Boletín n.º 21
Abril 15 de 2004
Marta Traba
en Otraparte
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La crítica de arte y escritora argentina Marta Traba, fundadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá y premio Casa de las Américas, visitó al maestro Fernando González en 1963. Los antecedentes y resultados de esa entrevista están plasmados en este relato.
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Ante los Papagayos
Por Marta Traba
Yo creo en la magia.
Desde que llegué a Medellín, no hubo día en que no me encontrara tres o cuatro veces con Fernando González. Mejor dicho, antes de haber viajado a Medellín ya había estado con Fernando González, leyendo el prólogo que escribió para el libro de teatro de Regina Mejía. Prólogo ininteligible del principio al fin, pero que de pronto tiene frases apocalípticas y formidables como ésta: “El único mundo de los que he visitado que aumenta mi angustia hepática es ese de los viejos y los jóvenes aviejados que miden con la vara de medir del statu quo: ‘historia de la literatura’, ‘de la filosofía’, ‘la filosofía perenne’ como la vara de medir telas de los almacenes, en que unos viejos peinados y unos jóvenes cara de vieja miden y miden rollos de zaazas…”. Y luego siguen incoherencias. Y otro estallido bárbaro. Más enormidades (llama a Regina Mejía: primera maga dramática en Suramérica, ¡y se queda tan tranquilo después de semejante caída en el lopezdemesismo!).
Con el prólogo disparatado todavía en la cabeza, tropecé de golpe con el busto de bronce —casi vivo— que Leonel Estrada hizo del maestro. Entré a la casa de Dora Ramírez, la autora de las portadas de “La Tertulia”, y ahí estaba otro busto tronando en la repisa de la sala; llegué a la casa de Regina Mejía y otro más, con la boina ladeada, las orejas prominentes y muerto de la risa. Era como un signo de francomasonería, de Ku Klux Klan; había que pertenecer a la orden de Fernando González.
Para acabar con mi natural resistencia a conocer personajes, me contaron un cuento que parece de Gonzaloarango:
Hace unas cuantas tardes iba Fernando González caminando por el campo. Miraba hacia el suelo y empezó a encontrar cáscaras de naranja. “Aquí caminaba uno solo comiendo naranjas”, pensó. Pero luego empezó a ver más cáscaras, unas al lado de las otras. “¡Cómo! Entonces eran dos. Los pedacitos de cáscara son parecidos. Uno debió pelarlas para el otro: entonces no debían ser uno y uno, sino uno y una”. Y así Fernando González llegó a imaginar los enamorados. En ese momento pasó un carro con un doctor, quien vio al viejo escudriñando el suelo y se ofreció a llevarlo. Muy contento de poder hablar, Fernando González se subió y comenzó sin más preámbulo a explicar la historia de las naranjas. Al fin hizo parar el carro y como el azorado doctor le preguntara para dónde iba, el viejo le contestó, radiante, que se volvía para seguir la investigación de las cáscaras. Y allá se fue, dejando estupefacto a su interlocutor.
Pregunté cómo se llamaba la casa del maestro. “Otraparte”, me dijeron. Evidentemente, ya no se podía dudar más. Un hombre que decide vivir en “Otraparte”, para molestar a la gente, no puede ser sino genial.
Cuando se sale de Medellín, Medellín se vuelve estupenda: ya no pretende ser ciudad sino que se conforma con ser campo y montaña y con sembrar displicentemente montones de casas por todo ese mundo verde.
Acercándonos a “Otraparte” me volvió a entrar el pánico. No hay héroes que resistan el artificio de una entrevista. En el carro destartalado de Dora Ramírez nos callamos de golpe. Manuel Mejía Vallejo le llevaba al maestro el ejemplar flamante de “Cielo Cerrado”, su tercer libro después de “Tiempo de Sequía” y “Al pie de la ciudad”. María Helena Uribe, mujer de Leonel Estrada, pensaba y repensaba y no quería pensar más, en la portada de su libro que salió esa misma tarde: “Polvo y Ceniza”.
