Boletín n.º 25
Febrero 16 de 2005

Mensaje póstumo de
Fernando González

Fernando González Ochoa

Abril 24 de 1895
Febrero 16 de 1964

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Hace 41 años, el domingo 16 de febrero de 1964, murió Fernando González Ochoa. Para conmemorar este aniversario la Corporación Otraparte regala a sus amigos el siguiente reportaje, que contiene una entrevista que concedió el maestro pocos días antes de morir al periodista español Juan Salas.

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Mensaje póstumo de
Fernando González

Por Juan Salas

Veinte días antes de morir, Fernando González concedió al cronista el siguiente reportaje, que contiene el último mensaje del maestro, que él mismo llamó “Mi Tratadito de la Eterna Juventud”.

Hace ya bastantes años murió en Medellín un rico codicioso que amasó en vida una gran fortuna. Al morir —quizás con la intención de comprar el cielo como compró la tierra— legó una importante cantidad a las almas del purgatorio. Y aquí comienza lo peregrino de la historia. Un juez aquijotado en el porte, con el rostro perforado por los más perversos ojos que pudiera imaginar el diablo, y un par de orejas parlanchinas que marcaban el paso burlón de sus palabras, tomó la balanza de la justicia entre las manos y sentenció de la siguiente guisa: “Ordeno que sean entregados a sus herederos los bienes que dejó el causante fallecido y ordeno que les sean entregados en las condiciones establecidas en el testamento. En cuanto al pío legado a las almas del purgatorio —que por su cuantía e intención da prueba de la caritativa naturaleza del finado— ordeno que sea depositado en el Banco de la República, hasta tanto no se presente ante este tribunal un personero, debidamente acreditado de las benditas ánimas”.

Diógenes de “Otraparte”

El salomónico juez se llamaba Fernando González, natural de Envigado, pueblecito cercano a Medellín en donde nació hace ya setenta años (sic). Filósofo, diplomático, escritor, anarquista, abogado, juez, Diógenes redivivo que cambió el tonel por la boina vasca, primo hermano de Pío Baroja, de Quevedo, de Fernando de Rojas y de todos los cínicos que en el mundo han sido, Fernando González es un ser humano de calidad fuera de serie. Hoy en día continúa viviendo en su vieja casona de estilo vasco, en cuyo corredor pasa las horas muertas leyendo, charlando o escribiendo con un vaso de aguardiente o de whisky permanentemente (sic) colocado sobre la mesa de estilo español y madera vieja. “Otraparte” es el nombre que el maestro le ha puesto a su casa y su jardín. “Otraparte”, porque él no es parte alguna, porque se opone encarnizadamente a dejarse localizar en ningún sitio. Un hermoso jardín sembrado de carboneros, totumos, orquídeas y naranjales rodea la casa por los cuatro costados, la aísla de la carretera y de los paseantes y proporciona al maestro la vida vegetal que necesita para sentirse comunicado con la tierra. Porque Fernando González es cualquier cosa menos un intelectual desarraigado. Para él la savia no es un líquido ajeno, como no le son ajenas las penas del árbol, los sudores del cucarrón o la sombra del carbonero que él mismo plantó hace treinta años.

“Todos son aquí más jóvenes que yo porque yo los planté con mis propias manos. Aquel carbonero creció más de prisa que este chiquito porque es mucho más perezoso para vivir y prefirió dedicarse a agigantarse. Fíjese que las hojas se le duermen una hora más temprano al grande que al chico y se despiertan también una hora más tarde. Me sé la historia de los dos y la de todos mis árboles y plantas. Muchas veces me siento árbol a su lado y me limito a dejarme calentar por el sol y parece sentir que mi sangre es la misma savia que se mueve por ellos y que estoy plantado en la tierra hasta las rodillas”.

“Esta tarde nuevecitica”…

Mientras el maestro habla de sus plantas se pasea despacito por el jardín acariciando los troncos, pellizcando las flores o apretando en la palma de la mano el volumen brillante de las totumas. En sus ojos se despierta un entusiasmo extraño, la voz se le vuelve vegetal por lo lenta y las palabras, apenas moduladas, se confunden con el río del viento y la carcajada de las ramas. La gran boina vasca que le hace hermano de Baroja le cubre la cara del sol picajoso de la tarde, lo que aprovechan sus ojillos maliciosos para hacerle guiños burlones a sus mismas palabras. Dos orejas expresivas se bambolean alegres a ambos lados de la cara como si fuesen directores bufos de orquesta que subrayasen el ritmo de la charla. Sus orejas se acercan cuando quieren escuchar, aletean muertas de la risa cuando les parece oír una estupidez, se mueven de arriba abajo cuando acompañan alguna salida bufa del maestro o se ponen casi planas cuando sólo se interesan por el sol que las calienta o la vida de los árboles.

