Fernando González Ochoa – Cortesía del fotógrafo Fabián Alzate, que encontró el negativo en una edición príncipe de Mi Simón Bolívar dedicada por el autor a su hijo Ramiro González Restrepo.
La república liberal al comienzo intentó encauzar esas fuerzas, representar a ese mundo silenciado e invisible que reclamaba su lugar en la historia, y era ése el momento en que el liberalismo postergado podía haber encauzado el rumbo de la nación, fortaleciendo a las comunidades, apoyando las fuerzas que reclamaban un orden moderno, escuchando a los intelectuales que estaban construyendo un discurso adecuado a los nuevos tiempos.
Gentes como Ignacio Torres Giraldo, como María Cano, como Antonio García; pensadores originales y admirables como Fernando González, que estaba transformando la vieja lengua de curas y de políticos, de manipulación y de hipocresía, en otra cosa, en un vigoroso instrumento de reflexión y de rebeldía, una crítica acerada de las deformidades sociales, un discurso que, articulado desde la provincia antioqueña, desnudaba las imposturas de la élite central, elevaba al nivel de obra de arte la crítica de las costumbres, y no discurría desde ninguna doctrina política sino desde el valor civil, desde la lucidez de un fino observador de la sociedad, de alguien que advertía en el racismo y en el clasismo de la sociedad colombiana la gestación de una especie de fascismo solapado e hipócrita, una crítica moral y filosófica de las graves carencias de nuestra sociedad, de la ausencia ya peligrosa de toda modernidad en el pensamiento de la dirigencia.
Pero hasta el pensamiento de este vigoroso crítico de la sociedad en su conjunto fue sometido a la antigua estrategia de volverlo invisible. En Colombia, para el mundillo oficial, es como si Fernando González no hubiera existido, y ello es como si Francia hubiera borrado la obra de Voltaire, como si nadie hubiera oído a Sartre en el siglo xx. Porque Fernando González es uno de los más valiosos voceros de la Colombia escamoteada por el discurso oficial, que se atrevió a pensar de un modo original, que corrió el riesgo de equivocarse pero que no calló jamás ante los crímenes, ni condescendió con la barbarie, ni legitimó la arbitrariedad, ni se acobardó ante un poder que procuraba anular el pensamiento, acallar la insatisfacción, y sólo premiaba la sumisión y la obsecuencia.
William Ospina