El maestro no estaba en el patio de entrada, pero las sillas sí. Tremendas, dispuestas en redondo para el examen. Había una con aire de trono y otra pequeña al lado. Cuando el maestro llegó yo estaba trepada a la pared más lejana, pero Doña Margarita me empujó hasta la silla pequeña y la situación fue irremediable. La escena se dispuso como en la tragedia griega. Protagonista hombre: Fernando González. Protagonista mujer: yo. Y el coro, Dora Ramírez, Doña Margarita, Manuel Mejía y María Elena Uribe, mudos mientras hablan los protagonistas.
Quería pensar cosas inteligentes, más por él que por mí, para no decepcionarlo. Pero me distraía mirándolo y no podía concentrarme. A él, por su parte, le pareció divertidísimo verme fuera de la “caja idiota” de la TV. Y empezó a hablar como en el prólogo. Pero me ocurrió que, oyéndolo, comprendí perfectamente el prólogo. Comprendí que el mundo actual de Fernando González es casi incoherente por exceso, por desorbitación: quiere decir todo, pensar todo, recordar todo, entusiasmarse por todo, enfurecerse por todo, porque le está quedando poco tiempo para estar vivo. No acepta estar vivo a medias: ni declinación, ni vejez, ni enfermedad, tienen sentido para él. Anda con el mundo entero a cuestas sin que le pese y sin aceptar descargarlo. Es un hombre sin pasado feliz y presente dudoso: fusionó ambos tiempos y no tiene más que un presente feliz. Se salió también del problema de la edad y decidió ser joven. Ha creado, sin ninguna frase hecha, sino simplemente con su actitud vital, su propia inmortalidad.
La lástima grande para Fernando González es no poder vivir el mundo futuro, no alcanzar las experiencias que otros tendrán. El vive con los franceses que le dieron la medida de su propia inteligencia, contra los españoles que rechaza de plano, (destruyeron la frase corta, después de la Celestina no hay literatura, mataron el español, patalean en la retórica), bajando a Roma a ver el retrato de Inocencio X, (Papa vivo, no muerto), denostando a Mussolini, adorando París, lleno de remordimientos por haber obrado mal y por no haber obrado mal, increpando a los Bedout, soñando con las motocicletas que ya no tendrá; y aquí llega el pesar —¿cómo será el amor entre dos enamorados en Vespa, grabando las iniciales en tapas de cocacola? Fernando González husmea, pero ya no puede vivir esa experiencia: otros se la prestan, supongamos Oscar Hernández; ¡no es lo mismo!
No hubo necesidad de hablar. El sabe exactamente lo que los otros piensan. Y se ríe maliciosamente de los demás y de sí mismo. Le repugna toda convención; pero se ve claro que en ésta última juventud tiene más ganas de amar que de pelear. Para pelear hay que precisar el combate, hay que tomar posturas de guerrero. Y él va y viene, impreciso-flotante por algo enorme, por un ámbito que le crece cada minuto más, cada palabra más, que es la vida.
¿Qué está diciendo? Vuelvo al prólogo, no entiendo nada. No quiero entender. Me lo estoy imaginando en un escenario entre nubes, en el Olimpo colombiano. ¡Y este hombrecito muerto de la risa, subiéndose y bajándose de su sitial bajo la mirada reprobatoria de los grandes papagayos embalsamados, de las boas constrictoras de la cultura local, de los grandes prudentes, los grandes defensores de la “civilización occidental”, los que hablan siempre en mayúscula! Tendré que escribir bien de Pedro Nel Gómez para poder entrar en el Olimpo y ver el espectáculo de Fernando González ante los Papagayos…
Luego tomamos té, pero no paró de hablar. Se levantó en medio de la reunión y fue a buscar sus libros agotados. Les escribió dedicatorias espléndidas.
