Boletín n.º 117
16 de febrero de 2014
Fernando González
Homenaje a cincuenta
años de su muerte
(1964-2014)
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En el quincuagésimo aniversario de la muerte de Fernando González Ochoa, la Corporación Otraparte comparte con sus lectores textos de Alberto Aguirre y Carlos Castro Saavedra, amigos del maestro.
Ver Los 50 motivos de
Fernando González
Ver Fernando González:
Velada Metafísica
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El fin del hombre es dormirse en el Silencio. No se dirá «murió», sino «lo recogió el Silencio», y no habrá duelos, sino la fiesta silenciosa, que es Silencio.
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Un personaje y su sombra
Por Carlos Castro Saavedra
Ante la muerte de Fernando González, tengo la impresión de que un bosque ha perdido su árbol más alto y más joven por dentro, más lleno de mundo y de savias renovadoras. Este árbol era visible desde cualquier sitio del país y sus raíces estaban profundamente sepultadas en la tierra colombiana. Su sombra era paternal, ancha y acogedora, y dentro de ella era posible encontrar a la patria —a la patria más pura— y sentir en la sangre, como la corriente de la sangre misma, la presencia del universo y la humedad de todos los ríos y las lluvias.
Cuánta autenticidad en Fernando González, cuánta sencillez, cuánta sabiduría, cuánto amor y a la vez cuánto odio —amor también— por todas aquellas cosas que desvirtúan a la nación, que contradicen a la vida y cierran el paso a la mañana y su escolta de soles y de pájaros.
Fernando González vivió en trance de conquista interior, de lucha consigo mismo, en su afán de purificarse y redimirse, y alcanzó su propósito en modo tal, que su presencia física era fiel trasunto de su ascetismo espiritual. Parecía labrado por él mismo en su propia madera humana, llena de nudos claros y de fibras inteligentes. En su frente espaciosa se reflejaban las montañas y se agrupaban los caminos, para separarse después, largos y sobrios, hacia todos los sitios de la tierra. Sus ojos eran el mejor testimonio de su claridad interior. Allí, en esos ojos, había mucha luz, pero no de espada desnuda, sino de atardecer que brilla humildemente.
Sabía acariciar con la mirada y recoger con ella alimentos espirituales, tales como rastros de hormigas, mínimos y tibios, y huellas de veranos que agonizan y pierden su calor y sus monedas de oro.
Fernando González pensaba en el país, no epidérmicamente, sino en forma entrañable y universal. Era la otra cara de la patria. La cara que corresponde a las raíces y a las sustancias más profundas. La suya no era una actitud retórica sino una integración dolorosa. Pertenecía a todo cuanto lo rodeaba. Padecía nacionalmente, mundialmente, y formaba parte del maíz que se congrega en la mazorca y del niño que escribe en un tablero la palabra futuro. Moría con los muertos de la violencia, a cada paso, y resucitaba con los mismos muertos, a cada paso también, cuando los naranjos que cultivaba se llenaban de hojas y de frutos maduros.
Las nuevas generaciones lo buscaron siempre, porque él nunca fue viejo y a toda hora tenía para los jóvenes el regalo de su juventud. No se alarmaba con las audacias de los muchachos, porque entendía que tales audacias eran la vida misma buscando un cauce, tratando de renovar el mundo y de someter los convencionalismos y las mentiras. Fue un maestro, en el más numeroso y generoso sentido de la palabra. Húmedas y frescas eran sus lecciones. Hablaba lentamente, como lloviendo sobre la tierra calcinada, y sus palabras devolvían al pasto su verdura y a la poesía su brillo elemental.
El filósofo Fernando González, como habitualmente se le llamaba, con justicia, desde luego, fue un gran poeta esencialmente. Su vida entera es un poema, aunque carezca de rima y la muerte haya interrumpido su desarrollo universal. Poesía su rostro de niño, asombrado ante todo y atento al crecimiento de las plantas y los amaneceres. Poesía su andar, su lenta y sabia manera de hacer sus pasos y sus viajes a través de sí mismo y de sus semejantes. Poesía la nieve que coronaba su cabeza. Poesía su bastón, el cual sentía la mano de su dueño como el ala de un pájaro, y poesía su sordera de los últimos años, que no era sordera sino una pausa del oído, que estaba fatigado del escándalo circundante y quería cernir la música del mundo.
La muerte de Fernando González es en realidad su mayor presencia. Ahora forma parte inseparable de la tierra y empieza a incorporarse a las cosechas y las esperanzas de los labriegos. Su cadáver, esparcido por el tiempo y por la lluvia, será mañana lo que él aspiró a ser siempre: patria integral, unidad sin límites, plenitud habitada por la misma plenitud de Dios.
Sobre la tumba de Fernando González esta simple inscripción: Aquí duerme un hombre y la hierba crece en silencio para no despertarlo.
Fuente:
El Colombiano, febrero de 1964.
