiquillería se dispersó. Pensé que la única virgen fea que hay en Envigado es la de «la casa del ángulo»; las demás son obras maestras. La patria ha degenerado mucho; parece que estuvieran haciendo a los colombianos con babas.

¡Qué bello panorama! El cielo, azul; la atmósfera, quieta; los guayacanes amarillos, florecidos; las palmeras, susurrando con sus foliolas; el aire, seco; la mangada de Francisco, muy verde. Todo era una gloria para un hombre de cuarenta años, juvenil, casto y endurecido a causa del vivir a la enemiga. Estas procesiones envigadeñas no puede entenderlas sino un joven casto, enamorado pero casto.

Pasaban, pasaban…; yo esperaba a la Toní, para contemplar de nuevo su cuerpo suplicante y para ver bien si los pechos sí eran como los de Toní…

Corrí a la iglesia para asistir a la llegada.

* * *

Siguió el rosario. Hacía coro el coadjutor. ¡Lástima que no lo he oído predicar!, y Libardo y mi pariente El Manco dicen que es «una música».

Noté que es modernista. Dice los misterios a «lo abate», según la manera introducida por el padre Enrique Uribe, de Roma, así: «La flagelación», en vez de «los cinco mil y más azotes que dieron…», etc.

También observé que al final de la salutación a María, sus reflejos se desbocan: va muy bien hasta «bendita eres», pero luego hay una desarmonía; se atropella en el «entre todas las mujeres». En Colombia es frecuente esta debilidad en el control.

Plática del P. Ocampo, el martes al mediodía, acerca de la confesión

Como llegó el momento de confesaros, quiero daros un consejo: no os acerquéis al Tribunal de la Penitencia sin los requisitos debidos. Mejor sería que no os confesárais.

Examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de la enmienda.

Es preciso que os recojáis y hagáis el examen.

¿Qué decir cuando llega un penitente y a la pregunta de cuánto tiempo hace que se confesó, responde: «No sé»? Ese hombre no se ha examinado, pues fácil es localizar en el tiempo un hecho tan importante como la confesión, que debe ir acompañado de contrición. ¿Cómo no poder localizar en el espacio de un año, de un mes, un hecho protuberante de la vida interior y exterior? Ese hombre, amados hermanos, no se recogió a examinar la contabilidad de su vida íntima.

¿Qué decir cuando llega otro y responde que no sabe cuántas veces cometió un pecado mortal contra el séptimo, contra el sexto, contra el quinto mandamiento? Pero, pensemos… ¿Qué decir si contesta no sé a la pregunta de cuántas veces poco más o menos, o bien, de cuánto duró el hábito, si de hábito se tratare…? Uno que se embriagare cada mes, y que haga un año de su confesión y que responda no sé a la pregunta de cuántas veces… ¡Ese tal no hizo el examen de su conciencia!

El dolor de corazón y el propósito de la enmienda van juntos, pues ante un dolor actual repugna la imagen de su causa.

Hay muchos que dicen: «Yo, padre, me arrepiento de todos mis pecados…». Y yo os pregunto; no sé si acontecerá en esta parroquia, pero me consta que sucede en varias; os pregunto, repito, si eso de comulgar el miércoles santo, y luego, verlos el viernes y el domingo, que van por ahí tumbando puertas y ventanas, ¿será arrepentirse de todos sus pecados…? Preguntamos al estanquero y responde: «Señor, hoy he vendido más aguardiente que en el resto del año». ¿Qué es eso, amados hermanos? Pues que se presentan al Tribunal de la Penitencia sin los requisitos necesarios. ¿Quién bebió ese aguardiente? ¡No serían los ángeles del cielo, que vinieron a beberlo! ¡Fueron los mismos que comulgaron el miércoles…!

Yo me arrepiento de mis pecados, por un mes… ¡No, señor!; es para siempre; tiene que proponerse mejorar su vida para siempre

Lo peor es que el pecado nos esclaviza. Dice la Escritura: «El pecado nos hace esclavos del pecado».

Yo le oí a un padre jesuita, que había recorrido todo el mundo, la siguiente historia acaecida a él. Fue llamado a confesar a un moribundo. Lo llamó, no el agonizante, sino uno de sus parientes que deseaba que se confesara.

Entró el padre y le dijo: «¿Quiere usted confesarse, amigo?».

—Yo sí quiero confesarme, pero no puedo arrepentirme de un pecado, un afecto que reconozco como pecado, pero de que no puedo arrepentirme…

—¿Y cuál será ese pecado, hijo?

—Yo tengo un afecto por una persona… Siento, reconozco que es pecado, pero no puedo arrepentirme…

—¿Cómo? Ya usted, amigo, va a morir; dentro de poco dejará el mundo; arrepiéntase y confiésese, que Dios quiere que usted se salve…!

—No puedo arrepentirme de este afecto…

—Vea, considere usted, amigo, que ya se va a separar para siempre de esa persona; que dentro de breves instantes usted no existirá; usted es libre; haga un acto de varón cristiano y libértese de los vínculos del demonio…

¿Sabéis qué respondió ese pobre desgraciado? Poco antes de expirar, estiró el brazo y dijo estas textuales palabras: «Si esa persona estuviera aquí, yo le estrecharía la mano… para irme con ella a los infiernos…».

Sí, envigadeños. El pecado esclaviza. Pero Dios se complace en la libertad del hombre; seamos varoniles. Un hombre, si lo quiere, puede hacerse dueño del mundo; si lo quiere, puede ser un gran príncipe de la Iglesia; si lo quiere, puede ser un gran santo ¡Querer! Ahí me tenéis la palabra.

Algunos sacerdotes se alegran por las confesiones numerosas; yo no. Como sacerdote, creo que todos se confiesan bien y, cuando reparto la comunión, creo que todos están preparados. Pero cuando pienso, cuando veo tanto pecado después de las confesiones, me entristezco: no se confiesan con los requisitos debidos.

Voy a daros las dos reglas de oro.

La primera reglita es que os propongáis ser cada día mejores. Con esta reglita, a los quince días la virtud será un hábito, fácil y llegaréis a santos.

La segunda, que cada día arranquéis del corazón alguna imperfección. Es sacada de aquellas palabras de Jesús: «Si tu ojo te escandaliza, sácatelo».

Con estas dos reglitas y con el consejo de que no os acerquéis nunca al Tribunal de la Penitencia, sin los debidos requisitos, pongo fin a esta plática. Quien no siguiere el consejo, si llevare nueve pecados al confesonario, de ahí se levantará con diez.

Sermón de la perseverancia

(Martes Santo, por la noche)

En el punto a que hemos llegado en estos ejercicios, debo hablaros, amados hermanos, de una virtud, o, mejor, de la madre de las virtudes.

Se trata de la perseverancia. Dice el Espíritu Santo: «Sólo el que persevere hasta el fin será coronado».

Vosotros sabéis, amados hermanos, que el viajero lleva siempre en su mente la imagen del país, de la ciudad o del sitio que desea visitar; y que ese viajero lucha por llegar allí; lucha con los caminos pantanosos; con los animales malignos; lucha con la tempestad del mar salobre y con las dificultades económicas; lucha con todo, hasta llegar a la meta.

La meta es lo que le da fuerzas. La idea o diseño que lleva en su mente es lo que presta fortaleza a todo su ser.

Y una vez en la ciudad anhelada, en el país ansiado, en los lugares de la visita, allí se sienta el viajero y goza con el recuerdo de sus trabajos. Oídlo bien, amados hermanos, el que llega, goza en proporción a la brega del camino.

¿Cómo podría gozar el cobarde que se volvió? Dormirá, se hartará, vil cerdo, pero carecerá de la beatitud del que llegó roto y herido, pero llegó.

Yo creo, amados hermanos, que Dios puso las dificultades para que pudiera haber la beatitud. Esta es de los que llegan y en proporción al trabajo.

¡Decidme del soldado! Os pregunto si le dan los premios, el ascenso, cuando aprende y aprendió las artes militares; si lo coronan cuando aprende a manejar el arma. En ninguna parte del mundo han hecho o hacen eso, sino en Colombia; aquí llaman salvador de la patria al hombre-ramera y ascienden y coronan a esas mujeres malas de Bogotá que se volvieron de Leticia. En el resto del mundo ascienden y coronan al soldado después de la pelea y de la victoria. ¿O es que vosotros, envigadeños, sois colombianos de hoy y partidarios de coronar al soldado que se vuelve del camino o al que no peleó ni venció, sino que robó?