Ya sé por qué no se habla de Fernando González en Colombia: porque está vivo y tiene el suficiente sentido del humor para darse cuenta que los demás están muertos.
No sé en qué momento nos fuimos. Estaba hipnotizada. Definitivamente es mago, y va a probarlo escribiendo un libro sobre los brujos.
¿Cuento el final? Sí, al fin y al cabo es mi entrevista y no la de otro o la de nadie. En un acto completamente reflejo y espontáneo, me acerqué y lo besé. Y entonces dio la única muestra de que estaba viejo: porque se conmovió y se le nublaron los ojos.
Se vino hasta el carro, tan, pero tan contento (Después le dijo a Doña Margarita que ese lado donde lo había besado —que era el lado enfermo por el espasmo cerebral que tuvo hace poco—, se le iba a curar…).
—Vuelva, Marta Traba.
Sí, no sé, no digamos nada. Al fin he encontrado un hombre admirable y las palabras sobran.
El carro salió como una flecha de “Otraparte”.
Fuente:
El Mundo Semanal, Medellín, sábado 11 de febrero de 1989, N° 482, Sección D, página 5.
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Marta Traba:
Crítica de arte
ingeniosa, punzante
y conocedora
Por Ana María Escallón
Crítica de arte y escritora oriunda de Argentina (Buenos Aires, enero 25 de 1930 – Madrid, noviembre 27 de 1983). Hija de dos inmigrantes gallegos, el periodista Francisco Traba y Marta Taín, Marta Traba quiso ser desde siempre escritora y por eso eligió la carrera de Filosofía y Letras, que estudió en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Mientras realizaba sus estudios, trabajó con el crítico de arte Jorge Romero Brest en la revista Ver y Estimar, donde publicó sus primeros artículos y así, rápidamente, encontró su rumbo en el mundo del arte y en la dimensión de la escritura.
Desde muy joven, Marta Traba eligió una vida errante —que con los años se convirtió en una condición de exilio— cuando, ante la necesidad de libertad y por inconformismo ante la situación de la Argentina periodista, se lanzó al vacío: se fue a Europa en busca de otros argumentos de vida. Llegó a Roma, y vivió en París, donde estudió Historia del Arte en la Sorbona (1949-1950).
Como le sucedió siempre, necesitaba un horizonte más abierto. Sabía de su capacidad de trabajo. Tenía rigor y una estricta disciplina. Confiaba en su ritmo interior, no tenía barreras porque conocía bien sus debilidades; no presentaba la lejana distancia ni la pared del tímido, aunque sabía de su profunda timidez; y no entendió nunca la incompetencia, porque su nivel de exigencia fue siempre severo. Sus ambiciones fueron reales y por lo tanto seguras; también así vivió las frustraciones, que dentro de su autocrítica y su mirada hacia los demás, hacían parte de su realidad cotidiana.
Tenía un inmenso don de palabra, una organización mental y unas convicciones férreas que la llevaron al éxito y a la adversidad. Se preocupaba por mantener una cultura amplia. Día a día, mantenía la alegría y el entusiasmo por adquirir una nueva dimensión de las cosas, una nueva interpretación del mundo, un entendimiento más real de las situaciones políticas: había que profundizar y asimilar los acontecimientos. Le interesaba la historia y le apasionaba el presente.
Su personalidad de líder la hizo ser más fuerte y la mostraba menos vulnerable. Dedicó la vida a su trabajo que siempre tuvo la escritura como eje y oscilaba entre la crítica y la novela. Entendió que la historia, toda biografía, toda descripción de la realidad, es una ceremonia teñida de prudencia. El historiador tiene la obligación de documentar, el novelista inventa, puede mover sus personajes y concertarlos en cualquier lugar y tiempo. Así, ella unió esas dos dimensiones: investigadora meticulosa del arte y creadora literaria.