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«Llévense ese cadáver»
Por Alberto Aguirre
Esta sociedad padece de necrofilia: atracción morbosa por los cadáveres. No gusta sino de cadáveres, que son tiesos e inofensivos, o de vivos que están aún más tiesos dentro de sus trajes y hábitos. Vivos que son muertos parados, tan inútiles como los que ya revientan espalda en las bóvedas de los cementerios. Decía Fernando González (Libro de los viajes o de las presencias): «Intuí el cadáver. Isaac, pensé, agoniza. Ya busca al Señor. Cuando uno agoniza (y la agonía y el tufillo de la cadaverina principian muchos años antes del certificado de defunción), “busca al Señor”… En la plenitud fisiológica, en las bodas y aun en los bautismos, los machuchos percibimos la cadaverina, los cadáveres, las heridas boquiabiertas y oímos a los demonios».
Pero, en contra partida, esta sociedad sí le teme a los vivos-vivos, a los que huelen a semen, a semilla, porque están constantemente preñados de violencia y desafían el orden de los muertos. Dentro de una sociedad putrefacta la única manera de estar vivo es desafiando. Y cuando un vivo se muere fisiológicamente, ahí brinca la necrofilia para taparlo ligero, para aniquilar su semilla. Adorando al muerto que antes era silenciado se asegura el olvido de su vida.
Pero también hay muertos vivos. Aquellos tan preñados de vitalidad y de violencia que la muerte fisiológica no destruye su vivencia sino que la dispara, la riega.
Fernando González era un vivo. Porque temblaba, porque se revolvía, porque desafiaba a este orden social cadavérico. Y esta estructura social de la cadaverina lo silenció oficialmente, relegándolo a «otra parte»: allí vivió en el exilio, extrañado de su propia patria. Ese librito que yo le hice [1] fue un vía crucis y cuando al fin lo tuvo en sus manos exclamó: «¡Pero qué alegre que estoy! Tal como está era como yo lo quería». Había sido una pequeña victoria contra los funerarios del silencio.
Pero un día se murió el maestro. Recuerdo su entierro. Luego de alzar el ataúd, ya dentro de la iglesia, en la ceremonia fúnebre, padecí un fuerte olor a cadaverina. Atisbé. No era el muerto, porque yo sabía que ese dentro de la caja era un vivo. Ese tufillo venía de los circunstantes.
Muy triste me puse y me reproché: «Vos también estás en esta ceremonia funeraria, vos también querés enterrar a Fernando González. Desgraciado, te hiciste bien adelante cargando el féretro (!) para que te retrataran. Mañana saldrás publicado en El Colombiano». Me salvaron las piernas longilíneas y jocundas de una muchacha que se había arrodillado en la banca de adelante. Tuve otra vez la palpitación de la vida, ese olor a semilla. Esas piernas me devolvieron las ganas de vivir, el temblor, la vehemencia, la ira. Había que resistirse a que enterraran a Fernando González. Presentí entonces que le lloverían losas encomiásticas para taparlo, así como lo habían tapado, con el silencio, mientras vivía. Llévense ese cadáver, grité, y me salí. No alcé más el cajón. Después supe que en el cementerio había hablado Matenuna. Y me puse triste otra vez: ¡ya empezaron!
El sistemita ya ha sido comprobado. Tanto homenaje, tanto busto, tanta mesa redonda, tanto bronce, van endureciendo la imagen de ese que fue un vivo: la encasillan, la enyesan, la meten en un molde, la tornan clásica y académica. Y los que viven, los jóvenes, los rebeldes se resisten ante lo académico. El bronce es frío, está tieso y muerto. Hay una desconfianza instintiva hacia todo aquello que recibe la loa oficial de las academias y de los paraninfos. Desconfianza, digo, en el corazón de los jóvenes, de los inconformes. La mejor manera de matar a un muerto vivo es hacerle un busto. Pero qué risa la que me dio ese busto de Fernando González en la plaza de Envigado. Ahí al frente, en uno de esos cafés de acera ancha, tomábamos tintico por la mañana. No puede ser que le hayan puesto ese muñeco de bronce, tan tieso, en el sitio mismo donde él se burlaba de todas esas ceremonias de la cadaverina.
Todo esto sirve como recado para Martha Gómez Carvajal y Oscar Hernández, que me «programaron» para una mesa redonda sobre Fernando González en el Paraninfo de la Universidad, y me les mamé. También me daba risa pensar en esa ceremonia de disección cadavérica, como de sacerdotes aztecas en la cúspide de la pirámide de Teotihuacán: la ofrenda de un cuerpo adolescente para aplacar las iras de los dioses de la muerte.
El único «homenaje» (habría que destruir esta palabra) posible al maestro Fernando González sería perpetuar su irreverencia, su desafío al orden social de la podredumbre. Y empezar, quizá, por alguna irreverencia hacia él mismo. Como tumbar el busto.
Nota:
[1] Libro de los viajes o de las presencias. Aguirre Editor. Medellín, agosto de 1959.
Fuente:
Archivo Corporación Otraparte. Columna de opinión «Cuadro», publicación y edición desconocidas.
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El fin de la vida es llegar a la muerte con el cuerpo consumido por la jornada y el alma como luna llena que se asoma.