Pues bien, ¡soldados somos! ¡Soldados del ejército de Cristo! ¿Qué quiere decir cristiano? Hombre de Cristo.

Y como soldados, sólo al final, cuando hayamos parido la victoria, parido a nuestra alma purificada en el hecho de disciplinas que llaman la vida, seremos coronados por Jesucristo. Sólo el que perseverare, dice el Espíritu Santo, será coronado.

Me preguntaréis: «¿Es fácil perseverar?». Hoy os decía que el pecado nos hace esclavos del pecado. El alma es creada libre, pero se esclaviza… Ahora os digo, amados hermanos, que es fácil perseverar; que es más fácil el camino de la virtud que el de las tinieblas. Yo os digo eso. Veámoslo.

El alma es creada libre y tiende hacia Dios, así como la flecha al salir del arco tiende hacia la meta. Todo está bajo el dominio omnipotente del Señor, pero Éste se complace, oídlo bien, Éste se complace en la libertad del alma. Todo está sujeto a su dominio infinito y, sin embargo, este Señor sonríe gozosamente al contemplar libre a esta alma humana a quien creó a su imagen y semejanza. ¡El infinito Señor sonríe, se complace en nuestra libertad…!

Os pregunto, ¿puede estar la alegría, la beatitud, en el placer inmundo de la carne, o bien, estará en el señorío, en ese sentirse dueños, hijos del Rey de los ejércitos, herederos de su ligereza…? Porque la libertad, amados hermanos, es aquello contrario a la gravedad. Dios es ligero, ágil, no necesitado, Señor, y el hombre participa de ello cuando practica la virtud. De ahí que digamos virtuoso, es decir, señor, pues viene de vis, fuerza.

¡Oh, amados hermanos, la libertad es lo único que produce beatitud! Por eso me atreví a decir, contrariando la opinión general y la de muchos grandes santos, que el camino del Cielo es fácil. Explicaré un poco más mi pensamiento y entonces diréis que tengo razón.

Dos son los medios que deseo daros para llegar a Dios. Grabadlos en vuestra memoria, porque son como las llaves de la bienaventuranza.

El primero es la confesión mensual. Por esclavizado que esté un hombre, por amarrado que lo tenga Satanás, él luchando con el examen de conciencia, con la contrición y con el propósito de enmienda, y la gracia fecundando ese esfuerzo, yo os digo que a los tres o cuatro meses principiará a sentir que la libertad llega a su alma, sonreída como la aurora.

Caerá. Pero ¡que se levante! Caerá. Pero ¡ahí está el Tribunal de la Penitencia! Un Jerónimo, de joven romano disoluto; un Aurelio Agustín, de vivir deshonesto, se elevaron a grandes príncipes de la Doctrina. No son las derrotas durante la campaña sino la victoria final lo que se tiene en la cuenta para el triunfo; aquéllas antes aprestigian más a la victoria.

El segundo consejo es la lectura de buenos libros. Así como un mal libro hunde en el infierno, los buenos elevan la mente. La Eucaristía es el alimento del alma y los buenos libros son el alimento de la mente.

Es preciso que conozcáis vuestra religión, para que podáis defenderla y enseñarla.

La lectura os hará amable la vida. Los libros enseñan a contemplar al universo mundo como a resplandor divino.

Nosotros, hombres de Cristo, estamos obligados a estudiar y complacernos en estas cosas del universo, porque son obras de Dios. ¿No será obligación del hijo estudiar, inquirir, admirar y gozar todos los hechos a su padre?

Yo no quiero que mi parroquia, capital espiritual de Colombia, sea de gentes que no amen la vida, camino para el Cielo, y que no gocen del universo, antesala de la beatitud.

¡Estudiadlo y amadlo todo de acuerdo con la ley de Dios, oh envigadeños carrielones!

Y, para terminar, os aconsejaré, hijos míos, que améis por sobre todo a aquella Señora, bella entre las vírgenes, esmeralda del universo, a María… El amor a ella es segura prenda de salvación. Antes de su nacimiento, pudo ser verdad que pocos eran los elegidos, pero desde ese día luminoso en que Dios emparentó con nosotros, la salvación es negocio fácil. Jesús nada le niega. Pensad, meditad en esto: Dios es hijo de María. ¡Qué admirable!: Dios es hijo del hombre. Quien tenga a esta señora a su lado, será salvo. ¡Cuidado, hijos míos, con olvidar nunca a María, estrella de la mañana, casa de oro y puerta del Cielo!

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Capítulo IV

Miércoles Santo con el Manco y don Lino Uribe

En el tranvía me senté al lado del Manco. Es un carguero, pobrísimo, y es mi pariente; es de aquellos Uribes a quienes llaman «de los 33», pues hubo una de mis ascendientes que parió esos hijos, todos sanos y aficionados al aguardiente de caña.

Al Manco le gustan más los sermones del Coadjutor que los del Cura. Pero lamenta al padre Mejía, como todos los envigadeños. Dice:

«A mí me contrató para soplar el órgano… Siempre que le decía que me iba a fiestas a Medellín, me daba mis dos o tres pesos».

—¿Qué hay del Mocho…?

—El padre Ocampo lo echó del coro… Mire: el Mocho, para decir la verdad, no canta bien… Tiene la voz muy quebrada… El padre Ocampo decía que el coro iba muy bien hasta que el Mocho daba un berrido…

Le objeté que el Mocho es cantor esencial en Envigado. ¿Quién de nosotros, Manco, díjele, puede conmoverse en una Semana Santa, sin oír la voz del Mocho?

—¡Bueno!, pero oiga: el que a cuchillo mata, a cuchillo muere; el Mocho intrigó para que me quitaran a mí del órgano… ¡Ya ve, pues…!

Le pregunté por el padre Mejía y me respondió que «era tan bueno que hasta me alcahueteaba a mí en el órgano».

Al preguntarle en dónde había muerto el padre Mejía, me respondió que don Lino, que iba en el asiento de atrás, lo sabía mejor.

Me acerqué a éste. Óiganlo:

El padre Mejía murió por ahí de 72 a 75 años; vino de unos 25 y era sonsoneño; le gustaba mucho que lo cuidaran…; era muy atrayente. A mi suegro, Pedro Díez… ¿Usted no conoció a Pedro Díez, el papá de Javier y de los otros…? Era un gigante alemán; bebía aguardiente como un caballo; muy simpático; si usted le llegaba a gustar, lo veía y le echaba el brazo, diciéndole: «Caminá, que allí, en tal parte, hay unos tamales o chicharrones que se van solos…». Le gustaban los juegos, gallos, billares… Iba a riñas al puente de doña María o a Medellín. Una vez resolvió poner un billar en Envigado… Lo compró y ya todo estaba arreglado, cuando un día se me presentó el padre Mejía y me dijo: «Hijo, ¿qué hacemos con Pedro Díez?». Le contesté que ese hombre era una fiera, que la cosa no tenía remedio. «Esperate», me dijo; se fue donde Pedro Díez; llegó; éste salió a recibirlo: «¡Oh, padre Mejía…!; mira, Teresa, que aquí está el padre Mejía y hay que cuidarlo…». «No me cuides hoy, Pedro, contestó el Cura; dime una cosa: ¿Es verdad que me vas a poner billar? ¿Un hombre como Pedro Díez, honrado, modelo en esta sociedad…? ¿Es verdad que me vas a dañar el pueblo…?». «El billar, contestó el viejo, ahora mismo lo rompo». ¡Vea, pues, qué hombre!, termina don Lino.

Me dice que murió pobre. Cuando lo quitaron del curato, se fue a vivir a Medellín; pero no se amañó (3) y volvió a Envigado. Murió en la casa de Susana.

—¿Y por qué pobre? ¿Sería que gastó mucho en la familia de Susana…?

—La que gastó fue Susana… Susana luchó mucho con el padre Mejía… Lo cierto del caso fue que no dejó sino una casa…

Resulta, pues, que murió en la casa de mi tatarabuelo, don Lucas Ochoa, la casa que luego fue de tía Pastora, y que murió en brazos de prima Susana Arango, mimado por ésta, consolado por ésta, cuando el arzobispo Cayzedo lo obligó a renunciar su curato en propiedad de Envigado. ¡Grandes almas, almas gemelas el padre Mejía y prima Susana…!