Para ser consecuente con su decisión de conocer el mundo, Marta Traba vivió la Europa de la posguerra, y como la gran mayoría de los intelectuales latinoamericanos, estuvo bajo el sino de la supervivencia y la lectura, el debate y el compromiso. Todas 1as adversidades de la pobreza eran parte de esa aventura. En 1952, en París, escribió su primer libro de poemas: Historia natural de la alegría. En 1954 llegó a Colombia, casada con el periodista Alberto Zalamea, y eran entonces dos soñadores que recorrían los caminos del periodismo colombiano. Participó con otro gran modernista, Jorge Gaitán Durán, en la revista Mito.
Desde que la televisión fue un hecho en el país, realizó su programa de historia del arte, que emitía en directo, y en la Universidad Nacional obtuvo su cátedra sobre historia del arte, desde donde fomentaba la cultura de las artes plásticas con inmensa generosidad y observaba cómo los jóvenes intuían un nuevo rumbo en el arte colombiano. En la misma universidad fundó como protectora de las artes, su templo: el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Emma Araújo de Vallejo cuenta: “Lo instaló en una pequeña construcción de la Caja de Previsión Social; tumbó muros y surgieron salas, levantó una tapia y apareció el patio de esculturas y, aún más importante, el Museo y el departamento de extensión se convirtieron en centro cultural; mesas redondas, simposios, exposiciones de artistas colombianos y extranjeros se mezclaron de manera espontánea”. Como era una incansable trabajadora, también daba clases de arte en la Universidad de los Andes. Ella bien lo sabía, la pedagogía era el método para salir adelante. La crítica, la forma de demoler estadios retardatarios.
Su crítica en los diversos diarios de Bogotá siempre fue aguda y severa, porque no podía aceptar el encierro de ese mundo claustrofóbico en que se encontraba el arte colombiano. Era dura, porque debía iniciar batallas allí donde no se movían las ideas, simplemente porque se llevaba el impulso tranquilo de las tradiciones académicas en la mitad del siglo xx. Su aguerrida lucha tenía el convencimiento de que en el ambiente no se había despertado el espíritu de la modernidad, y por lo tanto existía un retraso fundamental que era intolerable. Llegó a desenmascarar la situación que cómodamente se representaba con retratos, a luchar contra el paisajista, a instigar al movimiento de los Bachués, a remover la actitud tradicional en favor de la modernidad. Y eso sólo lo podía lograr a través de una concientización cultural en todos los medios.
En 1968, los militares se tomaron la Universidad Nacional. Cuando pidieron su opinión, ella declaró su inconformismo ante la ocupación y denunció los destrozos que había realizado el ejército. Esto fue motivo suficiente para que el presidente Carlos Lleras Restrepo la expulsara del país, como a extranjera que estaba interviniendo en los asuntos del país. Le dieron veinticuatro horas para salir y desde ese momento el exilio fue una imagen y un concepto que se incorporó a su vida. De una manera u otra, cada cambio de país fue un estadio en el que se mezcló el sentimiento de abandono con el de expulsión. Le quedó la marca, aunque nunca se llevó a cabo la sanción. Hubo un repudio general, y el Estado colombiano nunca suministró el dinero para los pasajes de ella y sus dos hijos, Gustavo y Fernando. Era, además, la esposa de un ciudadano colombiano, con derecho a ser colombiana.
Marta Traba conocía la magnitud de las labores que le otorgaran peso a su trabajo. Como pedagoga e impulsora de la cultura, le explicó a un público general un destino más amplio. Demostró y formó una nueva generación que estaba lista para lo que ella llamó “el salto al vacío”, abrió caminos, explicó nuevas propuestas, subrayó la importancia de los accionistas de arte moderno latinoamericano, buscó y señaló en cada país los hombres que hoy son pilares de las artes plásticas.
