Fernando González
por Elkin Obregón.
Solíamos ir a Otraparte en las tardes. Una sola vez, no recuerdo la razón, nos atrevimos a caer allá una mañana. El maestro no pareció sorprenderse por el cambio de horario. Lucía fresco y animado. Y ese día decidió invitarnos a la casita misteriosa, que resultó ser una sola habitación, con una ventana al fondo, cuyas paredes estaban forradas de estanterías, repletas de libros del suelo hasta el techo. El maestro tomó al azar uno y otro tomo, todos viejos, muchos en otros idiomas, auscultando en ellos vivencias y recuerdos. Pero se detuvo más en uno de Leopardi, y empezó a leernos en italiano poemas de aquel autor, tan ajeno a nuestros propios —y escasos— libros. Al rato comprendí que no habría traducción, que aquella voz emocionada que pronunciaba vocablos extraños estaba oficiando, sin más prólogos, el poema de aquel día, de muchos días. Creo que Fernando González no leyó para nosotros, o que, al menos, no fuimos allí otra cosa que ese público difuso que a veces requiere alguien para poder de veras estar solo. No entendí muchas palabras, por supuesto; pero, a cambio, pienso haber entendido en todas juntas un recado secreto. Un largo tiempo duró ese diálogo. Y fue mi primera y tal vez única lección de poesía.
Elkin Obregón