Procesión de Judas

La llamaré así, porque Judas Iscariote es para mí la obra maestra de la escuela de los Carvajales. Ese cuerpo menudo, ese motilado bajo que le da aspecto de joven de casa de corrección; los ojos cúpidos y uno de ellos con una dilatación sifilítica, con un gesto de no sé qué, de avaricia y de remordimiento suicida; las patillas y los bigotes de joven de veinticinco años…: indudablemente que ahí puso don Álvaro Carvajal lo mejor de su genio, estimulado por el padre Mejía.

Hoy la chiquillería es innumerable. Suben a las torres, corretean por atrio y plaza, entran y salen. Los carniceros esperan ansiosos en sus toldos… Hay gentes de Medellín: se conocen en cierto aire de «ateos», en esa actitud de medellinenses que vienen a ver la procesión a un pueblo, en las sonrisas despreciativas ante los santos inmortales de Misael y de don Álvaro. Los medellinenses son sifilíticos que no sienten, que no saben nada de Semana Santa.

Mientras esperamos la procesión, la muchachería comienza a molestar a un loquito, gritándole «rico». Éste los persigue, corre detrás de ellos, hasta dentro de la iglesia. Ningún muchacho tan maligno como el envigadeño: se complace en matar pájaros; ha destruido muchas especies de pajaritos que adornaban este valle del Aburrá-Ayurá; antes había aquí un paraíso alado. Cuando un niño va a caballo, le tiran piedras para hacer corcovear al animal. El muchacho envigadeño es maligno, inquieto, trepador de torres y tapias, pescador con anzuelo, atarraya, tacos y totuma achicadora. Pero, últimamente, con la fábrica de tejidos de Rosellón, Medellín le ha contagiado a Envigado la sífilis, y los niños se están volviendo raquíticos.

* * *

Sale la procesión. Primero, «las tres Marías»: la Magdalena lleva tres cadejos de su linda cabellera caídos por delante. Santiago, Pedro… Sale Jesús, en la escena del Huerto; está arrodillado, sudando sangre; al frente de sus ojos están, sobre una columnita, los instrumentos de la pasión, diminutos: cruz, clavos, escalera, lanza y vaso para el vinagre. Jesús está arrodillado, un brazo apoyado en la rodilla de un ángel. Este paso es el de la decisión en el huerto de los olivos; la aceptación íntima del sacrificio; ya se acercan el soldado Balbo y los otros fascistas, acompañados por Iscariote…

Sale luego el paso de la entrega; un Jesús de cara majestuosa, ni triste ni alegre, decidido ya. Tiene la majestad del hombre que se decidió. A su lado, Judas le toca un hombro, para indicarles que «ése es». Jesús no le mira y un Mussolini le echa un lazo al cuello.

Salen Juan y la Dolorosa; seguimos músicos y nosotros… Hoy vamos para oriente, hasta la casa del difunto Lucas Ochoa, la de Susana, en donde murió en brazos de ésta el padre Mejía; giramos luego hasta la casa de don Sinforoso Uribe, y de ahí a la plaza…

La música es hoy más triste; son marchas quejumbrosas. Aumentará la melancolía en bajos, pistones, cornetines, platillos, bombos y cajas, hasta el viernes, día de llanto desconsolado. Lo mejor, si mejor puede haber entre estos músicos envigadeños, es el de la caja: cuando se queda solo, tocando su instrumento, parece un llanto callejero de esos que se hunden en el alma.

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Capítulo V

Jueves Santo

Escribo por la noche, muerto de cansancio. La Semana Santa me ha desbordado; ya me creo incapaz de observar y de anotar, pues son muchos los sucesos, las imágenes, las ideas y el goce.

Día glorioso de guayacanes florecidos y de ceibas recortadas en un cielo azul; al amanecer, nubes blancas, altas, en surcos, sonreían en oriente.

A las cinco me levanté a escribir lo de ayer. A las seis llegó Margarita y me dijo que Inés, la hermana de Francisco, había muerto anoche. Me pareció que la sonrisa de las nubes era por ella, mujer buena.

Desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche estuve trabajando en estas cosas de arte y de espíritu, así: visita a la muerta; la misa en que ponen preso a Jesús; el entierro de Inés; La Cena y el sermón; la procesión del juicio de Jesús y el sermón del carmelita. Vamos a narrar por partes; mucho qué hacer pero a todos los despacho, por orden.

Visita al cadáver

Inés, mujer virgen que fue madre dulce para sus hermanos y para una anciana chocha que a ella la llamaba «madre».

Entré. ¡Bello cadáver! Muy inmóvil; se conoce muy bien a los cadáveres; se les distingue muy bien de los durmientes y de los desvanecidos: carecen de animación; son cosas, cosas quietas. Tienen eso de un vestido quitado. Un cadáver se conoce por esa quietud, por esa inexpresibilidad que tiene la ropa que el hombre se ha quitado. Comprendí que el yo no supervive, pero que, al morir, hay algo que abandona al cuerpo; un cadáver es una casa deshabitada, un vestido quitado.

El cadáver de Inés no me asustó, pues el alma que ahí animaba era digna de irse.

¡Bello cadáver! Francisco me dijo que la agonía había sido fuerte; que la respiración se oía a distancia, por el cansancio cardiaco; que ella dijo: «¡Esto es horrible!».

Le pedí al espíritu de Inés que me ayudara, y me fui.

Don Benjamín

Iba para la iglesia, cuando en esas me llamó un hijo de Chito y me dijo que allí estaba don Benjamín bebiendo café y esperándome.

Llevé a don Benjamín donde Suso. Allí le conté mi programa para el día. Hace tiempos que insisto para que termine su carrera eclesiástica, pues sabe de ritos, latines y, cuando salió de la Compañía de Jesús, ya se había puesto casullas… Sobre todo, posee la figura y el modo dulce y hábil de los príncipes de la Iglesia. Me contó hoy que tuvo el siguiente diálogo con el padre Casiano Restrepo, su amigo:

—Mira, hombre, ya que destituyeron a Cayzedo, me tienes que ayudar a terminar mi carrera eclesiástica, en la cual perdí casi toda mi juventud.

El padre Casiano se detuvo en el zaguán de su casa y guiñándole el ojo le preguntó: ¿Ya lo prebaste…?

Don Benjamín contestó afirmativamente, agregando que todos lo habían probado.

Sí, hombre, contestó Casiano. ¡Es verdad! El que no lo haya hecho, que tire la primera piedra. El que no lo haya probado, que tire piedras que sean como enormes bolas. Pero… mira: mejor es que no sigas: vaca ladrona no olvida portillo…

Misa de la prisión

Coloqué a don Benjamín a mi derecha para que explicara los ritos. Ocampo hacía de preste; Hernández, de diácono, y Jaramillo Arango de Subdiácono. Casulla y dalmáticas eran amarillas; este color dizque es para misa blanca.

Consagraron, y sacaron al Señor para llevarlo a la prisión, en la capilla de la derecha. Adelante iba el guión; lo llevaba un viejo ojiasustado, orejón, orejiparado, blanco y flaco; cuerpo sarmentoso. Es uno que fue alcalde godo y a quien se le metió entonces que un viejito mendigo que vivía en un rancho con La Moda tenía que casarse con ésta, para hacer respetar «los buenos principios». Se le metió que estaban amancebados. ¿Amancebado ese anciano pordiosero que debía tener el chimbito como hoja de cebolla quebrantada…?

La Moda era la única mujer generosa que había en Envigado cuando mi niñez: tuerta; negra; menuda y patialegre, muy puesta y muy olorosita.

Pues este viejo que lleva el guión los enjuició por amancebamiento y obligó al viejecito a casarse con La Moda, y a poco murió, parece que de vergüenza, si un pordiosero tiene vergüenza.

Ahora, el ex alcalde va con el guión, los ojos muy abiertos, compungidos, las orejonas como alas de remordimiento; va con el hermoso guión y yo me concentro y digo:

La mayor bondad que puedes hacer hoy, señor Jesucristo, es perdonarle a este orejón el haber casado al viejito con La Moda.

Seguía el palio. Las Hermanitas, con sus blancas cornetas, giraban lentamente para seguir con las miradas el camino del Prisionero.