Marta Traba tenía un acertado y severo ojo crítico, y hoy la historia le da la razón. Con su crítica y su pedagogía sobre la historia del arte fue armándose de una imagen profesional de mucho peso, que podemos resumir en dos aspectos: combativa y seductora. Sus ideas tenían fundamento, proyectaba su inmensa fuerza interna y siempre encontraba grandes cómplices. Ella, desde la década de los sesenta, fue abriendo los caminos del “boom”. Demostró cómo Alejandro Obregón comenzó la historia de la abstracción verdadera, explicó la deformación de Fernando Botero, explicó la dimensión de artistas extranjeros como Leopoldo Richter y Guillermo Widemann, resumió la geometría de Eduardo Ramírez y Edgar Negret, se comprometió con la anarquía de Feliza Bursztyn o el dramatismo de Antonio Roda. En la década de los setenta asumió el mundo del arte pop y del arte conceptual. Cada época era para ella una generación que asumía la modernidad como lo que era: testigos de su historia.
En 1958 Marta Traba publicó su ensayo sobre estética, El museo vacío, donde analizó a Crocce y a Worringer y expuso la necesidad de que existiera un paralelo coherente entre el arte moderno y el hombre actual. En 1961 apareció La pintura nueva en Latinoamérica, donde puso en evidencia el olvido en que se encontraba el arte de América Latina. Con sus libros y sus múltiples actividades se dedicó a subsanar errores profundos, que existían por el enorme desconocimiento y un público carente de opinión.
En sus libros sobre la historia del arte de América Latina, como Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, que editó en México en 1973, Marta Traba analizó el paso del 50 al 60 y del 60 al 70, época que le interesaba porque durante este tiempo aparecieron actitudes de lo que ella llamaba la vanguardia. En su último libro, Arte de América Latina 1900-1980, amplió esta visión. País por país, fue señalando los movimientos y las características individuales que el arte contemporáneo presentaba. En un sistemático orden histórico fue explicando desde la aparición de artistas que vivían la condición de la individualidad, hasta la cadena de sucesos que hacían posible la aparición histórica de movimientos, tendencias y posturas. Ella siempre vio el arte latinoamericano como un rompecabezas, donde cada pieza era tan necesaria como la de al lado para formar el conjunto y comprender cada paso.
Sin duda alguna, Colombia fue su centro. Se convirtió en colombiana con su acento porteño en 1982, cuando el presidente Belisario Betancur le otorgó la nacionalidad. Fue su país, es el país de sus hijos y nietos. Salió de Colombia en 1969 y siguió su camino errante a vivir en Montevideo, Caracas, San Juan, Washington, Princeton, Barcelona y París. Este mundo lo recorrió junto con el crítico literario Angel Rama, su marido. Para mostrar el impulso de la creación interminable de Marta Traba, Elena Poniatowska comenta en un prólogo que escribió en marzo de 1984:
“En 1966, conocida por todos como crítica y por algunos como autora de un bello libro de poemas, Historia natural de la alegría (qué bonito título), se revela como novelista. En La Habana, un jurado compuesto por Alejo Carpentier, Manuel Rojas, Juan García Ponce y Mario Bennedetti confiere a Las Ceremonias del verano el premio Casa de las Américas.
Fogosa y entusiasmada, Marta se adhiere a la joven revolución. Son años fructíferos, asoleados, las ramas del árbol Marta Traba se cubren de follaje y de manzanas de oro. Marta Traba publica en diversos países, en México, en Colombia, en Puerto Rico, en Venezuela. Los libros salen en tres meses, ¡ni Carlos Fuentes el prolífico!”.
Su muerte, junto con la de Angel Rama, ocurrió trágicamente. Después de haber superado un cáncer que la hizo creer en la vida y sentir próxima la muerte, murió en un accidente aéreo cerca del aeropuerto de Barajas, en Madrid, el 27 de noviembre de 1983. Viajaban a Colombia para asistir a un Encuentro de la Cultura Hispanoamericana, invitados por el presidente Belisario Betancur.
Fuente:
Gran Enciclopedia de Colombia, Círculo de Lectores, tomo de biografías.