Fernando González es un hombre totalmente joven en su espíritu y en sus palabras. Si algo llama la atención al visitante es esa tremenda alegría de vivir que se le sale por los ojos, por las manos, por las voces. Sus ojos están tan vivos que parecen agarrar cada cosa como si fuese nueva.

“Esta tarde de hoy es tan nuevecita como si fuese la primera. Y en realidad es la primera porque es única. Nunca el sol ha estado exactamente igual que ahora, y si lo ha estado no lo estaban las nubes, y si lo estaban no lo estaba yo. Esta es tan bella como la primera tarde que viví y en realidad está naciendo ahora, es una tarde recién nacida y huele a limpita y a nuevo. Es la tarde número no sé cuál de mis setenta años, pero no es eso lo que importa porque a ésta no la conocía yo, no la había visto nunca antes”.

“Aprendí de mi maestro el cucarrón”…

“No se asombre, joven, no se asombre. ¿Que me veo muy vivo y más joven que usted? ¿Pero es que no sabía que la Fuente de la Eterna Juventud que buscó Ponce de León por los adurriales de la Florida, está en realidad en Envigado? Además, ¿quiere usted saber mi secreto? ¿Quiere saber el secreto para mantenerse siempre joven? El secreto para no envejecer es gatear. El otro día vi a un cucarrón que gateaba tan lindamente detrás de su pelotica… No pude aguantarme las ganas de imitarlo, de volverme cucarrón por un tiempo y sentir la alegría suya al cargar tan bonitamente su redondica obra de arte. Caminé a cuatro patas por el jardín un buen rato, sorteando troncos y flores molestas que procuraban cosquillearme la nariz. Poco a poco fui aprendiendo el arte de gatear y supe que no puede moverse la pierna sino cuando el brazo contrario acaba justo de levantarse del suelo, aprendí a gatear sin bamboleos y casi, casi, con la misma gracia que mi maestro el cucarrón”.

Fernando González sonríe con malicia mientras relata sus aventuras de insecto. Las orejas bailan casi de gozo ante la cara del estupefacto interlocutor y toda su figura pugna por adoptar la forma del cucarrón. El mimetismo del maestro González es el verdadero secreto de su juventud. El sabe ponerse en el lado de cada uno, del joven y del viejo, del esclavo y del tirano, del ratón y del gato, del insecto o la araña o la paloma o el buitre.

“Si converso con un falangista, me vuelvo falangista por un rato y entre los dos lo pasamos rico planeando lo que podemos hacer con el mundo para arreglarlo a su manera. Pero después que se marcha, yo dejo de sentirme falangista y me localizo en cualquier otra parte a gozar de ese nuevo mundo que descubro siendo pelotica o enamorado o republicano. Y es que la verdad es redonda y contiene todas las verdades. Volverse dios es ser capaz de estar localizado en todas partes y en todas las ideas a la vez. El hombre se debe contentar con localizarse en una después de otra. El hombre es conciencia a secas y forzosamente debe localizarse en alguna parte —aunque sea en su propio cuerpo— para vivir. Pero lo que yo más odio es al hombre que se coloca irremediablemente en un punto de vista y no sale jamás de él y se empeña en creer que sólo su localización es verdadera. ¿Verdad? No hay verdad ni mentira, como no hay mal ni bien. En el mundo todo es bueno y todo es verdad, simplemente porque existe. El secreto consiste en buscar el punto de vista desde el cual lo que nos parece malo o feo o falso se vuelve verdadero. Nos parece que el murciélago es un animal extraño que vuela y vive de noche cuando toda la naturaleza está en reposo. Hay que ponerse en el lado del murciélago para ver las cosas de otra manera. Para él el día es tan oscuro que le parecemos raros los animales que caminamos justo cuando no se ve nada. No, no hay deber ser, ni cosas mejor que otras, las cosas son exactamente como son y el hombre que es conciencia tiene que aprender a amarlas todas a la vez. Ese es exactamente el privilegio de Dios. Y el único deber del hombre es vivir todas las cosas y desde todas las localizaciones para ir poco a poco volviéndose Dios”.

Después de esta larga parrafada que el maestro ha dicho lentamente y saboreando con deleite el sentido exacto de cada frase, vuelve la cara y boina hacia el que escucha y le espeta una sonrisa diabólica que parece empeñada en reírse de sus propias palabras.

“Filosofamos ya un rato, ¿no es cierto? Sabroso, muy sabroso filosofar, aunque es mucho mejor sentarse a ver pasar los cucarrones”.