Abrieron el velo y apareció la bella cárcel, amarilla; las banderas colombiana y pontificia caían sobre la caja de la prisión. El diácono subió y encerró allí a Jesús y ahora viene Ocampo con la llave al cuello, pendiente de cadenita de plata, feliz.

¡Pero no cantan como el padre Mejía! El Mocho no contesta desde el coro sus eeeee, ooo, aaaa, quebradas… ¡Dizque destituir al Mocho! ¡Nadie canta como el Mocho! Una manera personal de cantar…

Los cucaracheros (ruiseñores), los afrecheros (gorriones) y los canarios cantan en los ventanales de la iglesia. Los rayos solares penetran a la prisión por un ventanal amarillo, y dos policías negroides, liberales negroides, custodian la cárcel, bayoneta calada, polainas amarillas nuevas y mucha fe en el alma… y luego votarán por Olaya Herrera. ¡Cuán feos y brutos son los negroides!

El entierro

Llevamos el cadáver a la capilla del Hospital… Lo llevan las hijas de María. Don Benjamín me ayuda a traducir los salmos, las lecciones y los responsorios. Está a mi derecha y me susurra; ¡maldita sordera!

Llevamos el cadáver al cementerio. En las bóvedas hay unos cucuruchos, de cristal unos y otros de lata, para flores, vacíos la mayor parte. ¡Qué pronto se marchita el dolor! Todo cicatriza y es por nosotros mismos por quienes nos dolemos cuando alguien muere.

Subieron el cadáver a la cuarta línea de bóvedas. Se puso a taparla un mulato delgado, flaco, casi otro cadáver. Trepado en su vieja escalera de guaduas, le veíamos todos los movimientos. En las bóvedas vacías de los lados puso los pedazos de ladrillo y la argamasa, tazas de peltre y sartenes viejas para remover la mezcla. Descalzo, con los talones llenos de grietas; calzones viejos de dril, desteñidos; antes fueron azules; camisa por fuera, remendada; un sombrero aguadeño deforme, pequeño sobre su cabecita. ¡Qué técnico enterrador tan estúpido! Gastó una hora, tanteando… En Colombia no saben ni enterrar; en Europa y en Estados Unidos entierran a uno pronto, en un santiamén; en otro santiamén lo guillotinan o electrocutan; en otro lo operan: hay téc-ni-cos…

Este era un enterrador que consonaba con el cementerio: venían oleadas de carne humana podrida, pues las bóvedas están hendidas, con huecos en donde hay colmenas o nidos de araña. Las bocas de los asistentes se secaron.

El técnico envigadeño bregaba por enterrar a Inés. A cada rato descendía de su escalera infernal a recoger agua de un balde bordicomido, un balde cadáver, lleno de agua lluvia verdosa. Apenas hubo logrado colocar los pedazos de adobe, zus, les echó agua, para humedecerlos, y a los asistentes nos cayeron goticas en las bocas. Luego comenzó a bregar con el palustre, a recoger las miajas que caían en el borde inferior de la bóveda. Su camisa se ensuciaba poco a poco. Al recoger los utensilios que tenía en la bóveda vecina, alargaba el brazo y casi besaba la que estaba tapando. ¡Qué original es Colombia en sus técnicos! Este sepulturero armoniza con Alfonso López y con Quico Cardona y con el hijo patas de lancha que tuvo el general Uribe. Lo mejor del enterrador era el sombrero; un envigadeño genuino, de los antiguos, trabaja siempre de sombrero.

Cuando colocaba los pedazos de adobe todos estábamos inmóviles… y, de pronto, Arango, el bocadillero, se excitó. Como no ha bebido desde hace tres días, por causa del sermón del infierno, durante todo el entierro había estado silencioso, sombrío, hundido en las negras visiones del vicioso que persigue a la virtud. Pues ahí se desenfrenó: comenzó a parpadear, alzó los brazos y, gesticulante, dijo:

«Te fuiste de este mísero mundo, mujer buena, modelo de caridad. Ya has recibido tu corona… Nos dejaste huérfanos; pero desde allá pedirás por nosotros», etc.

Al terminar, inclinó la cabeza. Luego, el desenfreno lo hizo balbucir, monótonamente, fijos los ojos en tierra: «¡A ésta volveremos todos! ¡De ella salimos y a ella volveremos!». Calló, pero durante un rato siguió parpadeando.

Cuando metieron el ataúd en la bóveda, un hermano del padre Guamo, el llamado Guamito, menudo, caradevieja, comenzó a rezar responsos, en un latín ridículo. Como soy muy sordo, sólo pude oír, al acercarme, que decía: «Requie dona ei». Las viejas respondían, compungidas: «Requie dona ei…». ¡No les digo! En Envigado todos somos gente de iglesia, sacerdotes o sacerdotes frustrados. Mi primo, el monaguillo, por ejemplo, es un obispo en formación.

La Cena

No almorzamos porque del entierro volvimos a la una. Tengo mucho qué hacer; estoy más ocupado que los sacerdotes y que los gobernantes. En esta culminación de mi vida terrena, los quehaceres me desbordan; soy como una canaria redondita a causa de sus huevos que va a poner. Me siento ebrio, florecido como el guayacán de la mangada que fue de los Lalindes.

El Señor, el de las tres potencias, está sentado a la mesa; ésta, con dos platos de fértiles lechugas, doce panes de donde mi tía Pastora y doce vasos con sus respectivas servilletas de papel, está ya listo. Mi pariente el monaguillo anda afanado por la plaza recogiendo doce pordioseros para apóstoles… Cuatrocientos chiquillos están en las gradas del presbiterio. Ocampo les conversa, sonreído, con la sonrisa de que es capaz este hombre tan frío. Anda contento con su cadenitallavero al cuello. Brega por amar a los niños; los hace sentar en las gradas. Toda la policía está ahí, feliz también; se olvidaron de concordato y de liberalismo.

Don Benjamín me dice que observe a Ocampo, que conversa ahora con el Ochoa que viste a los santos. Está de pies en el presbiterio, al lado del hermoso facistol de talla. Tiene el vientre prognata, el pecho hundido y unos tics en cuello y hombros, como los de Ricardo Olano, el embellecedor, movimientos como de fastidio con el cuello y la ropa… Es su tic… Todos poseemos nuestro tic.

Observe, doctor, díceme don Benjamín, cómo se mete las manos por las aberturas de la sotana y las coloca sobre las nalgas; porque la sotana tiene aberturas laterales que dan a los bolsillos y también a los pantalones; por ahí meten las manos los sacerdotes ya habituados al culto y las cruzan sobre las nalgas… Los jóvenes no; lo creen de mal gusto.

Pensé en Napoleón. Triunfante ya, se cogía las manos por detrás. Esa actitud es de gente madura: es el vientre que se nos va independizando, dominándonos…

Estaba hermoso el padre Ocampo, así como Napoleón en la isla de Elba.

Entraron los doce mendigos llevados por mi pariente el monaguillo. Uno tenía un tumor sobre la nuca, como una totuma. Todos eran peludos, flacos, feos. Casi no suben a uno, atáxico. Todos ellos iban con los pies lavados, estregados con tusas.

Comenzó el lavatorio luego que el diácono leyó lo referente a la escena, en los evangelios. Hernández manejaba la jofaina; Jaramillo Arango la jarra con el agua, y el preste Ocampo, toalla al hombro, lavaba… Le echaban un poco de agua a la pata de cada viejo, enjugaban y el Preste hacía el que besaba aquellas patas de pobres. Un simulacro, un remoto simulacro del amor mutuo; un indicio levísimo, menos que levísimo, de la caridad.

En seguida, Ocampo le dio un minúsculo traguito de vino a cada viejo y les entregó los panes envueltos en las servilletas de papel. ¡Levísimo indicio de la caridad, pues estos pobres culirrotos morirán como perros sarnosos!

El sermón de «la música»

Subióse el coadjutor al púlpito. ¡Por fin! Por fin, díjeme, voy a escuchar a esta «música».

No. Desde un principio comprendí que era un «bogotano». Alargaba las sílabas finales; se airaba sin estar airado; acariciaba sin tener gana. No decía nada. Está que ni pintado para nuestro Congreso y asambleas.

Aquí no paran mientes en que a la gente la están haciendo con babas; el producto colombiano es raquítico, morado, simiesco. Es rara ya la mujer alta, robusta, sana; raro es el hombre alto, fornido y que se pueda dejar las barbas: les nacen cuatro pelos en el mentón; las mujeres son bajas, maduran a los trece años y a los quince tienen los tejidos fláccidos. ¡Y las inteligencias! El profesor de psicología en la Universidad de Antioquia escribe: «Es un alma que tiene podridos hasta los huesos» (4). Y vaya usted y háblele a una muchacha y no pasa de contestar: «¡Horrible, horrible, horrible!». Para todo dicen «horrible», o «delicioso», o «ave María», o «¡no le pinto, no le pinto!». Y, lo peor, que tienen un olor acre. En Colombia no hay ni mujeres ni hombres; son muñecos babosos. ¿Dónde hay ahora gente buena moza como el doctor Manuel Uribe Ángel, don Cástor Ochoa, Tomás Quevedo? La tal democracia acabó con el suramericano, pues hizo mezclar al acaso las múltiples razas.

La procesión

Mucha gente. Gente de Medellín. Automóviles de Medellín. ¿Quién ha hecho el esfuerzo necesario para merecer montar en automóvil? En Colombia nadie lo ha hecho. Moralmente estamos en el periodo de caminantes. Mil y mil chiquillos; en verdad que la gente envigadeña es fecunda: no se apea. Envigado ha sido una fuente para Colombia y para el mundo. Estos chiquillos que entran y salen a tocar a los santos, que todos tienen ganas de ser sacerdotes, que se rebrujan en las cosas de la sacristía, que corretean por las escaleras podridas de las torres, que apedrean a los animales y son crueles con «el loco» y con «el bobo»; esta chiquillería en que abundan los de cabellos de color de la cabuya, podría ser una fuente para Colombia y para el mundo, si pusieran un poco de cuidado en su formación.

Penetro a la iglesia a cada instante y vuelvo bajo las ceibas. En la nave izquierda, a poco de la entrada, está sentado Jesucristo, y los dos soldados romanos, parecido el uno a Balbo y el otro a mi amigo Chin, le colocan una corona de espinas.

Detrás hay otro paso: Jesús va cogido por el cuello con un cordoncito… ¿Quién lo lleva? ¡Lo lleva, amados hermanos, Judas, a quien hoy pusieron de judío…!

Más allá está el Maestro, el mismo de la mulita, pero ya de pie; tiene en sus manos una hostia muy grande y se la va a dar a una mujer bella. ¿Quién? Es la Viuda, es la Toní, que hoy está confesada y cuyos pechos ya no se perciben; está muy púdica… Los demás santos ya los conocemos.

Entra mucha gente de Medellín a la iglesia. Por ahí anda con su novia el doctor Jesusito, que ya está juicioso, ya dejó el aguardiente y se casa. Se casa con una parecida a la Viuda, pero más regordeta, de más edad, más impetuosa. ¡Oh, vosotros, santos envigadeños, divino Pilatos Poncio, y vosotras, viudas de Naín, regordetas, insaciables e inagotables en el amor, vosotros sois consuelo y sucedáneo para los que dejan el aguardiente de caña!

Aquello era una locura. Todos querían tocar y ver si los santos eran de palo. Todos los de Medellín vinieron a esta fiesta. Por ahí andaba el doctor Pedro Nel, el que hizo de secretario de Pilatos una mañana de mi niñez, cuando el padre Mejía; Pedro Nel leyó la sentencia allá en la casa del ángulo, en donde vivió el doctor Maldonado. Hoy es un gran médico…

Se ordena la procesión. Adelante van las Marías, Santiago y Pedro; luego sale el Señor, arrastrado por el cruel judío. Sigue el paso de Pilatos repantigado al lado del Señor a quien colocan la corona. Por último, la Magdalena, la Dolorosa y Juan; siempre inseparables.

La música es hoy un llanto. No hay campanas desde la prisión del Señor.

Sermón del carmelita

Ya es noche. ¿Qué veo? Un carmelita con su hábito café y su manto blanco…

Se revuelve ahí en ese púlpito, furioso…; brinca; la parte superior del púlpito se estremece…; levanta el brazo izquierdo, tirando el manto a un lado; lleva la mano izquierda al corazón y deja ver su enorme crucifijo que pende ahí… Oratoria aprendida; oratoria sin raíces en la personalidad. Su voz no sale; es débil; no consuena con tanto brinco. El hombre es joven (veintiocho años), robusto y de colores castos… Pero su oratoria es pantomima aprendida. Su cabeza, al agacharse, sale del capuchón como la de las langostas. Sus ojos están muy juntos a la nariz; son grandes pero juntos; no tiene eje cigomático; por ende, es monosilábico. Me invade la tristeza al comprobar que a toda la gente la están haciendo con babas; que los padres Ocampo se están acabando. ¿Cuándo me harán caso y se preocuparán por la cría del hombre en esta Suramérica?

El carmelita dice que en la Cena, que allá en el Cenáculo, Cristo se dio todo por amor. Dice que Sansón amaba tanto a Dalila, que en un momento íntimo le contó todos sus secretos, hasta ese del pelo. Que Sansón quiso huir luego de motilado, pero que no pudo; que la amaba mucho y se sentía arato. «Pues, carísimos, Jesús es otro Sansón, y nosotros somos Dalila: a pesar de que sabía nuestra maldad, nos dejó su cuerpo en pan y su sangre en vino».

Al salir me dijeron que ese carmelita es sobrino de Eusebio. ¿De suerte que es envigadeño y de mi niñez? ¿De suerte que todos los envigadeños somos sacerdotes frustrados? ¡Todos amamos a Pilatos Poncio! Envigado es arteria rota por donde sale la sangre de Cristo para santificación de la república… ¿qué digo?, para santificar al mundo. Nosotros, los sacerdotes, somos la sangre que brota, e inunda y convierte. ¿El sobrino de Eusebio con esos brincos y pujos? ¿El sobrino de mi amigo? ¡Tan sabrosamente cómo fumaba Eusebio esos cigarros que llaman tabacos!

Aparición en la carretera

Me fui triste. Terminó mal este jueves para mí. Por la carretera iba soñando en mi frustrado sacerdocio. Comprendí que esa era mi vocación, y que por eso he fracasado, me han quitado los empleos y no aman mis libros. Tuve un sueño, entonces. Vi la realidad que debió ser. Me vi de cura en Envigado, primero, y luego de príncipe de la Iglesia… Yo me vi predicando mi gran sermón de la soledad; todos los envigadeños, unos en cuclillas, otros sentados en confesonarios y bancas; las viejas, conmovidas; los niños, subidos sobre las andas de Pilatos Poncio, de Juan, Pedro y de la Viuda; todo mi pueblo; en el coro, Luis Santamaría, músico incomprendido, el Mocho, cantor incomparable, Sacramento, el otro cantor, e Ignacio, el que sopla el órgano…; allí estaban las Hermanitas con sus cornetas blancas, bajo mi púlpito… Yo me vi; yo vi todo eso…; yo me oí mi gran sermón de la soledad… Todos lloraban; Luis dejó su sonrisa volteriana en el coro y lloraba; el Mocho dio uno de sus berridos; Ignacio se olvidó de soplar el órgano; a Nuestra Madre, francesa, parienta de Santa Teresita, le subía y bajaba su hermoso pecho bretón, en sollozos… y, al bajar, al abrirme paso hacia mi presbiterio, oí que susurraba misiá Rafaela, la mamá de Cipriano, a una vieja de Medellín: «¡Es el hijo de don Daniel, nieto de don Benicio…! ¡Yo siempre lo dije, que llegaría a príncipe de la Iglesia!».

Era luna llena. Yo iba por la carretera y fue al frente de la casa del Manco en donde oí mi sermón. Luego, al frente de la vieja casa del doctor Manuelito Uribe, se me apareció Jesús; estaba al lado de Pilatos… Era el Jesús cabezón y carón, de ojazos verdes, el que trajeron de Francia y que ponen a llevar la Cruz en la procesión de once. Era ese Jesús tan imponente, ese que tiene un aire de autoridad misteriosa y ultraterrena. Lo llevaba preso Gallito, digo, el judío que hace de Judas y que se parece a Gallito en el motilado, a Gallito el prestamista… Se me apareció claramente ese paso. ¿Fue alucinación? No: Jesús me detuvo; miré para ver si había por dónde huir; Jesús ocupaba todo el camino, caí boca abajo y oí que me decía:

«Te he llamado desde la niñez. Recuerda que al levantarme la vestidura y al levantársela a este pobre Mussolini (señalaba a Poncio), sentías delicias en el alma: esa era mi voz. Recuerda a Hermana Belén, que te enseñó a leer y a cuyo lado sentías cosas deliciosas: era mi voz; siempre te he llamado. Te creé para que predicaras el gran sermón de la soledad, el Viernes Santo, y el sermón de la sentencia… No oíste: no quisiste oír. Por eso tuvo que predicar el sobrino de Eusebio y por eso te quitaron el consulado, así como se lo quitó Tiberio a este otro prevaricador (señalaba a Pilatos). ¿Qué has hecho de mis voces?».