“Yo soy el presidente de mí mismo, no necesito patria”

El maestro se refugia bajo la enramada del porche tan pronto como el sol empieza a ocultarse tras las cimas de los Andes que rodean hambrientos de valle a la ciudad de Medellín. El huesudo espinazo de América se abrió un poco para dejar que los hombres construyeran su ciudad y su nido en el fondo del valle. Y la gran ciudad crepita más abajo. En ella viven un millón de hombres, un millón de antioqueños, soñadores, trotamundos, industriales, creadores y arrieros que con su trabajo han labrado la riqueza de media Colombia.

El maestro Fernando González es uno más de los grandes personajes que ha dado al mundo esta tierra estéril en la que sólo los hombres son prolíficos.

“Yo no tengo patria, no soy de ninguna parte —parece contestar el maestro González a las reflexiones involuntarias que se desprenden de los picachos andinos hasta empapar el ambiente—. No soy de aquí ni de ningún otro sitio y además no quiero serlo. El hombre es sólo una conciencia libre ciudadana del mundo. Sin duda que la tierra le da al hombre un cierto colorido local, pero eso no es lo que importa. ¿Qué importancia pueden tener ante el espíritu unos ojos más o menos rasgados o un colorcito si es o no es más oscuro? No importa dónde está uno localizado, lo único que importa es lo que se localiza: la conciencia. No, no estoy haciendo política. No me interesa nada la política. El problema de gobierno es en realidad un problema bueno para que lo debatan los lagartos, es un problema adaptado al nivel intelectual de las amebas. Por eso no puedo soportar a los patriotas, para mí, encontrarme con un grupo de patriotas, me parece casi tan peligroso como tropezar con una marranera. Seguro que salgo mordido. ¿La política? Bah, gobernar es cosa de arrieros. Pobrecitos ésos que nombran presidentes. Cierto que los políticos se ganan su platica para tragos y se van a viajar a Europa, pero no los necesito para nada. Yo soy el presidente de mí mismo y para el hombre que anda en busca de su conciencia, gobiernos, política y decretos sobran tranquilamente. El número de policías es directamente proporcional a la estupidez de los hombres”.

“Yo no he escrito ningún libro adrede”

Si en alguna cosa es rotundo Fernando González es cuando expresa su absoluto rechazo por la política. ¿Indiferencia? ¿Falta de conciencia social? No, nada de eso, anarquismo de la más pura especie, anarquismo descarnado, hasta el hueso. El autor de “El Hermafrodita Dormido” —libro sobre Mussolini que le costó la expulsión de la Italia fascista en la que era cónsul—, el juez que sentenció contra las ánimas benditas, el periodista que sólo consiguió un aviso para su revista y hasta ése se lo retiró su esposa —propietaria de la empresa anunciadora— asustada del cariz de la publicación, el escritor amigo de Gide y de Augusto Breal, el literato más vivo de América, el biógrafo que escribió la mejor biografía de Simón Bolívar, el actual monarca de “Otraparte”, el ciudadano del mundo que nació en Envigado, fue cónsul en Bilbao y dedicó su vida a escribir, leer y filosofar, ese hombre, detesta a los escritores.

“Yo no he escrito ningún libro adrede. No soy literato. Es mucho mejor vivir la vida que escribirla. Lo más que hago es quedarme algunas noches desvelado para hilvanar un libro. ¿Me pregunta que qué tengo preparado? Nada, absolutamente nada. Yo no tengo nunca nada preparado. ¿Usted piensa que soy como esos literatos profesionales de Europa que se sienten en la obligación de escribir un libro cada año y son como las mujeres de mi tierra que se creen humilladas si no producen un nuevo hijo cada doce meses? No, no soy una máquina de parir. Además, esos escritores mecanizados se encierran a parir cada año y cada año no paren más que babas”.

El maestro goza con estas diatribas a los que, de algún modo, son colegas suyos en la empresa de las letras. Los ojos se le vuelven puntos de carbón, manotea exageradamente y se ríe con las comisuras de los labios.

“Bueno, joven, la charla es ya muy larga. Estoy cansado. Hemos hablado bien sabroso y espero que vuelva por aquí a gatear, a tomar traguitos y a embromar a los cucarrones. Pero, mientras tanto, no olvide ‘Mi Tratadito de la Eterna Juventud’. Le hará bien para mantenerse vivo”.

Y un hombre chiquito, seco y arrugado como un asceta, se queda sentado en la silla antigua del viejo corredor vasco, mientras paladea con una sonrisa irónica su aguardiente. Al separarse de él uno siente que la vida vuelve a recuperar su color de todos los días y pierde para siempre esa exhuberancia y cromía que por unas horas le dio Fernando González.

Fuente:

Revista “Letras Nacionales”, N° 5, noviembre – diciembre de 1965, pp. 86 – 92.