Después dijo: «Ahora continuemos; conduce, querido Iscariote, que al menos tú cumpliste tu destino…».

Llegué a casa asustado. Martel y Pierrot me ladraban en el prado; me desconocían. Llegué. Margarita estaba enojada. Le dije: «Soy un príncipe de la Iglesia, frustrado… No me hablen, porque voy a escribir mis sermones de la soledad y de la sentencia». Mi mujer contestó: «¡Siga, siga y verá! Ya usted tiene un pie en el sepulcro; ya tiene 41 años; ¡siga escribiendo esas cosas y verá!». Resolví acostarme, anonadado.

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Capítulo VI

Viernes Santo

Firme propósito de terminar yo la Semana Santa en calidad de predicador.

Entré por Francisco para que fuéramos a la sacristía a ver todos los santos; él es técnico; conoce la historia de las imágenes. Mi deseo era observar bien al Señor en todas sus posiciones, para saber si fue alucinación lo de anoche en la carretera; si en el Señor había algo que indicara que me habló.

Niños, viejas, y medellinenses que dejaron el aguardiente y que buscan en la iglesia un sucedáneo, andan por aquí, en movimiento, mariposeando, manoseando.

En primer lugar, Judas está vestido de judío, en la sacristía. Lo examinamos minuciosamente. Lo invaluable de esta imagen es la esencia. Don Álvaro cogió la esencia. Es hombre de unos veintiséis años; patillas y bigotes de esos que uno se deja a tal edad, no sé por qué, por secretos misterios del amor: es la edad de la figuración. Es pequeño, menudo; manos finas y ladronas de usurero, parecidas a las de Olaya, al contrario de Pedro, que las tiene nudosas, artríticas, fieles: manos de campesino francés.

«Observa, Francisco, díjele, que ese motilado es de hombre cúpido; para que dure; observa que tiene el aire de Gallito o de Marceliano».

Francisco me hace notar que tiene la pupila izquierda más dilatada y que padece una iritis. La expresión de los ojos es soberbia. Ahí está el negocio feo, la traición. Francisco, que es médico, me dice: «Este hombre era sifilítico; ¡esa iritis…!; mira el lagrimal izquierdo: epitórico; observa cómo tiene bocio…». Tuve deseo de ir a abrazar a los Carvajales; de Envigado hay muchos grandes hombres incomprendidos…

El Señor Portador de la Cruz, el que se me apareció anoche, tiene cara poderosa, caída hacia adelante, de supremo sufrimiento sobrenatural; cara larga y ancha; los ojos, verdes. Dice Francisco que es obra francesa, pero esto no puede ser verdad; aunque sea así, así no es: ese Señor es de don Álvaro Carvajal… Carvajal recogió allí el instante sobrenatural en que Verónica lo encontró en la Calle de la Amargura: Jesús miraba para adentro; sentía náuseas por lo humano; expresión de reproche para los que no oyen su voz que los llama.

Muchos ruanetas dizque afirman que estas imágenes no son de Misael y de don Álvaro. ¡Qué desgracia ésta de escribir para colombianos! ¿Ignoran que Envigado vale y es capital espiritual de Colombia, a causa del artista? Éste crea la verdad. ¿Qué sería Envigado, sin nosotros? Don Álvaro, Misael y yo lo hemos creado. Los santos son todos hechos por imagineros envigadeños porque así lo exige la fuerza creadora que actúa en mí. El padre Mejía es un grande hombre porque así lo quiere el que me incita a crear. Envigado es capital porque así lo exige aquél que se mueve. Colombia no existe sino a causa de nosotros los imagineros; sin nuestro arte, podría desaparecer y nadie se daría cuenta de ello; ni siquiera subiría el precio del café. «Poncio Pilatos envigadeño» no existe sino a causa del creador. ¿O creéis que los sermones son de vuestro padre Ocampo? Si en alguna parte existe la verdadera propiedad es en el artista. ¿Creéis que don Quijote vivió fuera de Cervantes? ¡Pueblo inmundo, humus de humanidad, olayista! ¡Adiós pueblo, hijo mío…!

El Crucificado es obra maestra. Es el cadáver divino. La cabeza caída a la derecha; el cuerpo echado para la izquierda; los músculos de las pantorrillas, recogidos en nudos, encalambrados. La corona, las facciones y, sobre todo, frente, nariz y párpados son iguales en arte a lo mejor de Grecia. Esta obra, junto con la Cruz, incomparable, digan lo que dijeren los historiógrafos es de autor envigadeño, anónimo, anterior a Misael…

Los dos ladrones, de autor desconocido, muy antiguo, son dignos del Crucificado: cuerpos juveniles; vientres de ladrones de vereda, andarines, es decir, con sus paredes fortísimas. Ambos son barbados, con esas barbas envigadeñas de antes de la desgraciada mezcla de razas. Son jóvenes de veintiséis años; la barba de Dimas le cobija el pecho, barba bondadosa; la de Gestas son dos cadejos laterales, largos; es bizco. El primero se parece a don Aniceto y el segundo a don Polito. Se comprende que el artista se inspiró en tipos de nuestra nobleza campesina. Como las cruces son de dos metros, y la del Señor, de tres, forman un grupo armonioso.

El Sepulcro es del gran Villa, ascendiente de esa familia de carpinteros, honra de Colombia. Es una caja digna del cadáver de Dios. Una señora Uribe costeó ese trabajo de años.

¡El altar! Ahí sabréis si Envigado es digno de Grecia. ¡Qué paciencia! ¡Qué sobriedad! ¡Qué columnitas en poema! Un maestro tallador díjome que hoy no podría ejecutarse por menos de cuarenta mil pesos.

El facistol, labrado en un solo tronco, con su corazón flameante en el centro y con racimos de uvas, parece inverosímil. ¡Y el atril! Parece hecho de ramos retorcidos. Es súmmum de buen gusto.

Sí; compraré la casa que fue de don Álvaro, cuando gane la lotería; compraré la cama gigantesca en que dormía el padre Mejía, cama de comino crespo, hecha por Villa; compraré a Pilatos Poncio y al Señor de la Cruz; compraré el facistol y el atril y viviré mis últimos años como un príncipe de la Iglesia, sin contacto con esta gente morada y raquítica que están haciendo ahora… ¡Y, sobre todo, yo compraré al Señor Atado a la Columna!

¿Queréis ver algo de igual valor artístico a la Venus de Cirene? Id, amadísimos, a contemplar en mi pueblo a Jesús Atado a la Columna, azotado. Anatomía perfecta. Pies insuperables. Expresión, color, lamparones dorsales causados por los azotes: todo allí embriaga a un conocedor de bellezas. Es de autor anterior a don Lucas Ochoa; hay quien sostenga que es barcelonés, pero los que así afirman son gente ignara.

El Señor de la Caña es quiteño en el estilo. Tiene belleza inocente, sobre todo en la gran llaga-roto que deja ver tres costillas en la espalda.

El Señor Caído. ¡Ése no! Es de autor medellinense. Es obra que debían destruir. Las llagas son hondas, de bordes como en acantilado, úlceras hechas con sacabocado, úlceras específicas. Obra tropical de mulato que quiere conmover con la exageración de las apariencias o de las expresiones. ¡Aprendan de mesura en los «morados» del Señor de la Columna!

Preámbulo de la Procesión de Once

Esta principia en la «casa del ángulo», la que fue del doctor Maldonado. Allí se amplía la carretera que viene de Medellín, y por los costados de la casa se divide en dos calles que entran al pueblo, dejando a tal casa en ángulo agudo. La amplitud allí es preciosa: al costado oriental domina la «la casa del padre Mejía», entre dos cipreses centenarios, entre un boscaje de pomales y naranjos; al occidente, «la mangada de Francisco», verde esmeralda, de suave pendiente, lugar deleitoso.

En tal amplitud colocaron una Virgen que mira para la ciudad farisea (Medellín) y que es obra de ningún mérito.

Desde tal lugar hasta la iglesia, la calle de don Álvaro está llena de gente en movimiento; chicos y viejas; una imagen aquí, otra allí; al frente de la palmera, unos muchachos púberes, juguetones, están sentados en las andas del Señor Caído, descansando; en una bocacalle está la Verónica, que hoy es la Toní; más allá, la Dolorosa: es que van conduciendo los pasos al lugar de la cita, al ángulo en donde se dictará la sentencia y se iniciará la Procesión de Once.

Grupos de campesinos; grupos de medellinenses; parece en verdad el camino del Calvario, lleno de canalla y de santidad, ésta dispersa entre aquélla, al uno por mil.

Las mujeres hieden. ¡Qué mal huelen las mujeres en muchedumbre, en procesiones y cuando alguien agoniza! No fueron creadas para caminantes; la mujer es sedentaria.

Por allá, en la esquina de don Valeriano, me encuentro con mi pariente, el jefe de los monaguillos. Va de civil; está sentado en las andas de Santiago, abrazado a las piernas de éste. Menos bello así, sin la sotanilla y la esclavina.

—¿Qué hubo? ¿Por qué no estás oficiando?

—¡Eh! Yo no puedo aguantar al padre Ocampo… Ayer se perdió la matraca y se le metió que yo tenía la culpa. La encontraron, y dijo que yo la había escondido, y de un empujón me tiró contra la Viuda de Naín, y caímos al suelo, y la Viuda se rompió la punta de la nariz y vea el morado que me hice al caer (se quita el saco, remanga la camisa y me hace ver un «morado» semejante a los del Señor Caído del medellinense).

Llegan las once. La Verónica se queda en la esquina de don Valeriano, oculta, para salirle al paso al Señor cuando lo hayamos sentenciado y venga con su cruz a cuestas. La Dolorosa se queda en el portón de don Álvaro, esperando. Todos los demás santos se reúnen en la amplitud que forman la casa del ángulo, la del padre Mejía y la mangada de Francisco.

¡Por fin llegó la hora de mi sueño! Yo soy el Cura… Entro a mi casa (la del padre Mejía), con paso lento, de sobrepelliz nueva, regalo de las Hijas de María, y estolón bordado por la reverenda Madre… La baranda del balcón la han cubierto con rica alfombra. Salgo. La multitud se estremece. Por entre los dos cipreses contemplo el grupo santo: Poncio Pilatos, repantigado en su solio, entrega Jesús a Balbo y a Chin; luego está el grupo femenino: Magdalena, inconsolable; María Cleofe y Marta; detrás, pero con ellas, está Juan. Retirados, Pedro y Santiago. El grupo santo está alto, como flotando sobre ruanas negras y nuevas, sombreros aguadeños, pañolones, mantillas y muchas cabezas infantiles. Hasta mí sube un susurro de oraciones. A derecha e izquierda y al frente, guayacanes amarillos florecidos. Por entre el verdinegro de los cipreses, el verdesmeralda de la mangada de Francisco… Me recojo; miro a Pilatos; miro la majestuosa cara y los ojazos verdes del Jesús que se me apareció anoche y

Sermón de la sentencia

¡Un prevaricatoo! ¡Un prevaricato, amadísimos…! Pilatos Poncio, ése que veis ahí, somos todos nosotros los que no obedecemos a la voz que nos llama. Veámoslo, veamos cómo la canalla que se reunió en la plaza del Pretorio y que siguió por el Camino de la Amargura, salpicada aquí y allá de belleza, es la misma canalla que está ahora bajo estos cipreses y sobre la faz toda de la tierra…

La conciencia me grita, amadísimos, que este vuestro Cura, que este vuestro padre espiritual que os habla, es otro Pilatos Poncio… y que sólo una sangre divina derramada, que sólo el sacrificio de un Dios puede salvarme… ¿Qué os dice a vosotros…? Escuchad; hagamos silencio para que escuchéis…

(Dos minutos de silencio).

Creo que eran las tres de la mañana cuando un grupo sigiloso pasó el torrente Cedrón. No había luna. Estrellas sí. Noche propicia para las concupiscencias. Eran trece personas. Conducía el Iscariote Judas, hombrecito de 25 años, menudo, habilísimo para manejar dineros; si no hubiera muerto prematuramente habría sido un Esteban Jaramillo. Heredosifilítico, fruto humano raquítico, de los que tanto abundan en las Américas, y, por ende, astutísimo… Los otros eran sacerdotes viejos, llenos de prebendas, pegados a un culto petrificado; temían que Jesús acabara con sus negocios del Templo; sacerdotes de esos que tienen siempre el templo en construcción… Cuatro de esos caminantes sigilosos eran sacristanes, gente contrahecha.

Jesús oraba. Ya se había decidido a pagar el precio de su obra. En el Huerto tuvo la crisis terrible de la decisión.

Jesús oyó los pasos temerosos de gente que busca; se levantó y les dijo a la luz sorda de la farola que ahí veis: «¿A quién buscáis…?».

Los apóstoles dormían, porque, para la decisión, es preciso que todos duerman, que el espíritu esté solo bajo las estrellas. Cuando hay aplausos, gentes que palmotean y admiran al héroe, es fácil decidirse, es la vanidad la que se decide. Judas dio entonces el beso, recibió la plata y se hizo detrás…

Jesús llegó arrastrado y enlodado al Pretorio. Había mucha canalla por ahí, feliz con la huella, que es lo único que excita a la multitud. Los muchachos gritaban: «¡Nazareno!», así como los de Envigado gritan «¡rico!» a los indefensos. Era la misma canalla hedionda que ahora está aquí llorando. Porque es muy fácil llorar, pero muy difícil vivir contenidamente.

Pilatos nada sabía de este asunto y salió a ver con mucha repugnancia, pues era limpio y esas montoneras judías hieden mucho, así como todos los pueblos. Nada tan cruel, tan fétido y llorón como la canalla, eso que hoy llaman frente popular. Pilatos había llegado de Roma a gobernar a ese pueblo sucio, astuto, negociante y muy hábil, vivo retrato del antioqueño; había venido con su mujer y con algunos buenos libros, pues era funcionario aficionado a las letras; allí tenía buen sueldo. Pero en verdad que no era agradable para un jurista y letrado cambiar a Roma por Jerusalén. Los judíos hablan mucho, discuten mucho, prestamistas, disputadores religiosos, gente sin afeitar ni bañar.

Asomóse Pilatos. Oyó la gritería y se fastidió; hizo subir al reo y quedó asombrado. «Es una figura interesante», pensaba. «¡Esta sonrisa, estos ojos y esta majestad!». Pilatos quedó subyugado. «¡Tierra curiosa ésta!», pensaba. «Hay tipos… Éste debe ser un gran soñador, un poeta…».

«¿Qué delito ha cometido?», hizo preguntar. «Dice que es Dios, y nuestra ley condena a muerte a quien eso afirma».

—¿Quién eres? ¿Eres Dios…?

—Tú lo dices…

Quedó más subyugado aún. «Un gran soñador, un gran inocente, un gran poeta», pensaba.

Ordenó, para librarse de la turba ululante, que lo llevasen donde Herodes.

Éste era crapuloso. Quiso divertirse con Jesús, que no le respondió, porque Herodes era sifilítico, deshonesto.

El Rey le hizo poner una caña, por cetro, y un manto escarlata, como diciendo: «Es un loco», y se lo volvió a Pilatos.

Pilatos sintióse angustiado al ver que volvía la canalla con el hombre raro. Quiso salvarlo; dijo que no veía culpa en él y, para ver si lo salvaba, ordenó que lo azotasen y le pusieran corona de espinas; después lo hizo salir al balcón, creyendo que con eso quedarían satisfechos, y les dijo: Ecce homo! Pero le urgieron. Le dijeron que Jesús desconocía a César, y le dieron a entender que si no lo condenaba, lo acusarían a él.

Pilatos deseaba salvar a Jesús, pero ¡podía perder el empleo…!

Dicen que su mujer le envió a decir que no hiciera sufrir a ese justo…

Pilatos temió perder el puesto, y así fue como inventó un acto exterior para cubrirse: pidió jofaina y una taza; lavóse las manos y dijo: «Soy inocente de la sangre de este justo».

Fue prevaricato. Pesó más en su alma el empleo que la conciencia. Ahí tenéis a nuestros presidentes, Olaya Herrera, Alfonso López y otros: aman la patria, quizá la amen, pero la venden.

Hoy mismo, por razón política, asesinan a los etíopes; por ello, Inglaterra censura a Italia; por ello, Francia está unas veces con Italia y otras con Inglaterra. Por motivos iguales vendieron nuestro suelo y cielo; por eso perdimos a Panamá, etc.

Todo el pueblo es canalla de Jerusalén; los jueces son todos como Pilatos; los sacerdotes somos todos como los fariseos; sólo Dios es perfecto.

Por eso a cada instante tiene que morir Jesucristo; de ahí la Eucaristía. Jesucristo hizo posible que el hombre saliera de la canalla; él nos hace bregar, con su ejemplo. Pidámosle, pues, su gracia para recrearlo en nosotros. Vosotros y yo somos canalla y el sacrificio de Jesús nos abrió el horizonte; meditando en su vida comprendemos que se puede dejar de ser inmundo animal. ¡Oh, Señor, gracias por habernos mostrado que es posible ser algo más que animales bulliciosos e inmundos! Ahora te seguiremos en tu camino al Calvario, para que la emoción de tu virtud nos fortalezca poco a poco. ¡Gracias mil veces por la Eucaristía, en donde estás muriendo siempre por esta multitud que somos! Amadísimos: recread a Cristo en vosotros. Es el único camino. La Eucaristía es el camino.

La Procesión de Once

Esta procesión tiene doce estaciones, cantadas. Procesión larga; las mujeres hieden; los campesinos siéntanse en portones y zaguanes a maldecir de los zapatos. El carmelita reza las oraciones y Luis Santamaría y Sacramento tocan el armonio portátil y cantan. De lejos yo veo al carmelita en su baile, un constante brincar, como en el púlpito.

Ahora son las Siete Palabras; estoy fatigado y a las dos debo estar en el Coro. Luis Santamaría me permitió subir a ese santuario de Ignacio.

El Coro

Ignacio es mejor que toda la Semana Santa. Ignacio es el que sopla el órgano que trajo el padre Mejía…

Ignacio es así: un metro cuarenta si pudiera enderezarse, pues tiene la cabeza siempre caída sobre un lado y, además, otras torceduras; es sarmiento retorcido. Flaco. ¿Cree el lector que Ignacio está mirando para el altar? Así parece, pero está mirando para occidente; está observando al lector… Ignacio ve lo que no mira y lo que mira no lo ve, mejor dicho, Ignacio ve por donde no es. Posee la facultad de contemplar a la humanidad sin que ésta se dé cuenta. Pero las suyas no son torceduras fijas: son contorsiones nerviosas. Es un manojo de nervios que sufren embolias; su corriente nerviosa es como torrente; carece de fluir tranquilo. Ignacio tiene tics continuos; es lo contrario de «la serenidad goethiana».

El lector entra al Coro; se pone a conversar con Luis y con Sacramento. De pronto mira y ve un ser raro, un niño viejo que está detrás escuchando y viendo por donde no es…

—¿Quién es éste…?

—Este es Ignacio, el que sopla el órgano…

Entonces Ignacio sonríe y en la sonrisa está todo él: pela cuatro dientes largos, prognatas y sucios, las cuatro armas de la simpatía, cuatro dientes leporinos, un tenedor de cementerio.

Pero estoy equivocado: no tiene la cabeza caída sobre un hombro, sino que la cara se halla colocada, no en la línea vertical del cuerpo, sino en línea oblicua al centro de gravedad. Es como si pesara más el hemisferio cerebral izquierdo. Y está así, para poder ver y oír; tiene los centros cerebrales desplazados…

Tocan el órgano… Ignacio está trepado sobre los dos gruesos maderos pedales, un pie en cada uno, soplando…; con las manos se agarra de las varas que unen los pedales con la palanca; baja una pierna y sube la otra; una cadenita de que pende una bola sirve de índice del aire absorbido y del gastado. Ignacio regula sus esfuerzos con gestos místicos, la cara torcida, dejando caer el labio inferior, todo su cuerpo en contorsiones. Parece un muñeco inverosímil pegado al costado de la gran caja. Parece también un ciclista de pesadilla, que no avanzara… Pero sus ojos torcidos se alegran con el subir y bajar de la bola índice del aire…

Entendí muy bien por qué los medellinenses que vienen a conocer «el órgano que trajo el padre Mejía», no admiran a Luis, al Mocho y a Sacramento, coristas insignes: mientras Ignacio viva, será el centro del cuadro; para él serán las miradas; nadie se detendrá en las aletas de la gran caja musical, que se abren y se cierran misteriosamente; nadie atenderá a los lamentos y caricias que salen de los grandes tubos; nadie observará la sonrisa volteriana de Luis, ni sus manos regordetas y su pie izquierdo que arrancan armonías a ese instrumento enorme; nadie examinará los hermosos vientrecillos, boca redonda y actitud mesurada de Sacramento: porque allí está Ignacio, caritorcido, contorsionado, con su lóbulo frontal allá arriba de la cara, como un tomate oculto, soplando… Sí, Ignacio está soplando, nació para soplar, es la idea perfecta de soplar el órgano… Ahí está Ignacio, dulcísima figura de humanidad; parece una araña juguetona pegada a la pared de la gran caja musical ¡Bendito sea Envigado, que produce grandes hombres en cada parto…!

Las Siete Palabras

Se trata de las Siete Palabras y, como las predicó el Coadjutor, yo voy a reconstruir aquéllas del padre Mejía, que nos hacían llorar. Hoy serán el padre Mejía e Ignacio los héroes de este drama. Pondremos también a Julián, pues nadie concibe a Napoleón sin sus generales que él creó, y, así, el padre Mejía no puede predicar sin Julián… Ya éste subió al Púlpito la media de ron comprada donde Javier.

La Iglesia está colmada. Desde el Coro se ve como un jardín: las calvicies son como flores, como hortensias entre un prado negro de ruanas nuevas. Al pie del púlpito están las Hermanitas con Nuestra Madre: sus blancas cornetas son estímulo para el predicador. El Calvario ha sido simulado con tablas y encerados. Allí está Cristo en medio de don Polito y de don Aniceto, es decir, de Dimas y Gestas. La Magdalena está agarrada a la Cruz y de ahí no la despegarán hasta el domingo. Juan a un lado y la Virgen al otro, siempre discreta, siempre con su dolor profundo y silencioso.

En el presbiterio, en puestos de honor, están arrellanados don Pedro Pablo, don Lino, Javier y el juez don Carlitos.

1936 – (Continuará) (5)

Fernando González

Notas:

(1) Al llegar a este punto, me miró el padre Ocampo… Tiraba para mi tejado… ¿Seré yo un corrompido…? Me hizo atemorizar. ¿Su intención será contra mí? Desde mi convivencia con los jesuitas he sido muy sensible para «el sermón del infierno»… Confieso que el padre Ocampo me anonadó. Temí que alguna descripción mía hubiera excitado a la carne, a la burla, etc. «Habla bien este padre, me decía; me conmueve; lo malo es que la gente me mira…». Confieso que mi intención, al escribir, ha sido siempre propugnar por la castidad, por la mortificación de los enemigos, mundo, demonio y carne. Si alguien sintióse débil por mis escritos, no entendió. He cantado a la vida, a la ligereza muscular y mental de los castos, a los ojos de las vírgenes, a sus tejidos duros. He cantado al héroe, al que no sirve a gobiernos y honores, al que busca el mañana. En cuanto a la carne, es verdad que soy un tentado, pero mi alegría, siempre lo he dicho, está en resistir. Deseo permanecer juvenil, ágil, anciano ágil, moribundo ligero y alado. ¡Viva el freno! Tal ha sido mi doctrina. El padre Ocampo no me ha entendido…
(2) En esta casa vivió el sabio y hombre esteta, José Vicente Maldonado, cuando joven. Fue, en Antioquia, el fundador de la cirugía y de las buenas maneras.
(3) Tener sus mañas, estar contento en su lugar.
(4) En memorial a un juez.
(5) Fernando González nunca publicó los capítulos finales de este trabajo. [Nota de Otraparte.org].

Fuente:

Antioquia. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, marzo de 1997. Ver Introducción por Alberto Aguirre.